martes, 2 de octubre de 2012


MENSAJE CON DESTINO

Colette Capriles
Hace pocos días, una conversación que terminó amargamente con un periodista extranjero me hizo volver a mi escepticismo acerca de los logros de la modernidad global. En definitiva, seguimos marcados por la figura del Buen Salvaje y ­como en este caso en especial­ el Buen Salvador, que es la contrafigura moldeada por el Estado de bienestar europeo para perdonarse los presuntos pecados coloniales.
Este periodista había construido su Venezuela a partir de las mitologías chavistas más banales y más ofensivas para el sentido común, exhibiendo una ignorancia increíble ­o más bien: un desprecio, y una soberbia, que la justificaban­ sobre todo lo que no está contemplado en el script oficialista. Nótese que este corresponsal lamentaba el mal gobierno; a pesar de la serie de paseos guiados por los mostradores de la "revolución" en "los barrios", no alcanzaba a comprender cómo pudo dilapidarse la incalculable fortuna que a diario brota de esta tierra, y frente a esa contradicción que ya no hallaba cómo justificar, terminaba concluyendo que Chávez es algo así como un castigo, una expiación bien merecida por el pasado oprobioso de unos blancos oprimiendo al pueblo, etc.
La anécdota no tiene mayor importancia excepto porque ponía en escena la acritud y especialmente la distancia "categorial" que vivimos y seguiremos viviendo en este país. Lo de distancia categorial se refiere a las categorías con las que nos referimos a la experiencia: aquí tenemos dos lenguajes, dos historias, dos emocionalidades, dos universos semánticos que no son capaces de encontrarse. Pero que tendrán que hacerlo. 
Escribo esto en medio del fragor de la batalla de los números, en la que las empresas encuestadoras desfilan con certezas contradictorias; concluyo que las incertidumbres sólo se disiparán el día de la elección, pero que si hay algo de lo que no queda duda es que la partición del país continuará sin que quien quede favorecido por la voluntad mayoritaria pueda olvidar que la otra mitad o cuasi mitad queda allí, con su lenguaje y su universo particular. 
Esto ha sido harto repetido, de una manera también harto abstracta e ineficaz, apelando a los buenos sentimientos que deberían privar, etc., lo que resulta dificilísimo si para una de las partes la división es precisamente su principal oferta política.
En definitiva, si hay algo que pasará a la historia acerca de estos años, será no la destrucción material de un país sino la demolición moral de una república. República significa cosa pública, la cosa, así en singular. Supone una unidad esencial un pacto de civilidad­ que no es necesariamente homogénea, por cierto. 
Pero esa es nuestra gran pérdida y también la gran fortaleza del régimen. Ya lo apuntaba brillantemente Thaelman Urgelles en un reciente artículo en El Diario de Caracas: esa división entre país moderno y país rural, cultivada deliberadamente con colores sobre el mapa, como un triste juego militar, es la densa frontera que nos separa del futuro, porque es a través de la exacerbación de lo antimoderno que el chavismo halló su punto arquimediano. 
Toca esto el drama profundo nuestro, que es esa modernización incompleta y construida sobre el consumo más que sobre la producción, sobre la lealtad más que sobre las convicciones y sobre la utilidad más que sobre la justicia.
Estas cosas suelen ser asuntos y lenguaje de académicos. Lo extraordinario es que para nosotros, venezolanos, es materia de decisión. Algo sobre lo que tenemos que pronunciarnos en la soledad del cubículo electoral. Sin miedo, con responsabilidad.

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