ELSA CARDOZO
Hace pocos días, una invitación siempre honrosa a un coloquio de la Fundación del Valle de San Francisco sobre los desafíos presentes a la democracia venezolana, trajo a mi pensamiento la imagen de un barinés cuya circunstancia de nacimiento no hubiera permitido anticipar que llegaría a tener tanta figuración política.
El venezolano al que me refiero no es de Sabaneta. Se llamaba Manuel Palacio Fajardo y nació en Mijagual en los años de la Capitanía General de Venezuela, hacia 1784. Venía, para más señas, de una familia "de lo más notable por ilustre, rica y patriota", como sobre él escribió Caracciolo Parra-Pérez.
Fue diputado al Congreso de 1811. Abogó en aquella asamblea por una Constitución que consagrara la separación de poderes y contribuyó a definir los medios institucionales para afrontar la reacción antirrepublicana que se inició apenas declarada la independencia. Se mudó a Valencia con el Congreso asediado por los avances realistas y estuvo allí hasta sus últimas sesiones. Vinieron los terremotos de 1812, y también el mensaje religioso antirrepublicano, la marcha indetenible de Monteverde, las deserciones, la Capitulación, las traiciones y tiempos muy turbios.
Nuestro republicano, como otros, no se dio por vencido. Viajó para hacerse de credenciales como agente diplomático de algún gobierno sobreviviente de la arremetida española, y lo logró en Cartagena. Tenía un plan de busca de apoyos para la recuperación de la República. Con esas miras hizo gestiones en Estados Unidos ante el entonces secretario de Estado James Monroe, pero se impusieron los cálculos y la espera. Pudo luego llegar a Francia, donde negoció en los más altos niveles del Imperio y hasta procuró una audiencia con el papa Pío VII. Pero en esos meses fue derrotado Bonaparte y la diplomacia en el destierro parecía llegar a su fin. El terco venezolano no se dio por vencido: se acercó a la coalición de la restauración monárquica y persistió en sus afanes de reclutamiento de combatientes y búsqueda de apoyo material. Cayó preso y, tras gestiones amigas, salvó la vida y viajó a Inglaterra para trabajar muy cerca de Luis López Méndez y Andrés Bello. En Londres dio apoyo a la procura de soldados y armamento mientras trabajaba en un texto que fue difundido en Europa en varios idiomas como parte de la labor de propaganda para la causa de la emancipación de Hispanoamérica. Regresó a Venezuela en 1818 en un barco cargado de pertrechos, a tiempo de participar como diputado al Congreso de Angostura y para ser designado ministro de Estado y Hacienda.
Entre aquellos años lejanos y el presente hay muchas otras vidas ejemplares por sus empeños de edificación institucional de la República en Venezuela. Conviene recordarlas en su persistente faena de construcción de ciudadanía, que no ha sido labor de un día, unos meses o pocos años. Allí está el patrimonio civil venezolano, un legado que hay que defender y acrecentar.
Finalmente, esto de evocar a un barinés que vivió entre los siglos XVIII y XIX no es mera evasión, tal como la discreción política de este día pudiera alentar. Es recordatorio de los admirables esfuerzos pasados y enormes retos actuales a nuestra vida republicana. Es constatación del empeño especial que nos corresponde poner en su resguardo. Y hoy nos toca hacerlo a través del ejercicio de nuestros deberes y derechos ciudadanos. ¡A votar!
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