USLAR PIETRI Y NUEVA YORK
Enrique
Viloria Vera
Todas las formas de su vida
están
condicionadas por esta
sensación pánica de la presencia
imperiosa
del tiempo
Arturo Uslar
Pietri
Nueva York
es un desafío al turista, es más que Manhattan pero nada es sin ella, sin esa
isla, su río y su bahía que fue contemplada por vez primera por ojos
occidentales en 1528, cuando Giovanni Verrazano la divisó desde una nave
española para darle nombres que sólo la historia registra y preserva del
olvido: Angolema la isla, Vandoma el río y Santa Margarita la bahía. Años mas tarde, o mejor dicho, siglos
después, en 1950, un escritor venezolano, Arturo Uslar Pietri, se instaló en
Nueva York, retratándola con palabras en un texto fundamental que con el nombre
de Ciudad de Nadie compila en su
libro El Globo de Colores, en cuyas
páginas está recogido “el testimonio reiterado de una inagotable curiosidad por
la tierra y la gente”, las impresiones de un conjunto de ciudades que producen
“una prodigiosa variedad de contrastes y reajustes. Todo lo que nos parecía tan
familiar se hace de pronto teatro y novedad”.
Nueva York
no podía escapar a esta curiosidad, a esta atracción del escritor por una
ciudad desconocida que le tocó desandar durante un largo exilio de su país, en
momentos en que la
Segunda Guerra Mundial acababa de terminar, no sin dejar una secuela de angustias e
interrogantes acerca del destino del hombre por parte de una humanidad
pendiente de un eventual cataclismo atómico.
Para esa época, “la isla se hizo más pequeña que nunca. Todas las gentes
que regresaban de la guerra no parecían caber en ella… más que nunca las
tiendas parecían tumultos y los hoteles ferias y las calles procesiones. La isla era cada vez más un buque lleno de
turistas”.
Ciudad
relativamente nueva, de breve data, creadora acelerada de unas tradiciones y
una idiosincrasia que su corta historia no le permitió acendrar, patinar con el
lento paso de años, leyendas y generaciones.
Ciudad de escasos tres siglos, cuya historia comienza cuando, en un día
de invierno de 1613, el barco “Tigre” se incendió, “se puso amarillo y fiero de
fuego entre la niebla gris y los gritos grises de las gaviotas”, obligando a su
propietario, Adrián Block, a construir una choza para pasar el invierno con los
suyos, y darle así inicio a la ciudad de nadie: Nueva York, esa que fue
creciendo progresivamente, para que diez años más tarde, el entonces
gobernador,
Peter
Minuit, comprase la isla entera a los indios Manados o Manhattan, a cambio de
“cuentas de vidrio, adornos de cobre, pedazos de tela, algún cuchillo”.
Nueva
Bélgica fue denominada primero, cuando ya contaba con un gobernador holandés y
con un sello que ostentaba en su centro una piel de castor extendida. Nueva Ámsterdam se llamó luego a ese villorio
de más de doscientas almas protegido de los ataques de los indios con un fuerte
de piedra en forma de tortuga y por una larga valla, a lo largo de la cual se
extendió la calle de la valla, la actual Wall Sreet. La ciudad comenzó a
llamarse Nueva York, cuando el último de los gobernadores holandeses, Peter
Stuyvesant, el de la pata de palo, no pudo detener el ataque y la invasión
inglesa. Nueva York en homenaje al hermano del Rey de Inglaterra, ciudad
inglesa de nuevo cuño, Nova Elbora, que muy prontamente sustituyó la piel del
castor que identificaba su escudo para dejarle espacio a las aspas de un molino
y a dos barriles de harina.
Ciudad de
trepidaciones múltiples que provienen de diferentes fuentes según el caso y la
época: de los trenes elevados y subterráneos, del tableteo de las
ametralladores Thompson de los gángsteres, del llanto inconsolable de millares
de mujeres que sufren la muerte del galán de los galanes, Rodolfo Valentino, de
los gritos y consignas en contra de tantas guerras injustas e inmerecidas, del
taconeo apresurado de la muchedumbre que recorre calles y avenidas que aún
conservan algunos de los nombres de sus predecesoras, Nueva Bélgica y Nueva Ámsterdam,
de las calderas de los innumerables buques que surcan el río, de las máquinas
de escribir, de la computadoras, que van poblando, al ritmo del taladro y de la
soldadura, unos rascacielos infinitos cuya “estructura de acero se disfraza de
motivos góticos”.
Nueva York
habitada también por la trepidación que se filtra de teatros y dancings, de los
que surgen las canciones, los bailes, las piezas teatrales, los musicales que
marcarán historia, y a los cuales, en religiosa procesión, asisten turistas
provenientes de todo el mundo que agotan prontamente la boletería, haciendo
obligatorias unas reservaciones para dentro de tres meses e incluso más, para
convertir a Broadway en un río de hombres y mujeres que se “asoman sobre un
hervor de luces vivas de todos los colores ... Siluetas luminosas se mueven,
saltan, aparecen y desaparecen. Todos
los tiempos, todos los apetitos, todas las latitudes palpitan en la agitada
incandescencia. Hay calor y color de
fragua. Hay muchedumbre de
incendio. Todos miran hacia arriba”.
Ciudad en la
que trepida igualmente el corazón de millones de inmigrantes, italianos,
alemanes, polacos, portorriqueños, irlandeses, cubanos que “se concentran en
barrios propios donde resuena la lengua materna y predomina el color del viejo
país”. Inmigrantes procedentes de las
más impensadas latitudes del planeta, Gambia, Etiopía, Ucrania, Ghana, para
conducir de un lado a otro, a bordo de unos taxis amarillos y desbocados, a
unos seres humanos permanentemente tensos, apurados y ocupados, que sólo
parecen alimentarse de sándwiches desabridos comprados al paso y engullidos con
premura. Ciudad de la pequeña Italia,
del Barrio Chino, del Bronx, de Brooklym, de las calles portorriqueñas o
judías, y en especial, de Harlem tan diferente en el que “el clima, la dieta,
los hábitos son distintos. En Harlem se comen bananas y ñames antillanos. En las heladas cavernas de la cordillera
central de Manhattan hay caviar y trufas en metal y en vidrio, o en témpanos de
hielo labrado”.
También la
soledad trepida en Nueva York, para Uslar Pietri esta soledad del neoyorquino
es quizás la expresión más fehaciente de una sociedad que ya fue capaz de crear
clones humanos, porque “los seres que se mueven en el fondo de esas vertiginosas
y elaboradas gargantas llegan a parecerse todos y a adquirir un aire de
uniformidad que impresiona”. Para el
escritor “en donde está el hombre está la soledad como su sombra… y hasta
podríamos decir que cada hombre tiene la soledad que merece”. Sin embargo, “los
millones de solitarios de Manhattan no gozan de la mejor clase de soledad;
sufren más bien de una forma de ella inferior e involuntaria… La de ellos es
más bien una soledad física, pobre y estéril, que borra y destiñe al hombre, y
que es ignorada por quienes la sufren, como hay quienes ignoran que están
enfermos o son desgraciados”.
Urbe
monumental de obligados escenarios y edificaciones que deben ser visitados para
confirmar que efectivamente se ha estado en la Gran Manzana : la Quinta Avenida “donde
los hombres vuelven a ser hombres, porque está llena de mujeres”, la Estatua de la Libertad , emblema
regalado a la ciudad, el Waldorf Astoria que se alza como “un palacio
encantado”, los innumerables rascacielos, cada uno más alto, donde se pueden contar
los segundos que tarda el cuerpo del suicida en llegar a la calle, la Plaza de Washington, “con su
arco viejo, sus árboles y sus casas georgianas tan fragantes a hogar y a vida
interior”, los innumerables museos contemporáneos en los que se muestra un arte
feo e incomprensible para el visitante común, el Zoológico donde “los que están
allí dan vueltas y vueltas sin poderse escapar”, Wall Street “país sin sol,
húmedo, todo en desfiladeros y veredas donde nace la corriente de Broadway,”,
el Rockefeller Center con sus “torres cuadrangulares”, el Central Park,
verdadero remanso en medio de tanta trepidación, el Greenwich Village que es
como “un istmo entre las sombras”.
En fin, esa es Nueva York con todos sus
atractivos y tentaciones, gentes, costumbres, y edificaciones que la convierten
en “una ciudad universal que a nada se parece, que va a ser independiente de
los seres que la pueblan y que va a crear formas de vida que no parecen
corresponder a la dimensión ni al ritmo del hombre”.
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