jueves, 27 de diciembre de 2012


USLAR PIETRI Y NUEVA YORK

                                                                                             
                                                                                  
Enrique Viloria Vera


                                               Todas las formas de su vida
                                                                                               están condicionadas por esta
                                                                                         sensación pánica de la presencia
                                                                                             imperiosa del tiempo
                                                                                                                  Arturo Uslar Pietri


Nueva York es un desafío al turista, es más que Manhattan pero nada es sin ella, sin esa isla, su río y su bahía que fue contemplada por vez primera por ojos occidentales en 1528, cuando Giovanni Verrazano la divisó desde una nave española para darle nombres que sólo la historia registra y preserva del olvido: Angolema la isla, Vandoma el río y Santa Margarita la bahía.  Años mas tarde, o mejor dicho, siglos después, en 1950, un escritor venezolano, Arturo Uslar Pietri, se instaló en Nueva York, retratándola con palabras en un texto fundamental que con el nombre de Ciudad de Nadie compila en su libro El Globo de Colores, en cuyas páginas está recogido “el testimonio reiterado de una inagotable curiosidad por la tierra y la gente”, las impresiones de un conjunto de ciudades que producen “una prodigiosa variedad de contrastes y reajustes. Todo lo que nos parecía tan familiar se hace de pronto teatro y novedad”.

Nueva York no podía escapar a esta curiosidad, a esta atracción del escritor por una ciudad desconocida que le tocó desandar durante un largo exilio de su país, en momentos en que la Segunda Guerra Mundial acababa de terminar,  no sin dejar una secuela de angustias e interrogantes acerca del destino del hombre por parte de una humanidad pendiente de un eventual cataclismo atómico.  Para esa época, “la isla se hizo más pequeña que nunca. Todas las gentes que regresaban de la guerra no parecían caber en ella… más que nunca las tiendas parecían tumultos y los hoteles ferias y las calles procesiones.  La isla era cada vez más un buque lleno de turistas”.

Ciudad relativamente nueva, de breve data, creadora acelerada de unas tradiciones y una idiosincrasia que su corta historia no le permitió acendrar, patinar con el lento paso de años, leyendas y generaciones.  Ciudad de escasos tres siglos, cuya historia comienza cuando, en un día de invierno de 1613, el barco “Tigre” se incendió, “se puso amarillo y fiero de fuego entre la niebla gris y los gritos grises de las gaviotas”, obligando a su propietario, Adrián Block, a construir una choza para pasar el invierno con los suyos, y darle así inicio a la ciudad de nadie: Nueva York, esa que fue creciendo progresivamente, para que diez años más tarde, el entonces gobernador,
Peter Minuit, comprase la isla entera a los indios Manados o Manhattan, a cambio de “cuentas de vidrio, adornos de cobre, pedazos de tela, algún cuchillo”.

Nueva Bélgica fue denominada primero, cuando ya contaba con un gobernador holandés y con un sello que ostentaba en su centro una piel de castor extendida.  Nueva Ámsterdam se llamó luego a ese villorio de más de doscientas almas protegido de los ataques de los indios con un fuerte de piedra en forma de tortuga y por una larga valla, a lo largo de la cual se extendió la calle de la valla, la actual Wall Sreet. La ciudad comenzó a llamarse Nueva York, cuando el último de los gobernadores holandeses, Peter Stuyvesant, el de la pata de palo, no pudo detener el ataque y la invasión inglesa. Nueva York en homenaje al hermano del Rey de Inglaterra, ciudad inglesa de nuevo cuño, Nova Elbora, que muy prontamente sustituyó la piel del castor que identificaba su escudo para dejarle espacio a las aspas de un molino y a dos barriles de harina.

Ciudad de trepidaciones múltiples que provienen de diferentes fuentes según el caso y la época: de los trenes elevados y subterráneos, del tableteo de las ametralladores Thompson de los gángsteres, del llanto inconsolable de millares de mujeres que sufren la muerte del galán de los galanes, Rodolfo Valentino, de los gritos y consignas en contra de tantas guerras injustas e inmerecidas, del taconeo apresurado de la muchedumbre que recorre calles y avenidas que aún conservan algunos de los nombres de sus predecesoras, Nueva Bélgica y Nueva Ámsterdam, de las calderas de los innumerables buques que surcan el río, de las máquinas de escribir, de la computadoras, que van poblando, al ritmo del taladro y de la soldadura, unos rascacielos infinitos cuya “estructura de acero se disfraza de motivos góticos”.

Nueva York habitada también por la trepidación que se filtra de teatros y dancings, de los que surgen las canciones, los bailes, las piezas teatrales, los musicales que marcarán historia, y a los cuales, en religiosa procesión, asisten turistas provenientes de todo el mundo que agotan prontamente la boletería, haciendo obligatorias unas reservaciones para dentro de tres meses e incluso más, para convertir a Broadway en un río de hombres y mujeres que se “asoman sobre un hervor de luces vivas de todos los colores ... Siluetas luminosas se mueven, saltan, aparecen y desaparecen.  Todos los tiempos, todos los apetitos, todas las latitudes palpitan en la agitada incandescencia.  Hay calor y color de fragua.  Hay muchedumbre de incendio.  Todos miran hacia arriba”.

Ciudad en la que trepida igualmente el corazón de millones de inmigrantes, italianos, alemanes, polacos, portorriqueños, irlandeses, cubanos que “se concentran en barrios propios donde resuena la lengua materna y predomina el color del viejo país”.  Inmigrantes procedentes de las más impensadas latitudes del planeta, Gambia, Etiopía, Ucrania, Ghana, para conducir de un lado a otro, a bordo de unos taxis amarillos y desbocados, a unos seres humanos permanentemente tensos, apurados y ocupados, que sólo parecen alimentarse de sándwiches desabridos comprados al paso y engullidos con premura.  Ciudad de la pequeña Italia, del Barrio Chino, del Bronx, de Brooklym, de las calles portorriqueñas o judías, y en especial, de Harlem tan diferente en el que “el clima, la dieta, los hábitos son distintos. En Harlem se comen bananas y ñames antillanos.  En las heladas cavernas de la cordillera central de Manhattan hay caviar y trufas en metal y en vidrio, o en témpanos de hielo labrado”.

También la soledad trepida en Nueva York, para Uslar Pietri esta soledad del neoyorquino es quizás la expresión más fehaciente de una sociedad que ya fue capaz de crear clones humanos, porque “los seres que se mueven en el fondo de esas vertiginosas y elaboradas gargantas llegan a parecerse todos y a adquirir un aire de uniformidad que impresiona”.  Para el escritor “en donde está el hombre está la soledad como su sombra… y hasta podríamos decir que cada hombre tiene la soledad que merece”. Sin embargo, “los millones de solitarios de Manhattan no gozan de la mejor clase de soledad; sufren más bien de una forma de ella inferior e involuntaria… La de ellos es más bien una soledad física, pobre y estéril, que borra y destiñe al hombre, y que es ignorada por quienes la sufren, como hay quienes ignoran que están enfermos o son desgraciados”.

Urbe monumental de obligados escenarios y edificaciones que deben ser visitados para confirmar que efectivamente se ha estado en la Gran Manzana: la Quinta Avenida “donde los hombres vuelven a ser hombres, porque está llena de mujeres”, la Estatua de la Libertad, emblema regalado a la ciudad, el Waldorf Astoria que se alza como “un palacio encantado”, los innumerables rascacielos, cada uno más alto, donde se pueden contar los segundos que tarda el cuerpo del suicida en llegar a la calle, la Plaza de Washington, “con su arco viejo, sus árboles y sus casas georgianas tan fragantes a hogar y a vida interior”, los innumerables museos contemporáneos en los que se muestra un arte feo e incomprensible para el visitante común, el Zoológico donde “los que están allí dan vueltas y vueltas sin poderse escapar”, Wall Street “país sin sol, húmedo, todo en desfiladeros y veredas donde nace la corriente de Broadway,”, el Rockefeller Center con sus “torres cuadrangulares”, el Central Park, verdadero remanso en medio de tanta trepidación, el Greenwich Village que es como “un istmo entre las sombras”.

 En fin, esa es Nueva York con todos sus atractivos y tentaciones, gentes, costumbres, y edificaciones que la convierten en “una ciudad universal que a nada se parece, que va a ser independiente de los seres que la pueblan y que va a crear formas de vida que no parecen corresponder a la dimensión ni al ritmo del hombre”.









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