martes, 18 de diciembre de 2012


La indiferencia


      Antonio Gramsci

La indiferencia es en realidad el más poderoso resorte de la historia. Pero al revés. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, el posible bien que un acto de valor general puede engendrar, no se debe enteramente a la iniciativa de los pocos que actúan, sino también a la indiferencia, al absentismo de muchos. Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunos quieren que se produzca, cuanto porque la masa de los ciudadanos abdica de su voluntad y deja hacer, deja que se agrupen los nudos que luego solamente la espada podrá cortar; deja que lleguen al poder unos hombres que luego sólo un levantamiento podrá derribar.
La fatalidad que parece dominar la historia es precisamente la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo. Hay hechos que maduran en la sombra porque unas manos no vigiladas por ningún control tejen la tela de la vida colectiva y la masa permanece en la ignorancia. Los destinos de una época son manipulados según visiones limitadas y según los fines inmediatos de pequeños grupos activos, y la masa de los ciudadanos lo ignora. Pero los hechos que han madurado salen a la luz, la tela tejida en la sombra llega a término, y entonces parece que la fatalidad lo domine todo y a todos, que la historia no es más que un enorme fenómeno natural, una erupción volcánica, un terremoto del que todos son víctimas: el que ha querido y el que no ha querido, el que sabía y el que no sabía, el que se había mostrado activo y el que había permanecido indiferente. Y este último se irrita; quisiera sustraerse a las consecuencias, que se viera claramente que él no ha querido, que es irresponsable. Algunos lloriquean piadosamente; otros blasfeman obscenamente, pero ninguno, o pocos, se pregunta: si hubiera cumplido yo también con mi deber de hombre, si hubiera tratado de hacer oír mi voz, mi opinión, mi voluntad, ¿no habría pasado lo que ha pasado? Nadie, o muy pocos, se atribuyen la culpa de su indiferencia, de su escepticismo, de no haber dado su apoyo material y moral a los grupos políticos y económicos a los que combatían precisamente para evitar aquel mal, por no procurar el bien que se proponían. Otros prefieren, en cambio, hablar de fracaso de las ideas, de programas hundidos definitivamente y de otras amenidades parecidas. Continúan en su indiferencia, en su escepticismo. Mañana reanudarán su vida de absentismo de toda responsabilidad directa o indirecta. Y no puede decirse que no vean claras las cosas, que no sean capaces de dibujar hermosísimas soluciones para los problemas más inmediatamente urgentes, o para los que requieren mayor preparación, más tiempo, pero que son igualmente urgentes. Pero estas soluciones permanecen hermosamente infecundas, y esta aportación a la vida colectiva no está animada por luz moral alguna; es consecuencia de cierta curiosidad intelectual, no de un agudo sentido de la responsabilidad histórica que exige a todos que sean activos en la vida, en la acción, y que no admite agnosticismos ni indiferencias de ninguna clase. Por esto es necesario educar esta nueva sensibilidad: hay que acabar con los lloriqueos inconcluyentes de los eternos inocentes. Hay que pedir cuentas a todo el mundo de cómo ha cumplido la tarea que la vida le ha señalado y le señala cotidianamente, de lo que ha hecho y especialmente de lo que no ha hecho. Es preciso que la cadena social no pese solamente sobre unos pocos, que todo lo que sucede no parezca debido al azar, a la fatalidad, sino que sea obra inteligente de los hombres. Y por esto es necesario que desaparezcan los indiferentes, los escépticos, los que usufructúan el escaso bien que procura la actividad de unos pocos, y que no quieren cargar con la responsabilidad del mucho mal que su ausencia de la lucha dejan que se prepare y se produzca.

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