Tulio Hernandez
Hay que reconocerlo. En su condición de jefe único del gobierno el finado Hugo Chávez hizo un esfuerzo supremo para ir avanzando –a la manera de las dictaduras– en la captura del poder total sin límites pero, eso sí, cuidándose acrobáticamente de mantener sujeta al rostro la máscara de la democracia.
De alguna manera lo logró. A pesar de, entre otras tantas perversiones, como haber aupado esas criminales organizaciones de asalto llamados “colectivos sociales” y condenado a largos años de prisión, antes del juicio, a muchos venezolanos que lo adversaban, escuché muchas veces a académicos y políticos extranjeros salir en su defensa con el pretexto de que bajo su gobierno no había ocurrido nada parecido a la Caravana de la muerte de Pinochet o a los miles de desaparecidos de las dictaduras argentinas. Ni toques de queda, tropas en las calles, ilegalización de los partidos o encarcelamiento de sus dirigentes.
Pero ahora el malabarista ya no está. Una penosa enfermedad lo sacó para siempre de escena. Por eso, sin la misma destreza del maestro, atrapados por el fracaso económico y la desesperación social, carentes de lo que en el argot político se conoce como “mano izquierda”, sus herederos han permitido que la máscara caiga al suelo dejando al desnudo, por estos días aciagos, el verdadero rostro del proyecto con el actuar inocultablemente represivo, sangriento, despiadado, antidemocrático y delincuencial de la logia cada vez más militar que nos gobierna.
Bastaron unos pocos días de protestas callejeras de civiles desarmados –unas pacíficas, otras violentas; unas de masas, otras foquistas– para que los herederos perdieran los estribos; desataran una feroz operación represiva apagando el fuego con gasolina; lanzando a los “colectivos” paramilitares y a la Guardia Nacional a confrontar a tiros la protesta; ordenando el encarcelamiento de un prominente líder opositor; allanando a patadas, sin permiso legal, con armas largas y culatazos, la sede un partido político; chantajeando a los medios para que no dieran cuenta de lo ocurrido; bloqueando las señales de canales internacionales que sí transmitían los hechos; violando a un joven prisionero introduciéndole por el recto el cañón de un fusil; militarizando San Cristóbal, la ciudad donde nació la protesta, amenazando a su población civil con bombardeos con el vuelo rasante de aviones de guerra F16, y dejando por días todo el estado Táchira sin Internet, entre tantas otras fechorías.
Ahora todo cambió. Comienza una nueva etapa del conflicto. Ya no hay espacio para la inocencia. Tampoco para la frustración. Lo que ha ocurrido no fue una escaramuza más. Ni el golpe de Estado de una cofradía. Fue, y el gobierno lo sabe, una insurrección popular con fuerza nacional que se le fue de las manos tanto al gobierno como a la oposición.
Ahora nadie tiene dudas sobre a qué tipo de poder nos enfrentamos. Uno al que le sobra armas, le faltan escrúpulos democráticos y aún cuenta con apoyo popular. Alimentan nuevas frustraciones quienes predican que este gobierno está caído. La pelota sigue en juego. Ahora viene la respuesta de la bestia herida. Y la mirada psicopática, a lo Jack Nicholson en El Resplandor, de Diosdado Cabello, adelanta cuál será.
La movilización opositora fue descomunal. Después se discutirá los pro y los contra de “la salida”. Pero la gente que batalla en las calles y quienes aguardan en sus casas para actuar, está en un punto ciego sin una clara orientación sobre lo que viene. A merced de tantos dirigentes silvestres y anónimos, fanáticos algunos, que lanzan líneas desde las redes sociales.
Mientras la oposición democrática no tenga un comando unido que dirija meticulosamente lo que sigue, todos estamos en riesgo. Los héroes en ciertas circunstancias son necesarios. Pero mejor aún es la efectividad política, ahora que el poder no tiene máscara que guardar. “No me importa que me llamen dictador”, dijo Maduro en cadena. Habrá que hacerle caso. La resistencia democrática hay que describirla.
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