martes, 25 de febrero de 2014


VENEZUELA ENSANGRENTADA
RICARDO COMBELLAS |  

EL UNIVERSAL

Al momento de escribir este artículo, la madrugada del jueves pasado, Venezuela amanece profundamente conmocionada por una ola de represión y violencia militar, policial y paraestatal de consecuencias incalculables, dada la eventual generalización del conflicto. El arma de la violencia es el arma de los que no tienen razón, y su generalización desencadena solo tragedia y dolor. Una nación que a fuerza de trajinar civilista conquistó la paz en el pasado siglo, hoy muestra presagios de enfrentamiento fratricida en que todos terminaremos perdiendo. Me permito citar, una vez más, las terribles palabras de Manuel Azaña, reflexión de un estadista atribulado ante la tenebrosa oscuridad preñada de sangre que cubría  España y desencadenaría la  guerra civil que dividiría  en dos mitades irreconciliables su alma: "ninguna política se puede fundar en la decisión de exterminar al adversario; no solo –y ya es mucho- porque moralmente es una abominación sino porque, además, es materialmente irrealizable; y la sangre injustamente vertida por el odio, con propósito de exterminio, renace y retoña y fructifica en frutos de maldición; maldición, no sobre las que la derramaron, desgraciadamente, sino sobre el propio país que la ha absorbido para colmo de la desventura".

Al diálogo debe dársele siempre una oportunidad, la primera y última oportunidad, es un imperativo moral, no lo desechemos de un plumazo, no lo convirtamos en palabra trivial. Si el siempre recordado Mandela pudo abrir un diálogo con sus adversarios, que para él habían dejado de ser sus enemigos luego de 27 largos años de encarcelamiento, donde se desprendió con coraje y mucha templanza de las máculas del odio y el resentimiento, sin poder contar con una hoja de ruta para su iniciación, pues todo estaba por construir, cuánto más podríamos hacerlo nosotros, dentro de una Constitución profundamente democrática como la venezolana, enaltecedora de la eminente dignidad de la persona humana y consagratoria como uno de los fines esenciales del Estado de "la construcción de una sociedad justa y amante de la paz".

La responsabilidad fundamental del diálogo la tiene el Estado, incluidas todas las ramas del poder público, pero de manera primigenia y fundamental es una responsabilidad del presidente de la República en su condición de jefe de Estado y del Ejecutivo Nacional, por lo que le cabe la dirección, como lo establece explícitamente nuestra Carta Magna, de la acción del Gobierno. El monopolio legítimo (enfatizo legítimo, pues deriva del consentimiento de los ciudadanos) de la violencia corresponde al Estado. Cuando ese monopolio se deshace, como sucede actualmente en el país, y se abren las puertas a la violencia paraestatal, al unísono de que sus aparatos represivos se desbordan en violencia ilegítima, y por ende confrontada con los valores y principios que fundamentan nuestro orden constitucional, se resquebrajan las bases de nuestro contrato social, florece la anarquía y la violencia termina generalizándose en detrimento de la comunidad ciudadana y su sociedad civil. El Estado deja de ser un guardián de la paz para convertirse en un Estado forajido, un adalid de la violencia.

Pero también es una responsabilidad de la oposición, de manera especial la oposición democrática que se niega caer en la tentación del camino insurreccional, sino que por el contrario está dispuesta con sacrificio y vigor a darle una oportunidad a la paz. Para ello los verdaderos políticos, empecinados en no cerrar nunca las puertas, siempre que se cuele así sea un destello de luz, que conducen al diálogo,  deben dar un paso al frente compenetrados con lo que Max Weber identificaba como "ética de la responsabilidad".

¡Diálogo y paz con dignidad! ¡Diálogo constitucional! ¡Venezuela merece la paz!

ricardojcombellas@gmail.com


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