LEANDRO AREA
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Frente al decidido empuje de los estudiantes, acompañados por la sociedad que los respalda, una de las estratagemas del imperio militar que hoy sofoca a Venezuela es la de imponer la anarquía en las calles para justificar así las brutalidades del fingido estado de derecho. Y para ello recurre el gobierno al gastado libreto de la culpabilización del enemigo y a la victimización propia con el objetivo de manipular a la opinión pública propia y extranjera. “Están paralizando al país con sus marchas en conjura con el imperio y sus títeres internacionales”, repiten hasta la saciedad como si no se lo creyeran ni ellos mismos o por consejos goebbelsianos de ultratumba que usan orondos sus asesores castristas.
Bajo ese manto de caga lástimas tiran a la calle a cuanto bicho de uña armado poseen en nómina y cuya taxidermia daría para un buen rato. Comenzando por los militares con cesta tickets, pasando por encapuchados, paramilitares, infiltrados, tupamaros, hampones y demás alimañas, que cobran aparte pero que aspiran también a los beneficios sociales como corresponde a cualquier empleado de la administración pública, que así también se creen ¡Faltaba más!
Entonces, a punta de esa pandilla es que asesinan, violan, allanan, torturan, gasean, vejan, secuestran, con el artero complot de sus “comunicadores sociales”, repetidores de mentiras, que ni la vergüenza alcanza para no taparse la nariz. Todo este Frankenstein va recargado de consignas cuarteleras, chancletas boquiabiertas, que van desde “regresen a sus hogares que sus padres los esperan”, hasta la menos gentil que pudiera entenderse como ”si no regresan a sus casas los desaparecemos” Podrían completar sus consejas, y para que no quede la menor duda de su estirpe, regalándonos “en cadena” un ejemplarizante documental sobre la caída de Allende y el ascenso de Pinochet al poder o también sobre el exterminio del pueblo judío, por qué no, con lo cual uno descubriría finalmente con quiénes es que andan estos compañeritos.
Conque así, envueltos en ese tul de beatitud, reciben de sus compinches internacionales vítores y aplausos, mientras que silenciosos o cómplices otros, presuntamente democráticos, hacen exquisitos llamados al fin de la violencia sin nombre ni apellido, como si no se tratara más bien y por todo el cañón de la denuncia de la violación de los derechos humanos de civiles desarmados frente al aparato represivo del todopoderoso Estado petrolero venezolano.
Aquí la crisis se enseñó al mayor y detal, desde la legitimidad de origen, pasando por la del ejercicio, hasta llegar a la de propósito, que sería, ésta última, la que tiene que ver con el valor que se debe dar al ciudadano, al respeto a la vida, a la protección de toda la nación y no exclusivamente a la camarilla que son y a los viandantes, pensionistas y becarios que los adulan y enternecen.
La conclusión es que el gobierno se acabó aunque siga mandando; es historia, a pesar de que continúe apareciendo en los periódicos. Ya no es sino molusco en botella de formol. No tiene retroceso ni transición ni nada que decir, hacer, reconstruir o rasgarse las vestiduras u otras traperías. Lo que queda para nosotros los demócratas es que cada quien debe asumir su responsabilidad frente a lo que ya parece inexorable: que los que gobiernan se tienen que ir, sin chance de impunidad, sin negociado alguno con estos magnates del oprobio. No podemos convertir en olvido tanta aberración. Más bien, otorguémosles sus nombres a lo indeseable para que no dejemos así de vomitar nuestra vergüenza. Olvido nunca, perdón jamás.
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