Jorge Castañeda
Hace algunos días cumplió 10 años de vida la Fundación Fernando Henrique Cardoso en São Paulo. Para conmemorar el aniversario de su instituto, que entre otros cosas le ha permitido al expresidente de Brasil desplegar una actividad encomiable a favor de un enfoque alternativo frente a las drogas, incluyendo la despenalización de algunas, convocó a una tertulia pública a varios de sus colegas exmandatarios. El tema que se discutía era el curso de la democracia y del autoritarismo en América Latina. Se produjo una sorprendente y a la vez previsible coincidencia de opinión de cuatro expresidentes de Iberoamérica (y del que escribe, que no tenía mucho que hacer en tan augusta compañía) en torno a tres puntos centrales. Sorprendente porque dos de los participantes —Felipe González y Ricardo Lagos— fueron y son socialistas; uno —Julio María Sanguinetti— francamente conservador, y otro —el propio Cardoso— siendo una persona de izquierda, condujo a un Gobierno frecuentemente calificado de centrista o incluso de centroderecha. Se trata de una alineación plural de demócratas, ciertamente, mas no todos ubicados en el mismo sitio del espectro político.
Pero su coincidencia fue también previsible, ya que lo sucedido en América Latina durante estos últimos años conduce de manera ineluctable a personas como éstas —y muchas más— a sostener posiciones cada vez más alejadas de otros líderes regionales, menos enfáticos a propósito de la defensa de la democracia y los derechos humanos. ¿Cuáles fueron las coincidencias? La primera, muy sencilla, es que no basta ser electo democráticamente para gobernar democráticamente o, como dijo Felipe González, la legitimidad de origen debe compaginarse con la legitimidad de gestión. No se pueden justificar conductas de Gobierno antidemocráticas —represión, suspensión de libertades, censura— por el simple hecho de haber ganado una elección, aún suponiendo —que no siempre es el caso— que dicha elección haya sido limpia, y menos si no fue equitativa. En este mismo sentido, Cardoso subrayó la deriva autoritaria creciente en la región: se justifican las sucesiones dinásticas, las reelecciones permanentes, o comicios cada vez menos transparentes, debido a la utilización del aparato de Estado, de los medios y del dinero del erario para que gane el saliente, o su esposa, o su hijo, o su hermano, o quien fuera. Al generalizarse la reelección, o las transferencias dinásticas, se consagra una tendencia trágica: de casi 20 intentos de reelección presidencial en América Latina, sólo han fracasado dos: Hipólito Mejía en Costa Rica, y Alberto Fujimori en Perú la segunda vez. Todos los salientes, ganan.
La tercera coincidencia fue la concreción de esta tesis: los demócratas en América Latina no han elevado su voz ante la deriva autoritaria o represiva, en particular en Venezuela, durante estos últimos meses, pero sí en varios otros países, en otros momentos, durante los últimos años. Lagos lamentó, casi desesperado, el intento de equiparar a Nicolás Maduro con Salvador Allende; quien a tanta oposición se enfrentaba en Chile sin jamás amordazarla o reprimirla, que ni siquiera pudo lograr la confirmación del propio Lagos como embajador de la Unidad Popular en la Unión Soviética. Cardoso, que como presidente fue un abanderado de la no intervención, lamentó el silencio del Gobierno brasileño ante los acontecimientos en Venezuela; y Felipe González, hablando de una región que también le es cercana, lamentó la complicidad de la Unión Europea con el derrocamiento por la calle de un payaso corrupto y asesino como Yanukóvych, en Ucrania, pero también un cierto silencio europeo ante la anexión rusa de Crimea y, mañana, de Ucrania Oriental.La segunda coincidencia fue lo que Lagos llamó la necesidad de una voz común para una América Latina cada vez más dividida entre Norte y Sur, entre Atlántico y Pacífico, y entre una izquierda radical, y en ocasiones autoritaria, y un centroizquierda o centroderecha moderado, democrático y globalizado. Pero esa voz común, agregué por mi parte, con el acuerdo de los demás, sólo puede basarse en ciertos valores: la defensa colectiva de la democracia y de los derechos humanos, tanto en los países de América Latina como en el mundo entero. América Latina no tiene mucho más que decir, por lo menos en materia política o económica (las exageraciones sobre el buen manejo de la crisis de 2009 terminaron siendo eso: exageraciones). Hablar con esa voz común, como dijo Sanguinetti, implica abandonar el respeto sacrosanto al principio de no intervención, que si bien adquirió relevancia para combatir la injerencia de superpotencias en los asuntos internos de pequeños países, hoy constituye un simple pretexto para justificar la pasividad ante los excesos de Gobiernos “amigos” o afines. Los casos más escandalosos consisten, por supuesto, en la ya antigua ausencia de democracia en Cuba, y la represión actual en Venezuela.
Es cierto que expresidentes —y en menor medida exministros de algo— hablan con mayor soltura por el mero hecho de abandonar el poder. Pero también es cierto que aprendieron mucho, en la mejor escuela del mundo: la presidencia de sus respectivos países. Esa sabiduría colectiva, compartida y publicitada, se convierte en determinadas coyunturas en la consciencia de una región, de una etapa, de una causa. Debemos agradecerles su elocuencia cuando se pronuncian sobre el acontecer nacional o mundial, alentar a otros a hacer lo mismo, y lograr que sus sociedades y pares los escuchen. Saben de lo que hablan.
Jorge G. Castañeda es analista político y miembro de la Academia de las Ciencias y las Artes de Estados Unidos.
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