Henry Ramos Allup
Igual que cuando se produjo la venta de Globovisión, se levantó una polvareda con la venta de El Universal, enésimas veces negada por quienes eran sus propietarios, en una operación que tomó por sorpresa a la misma plana mayor de dicho medio. Quien desee conocer con certeza el nombre del comprador y cuáles son sus conexiones, debe preguntárselo a la familia Mata. Cuando Guillermo Zuloaga vendió Globovisión (anteriormente hubo varios intentos emprendidos por otro de los copropietarios entendido con el gobierno, que después expresó una compunción hipócrita cuando Zuloaga vendió), manifesté que los medios de comunicación son empresas, que las empresas tienen dueños y los dueños tienen intereses: las crean, gestionan y enajenan cuando les conviene, igual como se hace con cualquier negocio. Los medios de comunicación, sepan los ingenuos que rompen lanzas creyendo que periódicos, televisoras, radioemisoras y revistas son elementos inmaculados para la información, entretenimiento y defensa del público, han sido y son generalmente utilizados como instrumentos de presión y para protección de intereses económicos que nada tienen que ver con la comunicación social en sí. Así las cosas, la libertad de expresión es algo muy importante para el ciudadano de a pié y también muy importante pero en otro sentido muy distinto para el propietario de un medio de comunicación. En definitiva, ̶ y esto vale tanto para los medios vernáculos como para los extranjeros, para el periódico de Tapipa y para CNN en inglés, en español o en sánscrito ̶ la libertad de expresión es una según la concepción e intereses del dueño del medio, ni siquiera de los periodistas que en esos medios ejercen, y la línea editorial, el énfasis en esta noticia y la matización u ocultamiento de aquella la disponen los dueños de los medios. Y cuando digo “dueños” me refiero a los medios privados y también a los públicos en los cuales el gobierno de turno se considera propietario aunque verdaderamente no lo sea. ¿Queda claro? Hace unos meses atendí la invitación del consejo editorial de un importante diario, cosa que frecuentemente hacen con los dirigentes de los partidos políticos, para hablar de temas de interés nacional y, obviamente, para conocer la opinión y perspectiva de cada cual. En lo que a mí respecta, en esas reuniones siempre me expresé de la manera directa y sincera de siempre, y, según entiendo, esas tenidas les resultaron satisfactorias. En una de ellas les pregunté si conocían el número de los columnistas fijos y ocasionales que escribían en ese periódico y me respondieron que no. Les informé que eran 523, de los cuales sólo uno era militante de AD y no escribía sobre temas políticos sino sobre turismo. En esa oportunidad me invitaron a escribir en el diario, cosa que no acepté no sólo para que no confundieran mi observación con un pedimento por carambola, sino porque les dije que me bastaba con mi modesta columna quincenal en El Nuevo País en la que escribo sin peligro de censura y sin reparar en lo que le guste o disguste a Rafael Poleo. En cambio, les sugerí que antes de conceder sus espacios exigieran a todo colaborador la aprobación de un electroencefalograma. También conté los columnistas de otro importante diario nacional: de 215 que allí escriben, muchos de ellos para insultar alevosa y groseramente a AD, sólo 2 son compañeros de partido.
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