Bernard-Henri Levy
Lo menos que puede decirse es que Putin está jugando con fuego en el este de Ucrania. Ha reunido y movilizado a lo peor que había en la región. Ha transformado en soldados a granujas, ladrones, violadores, exconvictos y saqueadores. Ha dejado que esos jefes de guerra improvisados eliminen o alejen a los intelectuales, los periodistas y las personalidades morales de Donetsk y Donbass.
Ha tolerado que esos brutos que se chutan a base de vodka destruyan o transformen en cuarteles los edificios públicos, los hospitales, así como algunas escuelas y Ayuntamientos del país que pretendían liberar.
Ha dejado instalarse, sin calcular necesariamente —¡lo cual es casi peor!— que estaba perdiendo el control de las fuerzas que él mismo desencadenara, una verdadera guerra de gangs que se han lanzado los unos contra los otros y se han apresurado a crearse sus feudos particulares en medio de una anarquía creciente.
Pero lo más grave es que a estos hampones sin dirección ni disciplina, a estos bestias que solo conocen la ley de la jungla y para quienes el jefe es solo un bruto un poco más brutal que el bruto del barrio de al lado, a este ejército de nuevo cuño que no tenía nada que ver con un ejército de francotiradores ni la menor idea de la guerra ni, aún menos, leyes de la guerra, les ha dado, les ha dejado apoderarse de un arsenal aterrador que no saben utilizar y del que se sirven como si de fuegos artificiales se tratara.
No es difícil imaginar a la banda victoriosa festejando su trofeo y jugando —como en una caseta de feria, pero con una escopeta con un alcance de diez mil metros— a “apretar el botón” y ver “cómo funciona”.Sabemos que el misil suelo-aire BUK atisbado en las calles de Snijne, a 20 kilómetros del lugar de la catástrofe, y sin duda robado el 26 de junio del arsenal del Ejército regular, fue objeto, como probablemente los demás, de una guerra de apropiación entre bandas rivales.
También podemos imaginar a los oficiales del Ejército ruso que el Kremlin había destacado para gestionar los misiles entregados a los rebeldes y hacer que estos artificieros principiantes limitasen sus blancos a los helicópteros y aviones militares ucranios, superados por los acontecimientos y espantados.
Incluso podemos suponer su consternación cuando Igor Strelkov, ese crimeo borracho de 43 años, autoproclamado “ministro de Defensa” de la República de Donetsk, publicó durante la tarde del jueves un post en el que reivindicaba el crimen y que enseguida le obligaron a borrar. O cuando, al día siguiente, empezó a circular, de nuevo en Internet, la imagen de una batería BUK a la que le faltaban dos de las cuatro misiles con los que en principio está equipada, a cinco kilómetros de la frontera, de camino hacia Rusia.
Pero ahí está el resultado.
Cualquiera que sea el desenlace de una investigación prácticamente imposibilitada por las maniobras de estos perros de la guerra sin fe ni ley que, al mismo tiempo que horrorizaban al mundo dejando los cuerpos de sus víctimas abandonados en los campos o en trenes mal refrigerados; al mismo tiempo que disfrutaban de su cuarto de hora warholiano deplorando ante las televisiones del mundo entero que los 298 muertos del avión de Malaysia Airlines hubiesen tenido el mal gusto de aterrizar (sic) sobre sus viviendas o en unas reservas de agua potable vitales para la inocente población de Donetsk, arramblaban con las cajas negras, organizaban el envío a Rusia de los restos eventualmente comprometedores y, de paso, despojaban a los cadáveres de sus objetos de valor. El resultado, sí, ha sido esta carnicería, este crimen de guerra, este 11 de septiembre ucranio, holandés y malasio.
Por todas estas razones, solo podemos escuchar al presidente Poroshenko —que, dicho sea de paso, durante estas terribles jornadas, ha confirmado sus cualidades: la sangre fría, la dignidad y las dotes de mando que habían intuido, antes de su elección, los escasos observadores que tuvieron el privilegio de codearse con él—, cuando pide que la comunidad internacional clasifique como organizaciones terroristas a la DNR y la LNR (repúblicas populares de Donetsk y Lugansk, respectivamente).
Ante este nuevo Lockerbie, ¿podremos limitarnos a pedir a Vladímir Putin un acceso “libre y total” al lugar y una “entera cooperación” para la recuperación de los restos? ¿Tenemos derecho a no pedirle cuentas por un crimen del que, por su política de pirómano, irresponsable e indigna del presidente de una gran potencia, en última instancia es el verdadero responsable?No podemos sino estar de acuerdo con él cuando, unas horas después de la tragedia, sin apasionamiento, sin odio ni espíritu de revancha, señalaba al presidente François Hollande que el difunto Gadafi había sido marginado de la comunidad internacional por financiar, hace 26 años, un atentado muy similar a este en Lockerbie, Escocia.
En estas circunstancias, es decir, mientras no dé marcha atrás en Ucrania y en Crimea, ¿puede concebirse aún la entrega de los dos buques de guerra de tipo Mistral prometidos por Francia, que solo esperan su desatraque en Saint-Nazaire y que mañana serán los florones de su flota frente a Sebastopol y, tal vez, Odesa?
Pero la pregunta es retórica, pues, lamentablemente, la respuesta es evidente.
Bernard-Henri Lévy es filósofo.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
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