ANGEL OROPEZA
En una de las escenas de la novela La Fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, un sujeto le entrega su hija al dictador dominicano Rafael “Chapita” Trujillo para que abuse sexualmente de ella, en agradecimiento a la bondad del tirano y como una forma de ganar sus favores gubernamentales.
Más allá del salvajismo de la escena, lo verdaderamente preocupante –y políticamente importante– es cómo al individuo del relato le parecía normal aquel gesto de entregar su propia hija al dictador. Al fin y al cabo, Chapita era el líder supremo –de hecho se hacía llamar “el benefactor”– y el miserable del cuento no concebía que se podía aspirar en la vida a nada superior que ser una pieza más del engranaje revolucionario. Acostumbrado a la opresión, ya esta se había convertido en “normal”, y las conductas asociadas a la situación de dominio y explotación terminaron por convertirse, de inaceptables, en cotidianas y usuales. No le parecía ni malo ni condenable lo que hacía, porque ya había aprendido, de tanto acostumbrarse, que las cosas eran así. Sus expectativas sobre lo que era “normal” y esperado determinaban su conducta.
La Psicología Social ha enfatizado el papel de las expectativas sobre el comportamiento humano. Nuestras percepciones y conductas están fuertemente influidas por las evaluaciones subjetivas que hacemos sobre nosotros mismos y el entorno que nos rodea. Pongamos un ejemplo.
El juicio sobre lo beneficioso que nos puede resultar una relación sentimental, y en consecuencia, el juicio sobre cuán atractiva nos parece la persona involucrada en dicha relación, depende de dos criterios: 1) el nivel de comparación, que se refiere a la calidad de los resultados que una persona cree que se merece, y 2) el nivel de comparación con otras alternativas. Así, una relación de pareja algo satisfactoria o regular puede ser evaluada como la mejor posible para nosotros, si percibimos que es la única alternativa que tenemos. En cambio, cuando en esa misma situación se presenta una mejor relación alternativa, que promete más recompensas que costos, es probable que la evaluación de la primera caiga en picada y dicha relación deje de existir.
Al igual que con las relaciones de pareja, nuestro comportamiento político está fuertemente influenciado por las expectativas que hemos aprendido, y por las comparaciones que hagamos –o dejemos de hacer– con otras posibilidades de organización social. Si por la fuerza de la costumbre y la habituación nos convencemos de que no es posible otra realidad que la que vivimos, nuestras expectativas se ajustan a esa creencia, y lo que es anormal e inaceptable termina por convertirse en normal.
Los venezolanos de hoy están siendo víctimas de una operación cultural –que incluye la propaganda oficial pero no se reduce a ella– de convencimiento de que las cosas que vive y sufre no pueden ser distintas. Por eso un trabajo crucial para las necesarias tareas de liberación política es comenzar a elevar las expectativas de la gente, convencerla de que no merece sufrir lo que sufre, y que su situación de penuria no es normal.
Hay que convencer a los venezolanos de que merecen salir a la calle con la tranquilidad de quien está seguro de volver sano y salvo, que merecen que el producto de su trabajo les alcance para sus necesidades, que lo normal es una vida de tranquilidad y bienestar, y nunca –de ningún modo– la existencia de zozobra, angustia y miseria que le ofrece el actual modelo militarista en el poder.
Lo anterior ciertamente es una tarea de la dirigencia democrática, pero también forma parte de las opciones de trabajo político de todos, porque cada uno en su esfera inmediata de influencia, puede colaborar.
Nadie puede aspirar a lo que no sabe que existe o que es posible. Si nuestro pueblo termina por creer que la única realidad factible es la actual, nos estaremos acercando al comienzo del final. Aquel donde dejaremos de luchar, no por cobardía o flojera, sino por el convencimiento colectivo de que no existe otra forma de vivir.
@angeloropeza182
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