domingo, 28 de septiembre de 2014

Xi Jinping consolida con mano dura la autoridad del Partido Comunista

Macarena Vidal Liy

El presidente chino, Xi Jinping, introdujo nuevos aires tras su llegada al poder. Modos populistas insólitos en un líder chino —un paseo a pie por las callejuelas de Pekín en un día contaminado, una visita a un restaurante de comida rápida— y una serie de reformas económicasbasadas en el mercado.
Pero en sus dos años de mando ha dejado claro que su prioridad es afianzar la estabilidad social y consolidar la autoridad del Partido Comunista al frente del país. Las reformas políticas no entran en su agenda o tienen una prioridad muy baja. Ejemplos como el “no” a las exigencias de elecciones libres en Hong Kong, la detención del líder del movimiento estudiantil de la excolonia o la cadena perpetua para el intelectual uigur moderado Ilham Tohti esta semana lo han dejado claro.
Los estudiantes en Hong Kong mantuvieron toda esta semana unahuelga para protestar contra la propuesta de reforma de Pekín para las elecciones locales, que se asegura de que los candidatos deban contar con el visto bueno del Gobierno central. Las protestas se han saldado con enfrentamientos entre la policía y los manifestantes, y la detención del líder del movimiento estudiantil Scholarism, Joshua Wong, de 17 años, al que se ha denegado la libertad bajo fianza, según la exlegisladora Tanya Chan, simpatizante del movimiento pro democracia.
No debería de sorprender. Xi siempre ha dejado claro desde su nombramiento como secretario general del Partido Comunista en noviembre de 2012 que su principio de gobierno es salvaguardar la legitimidad del régimen comunista al frente de su país. Como principito, o hijo de uno de los padres de la patria, Xi Zhongxun, lleva grabado en sus genes la creencia en que solo a través del Partido Comunista de China el país puede progresar. Cualquier reforma que emprenda será para proteger esa legitimidad. Y en ningún caso adoptará medida alguna que pueda poner en duda el liderazgo del partido. “Xi comparte metas políticas que han sido vitales para sus predecesores: mantener el orden social y la estabilidad política, mantener al Partido Comunista de China en el poder”, explica Jacques deLisle, catedrático de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Pennsylvania.La dureza en la actitud del Gobierno también había quedado patente esta semana en la condena contra Tohti, un catedrático de Teoría Económica que defiende los derechos de los uigures pero siempre ha abogado por el diálogo como vía para solventar los desacuerdos. Su sentencia deja claro que China no está dispuesta a tolerar nada que pueda oler ni remotamente a separatismo, o a críticas a su manera de actuar contra él.
Una de sus prioridades ha sido la reforma de la economía, imprescindible para lograr un crecimiento sostenible y, con ello, apuntalar el orden social. Su otro gran proyecto ha sido la campaña contra la corrupción, mucho más larga y profunda de lo que calculaban los observadores. En ella han caído cientos de funcionarios de bajo nivel (“moscas”, según la famosa metáfora que ha empleado Xi) y algunos “tigres”, como el antiguo mandamás de los servicios de seguridad, Zhou Yongkang.
Parece que Xi, más que sus predecesores, “piensa que el problema de la corrupción se ha hecho lo suficientemente grave, en lo que respecta a privar de legitimidad al partido o impedir un gobierno efectivo, como para que haya que hacer algo serio al respecto”, puntualiza deLisle.
El modelo político que ha guiado a Xi ha sido Deng Xiaoping. Su primer viaje fuera de Pekín tras su nombramiento emuló el que el gran modernizador de China emprendió al sur en 1992 para apoyar las reformas económicas. Pero si Deng fue un ardiente entusiasta de la introducción de la economía de mercado, no fue un gran amigo del reformismo democrático. En 1989 fue tajante contra los estudiantes concentrados en la plaza de Tiananmen.
Pero Xi Jinping ha recurrido también en ocasiones a la figura de Mao Zedong, el padre de la Nueva China. Xi, quizás prestando atención a la popularidad que logró el hoy defenestrado Bo Xilai con su recuperación de la cultura maoísta cuando era secretario general del Partido en la ciudad de Chongqing (en el centro de China), ha adoptado prácticas de los tiempos del Gran Timonel caídas posteriormente en desuso, al igual que las sesiones de autocrítica. Incluso su campaña de lucha contra la corrupción y defensa de la frugalidad despierta ciertos ecos de aquella época.
En recientes discursos Xi ha descartado cualquier tipo de cambio político al estilo occidental. Los dirigentes tienen que “adherirse al liderazgo central del partido” y “mejorar la coordinación general” para evitar que el Gobierno se fragmente. Consultas al pueblo sí, pero siempre mediante comités e instituciones estrictamente controladas y donde no quede duda de que quien está al mando es el Partido.
El presidente chino ha introducido reformas económicas y nuevos aires en la sociedad, pero también reprime las protestas democráticas en Hong Kong
El presidente chino, Xi Jinping, introdujo nuevos aires tras su llegada al poder. Modos populistas insólitos en un líder chino —un paseo a pie por las callejuelas de Pekín en un día contaminado, una visita a un restaurante de comida rápida— y una serie de reformas económicas basadas en el mercado.
Pero en sus dos años de mando ha dejado claro que su prioridad es afianzar la estabilidad social y consolidar la autoridad del Partido Comunista al frente del país. Las reformas políticas no entran en su agenda o tienen una prioridad muy baja. Ejemplos como el “no” a las exigencias de elecciones libres en Hong Kong, la detención del líder del movimiento estudiantil de la excolonia o la cadena perpetua para el intelectual uigur moderado Ilham Tohti esta semana lo han dejado claro.
Los estudiantes en Hong Kong mantuvieron toda esta semana una huelga para protestar contra la propuesta de reforma de Pekín para las elecciones locales, que se asegura de que los candidatos deban contar con el visto bueno del Gobierno central. Las protestas se han saldado con enfrentamientos entre la policía y los manifestantes, y la detención del líder del movimiento estudiantil Scholarism, Joshua Wong, de 17 años, al que se ha denegado la libertad bajo fianza, según la exlegisladora Tanya Chan, simpatizante del movimiento pro democracia.
La dureza en la actitud del Gobierno también había quedado patente esta semana en la condena contra Tohti, un catedrático de Teoría Económica que defiende los derechos de los uigures pero siempre ha abogado por el diálogo como vía para solventar los desacuerdos. Su sentencia deja claro que China no está dispuesta a tolerar nada que pueda oler ni remotamente a separatismo, o a críticas a su manera de actuar contra él.
Una de sus prioridades ha sido la reforma de la economía, imprescindible para lograr un crecimiento sostenible y, con ello, apuntalar el orden social. Su otro gran proyecto ha sido la campaña contra la corrupción, mucho más larga y profunda de lo que calculaban los observadores. En ella han caído cientos de funcionarios de bajo nivel (“moscas”, según la famosa metáfora que ha empleado Xi) y algunos “tigres”, como el antiguo mandamás de los servicios de seguridad, Zhou Yongkang.No debería de sorprender. Xi siempre ha dejado claro desde su nombramiento como secretario general del Partido Comunista en noviembre de 2012 que su principio de gobierno es salvaguardar la legitimidad del régimen comunista al frente de su país. Como principito, o hijo de uno de los padres de la patria, Xi Zhongxun, lleva grabado en sus genes la creencia en que solo a través del Partido Comunista de China el país puede progresar. Cualquier reforma que emprenda será para proteger esa legitimidad. Y en ningún caso adoptará medida alguna que pueda poner en duda el liderazgo del partido. “Xi comparte metas políticas que han sido vitales para sus predecesores: mantener el orden social y la estabilidad política, mantener al Partido Comunista de China en el poder”, explica Jacques deLisle, catedrático de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Pennsylvania.
Parece que Xi, más que sus predecesores, “piensa que el problema de la corrupción se ha hecho lo suficientemente grave, en lo que respecta a privar de legitimidad al partido o impedir un gobierno efectivo, como para que haya que hacer algo serio al respecto”, puntualiza deLisle.
El modelo político que ha guiado a Xi ha sido Deng Xiaoping. Su primer viaje fuera de Pekín tras su nombramiento emuló el que el gran modernizador de China emprendió al sur en 1992 para apoyar las reformas económicas. Pero si Deng fue un ardiente entusiasta de la introducción de la economía de mercado, no fue un gran amigo del reformismo democrático. En 1989 fue tajante contra los estudiantes concentrados en la plaza de Tiananmen.
Pero Xi Jinping ha recurrido también en ocasiones a la figura de Mao Zedong, el padre de la Nueva China. Xi, quizás prestando atención a la popularidad que logró el hoy defenestrado Bo Xilai con su recuperación de la cultura maoísta cuando era secretario general del Partido en la ciudad de Chongqing (en el centro de China), ha adoptado prácticas de los tiempos del Gran Timonel caídas posteriormente en desuso, al igual que las sesiones de autocrítica. Incluso su campaña de lucha contra la corrupción y defensa de la frugalidad despierta ciertos ecos de aquella época.
En recientes discursos Xi ha descartado cualquier tipo de cambio político al estilo occidental. Los dirigentes tienen que “adherirse al liderazgo central del partido” y “mejorar la coordinación general” para evitar que el Gobierno se fragmente. Consultas al pueblo sí, pero siempre mediante comités e instituciones estrictamente controladas y donde no quede duda de que quien está al mando es el Partido.

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