MIGUEL ÁNGEL SANTOS
El gobierno de Maduro ya se ha puesto en marcha de vuelta al pasado. Atrás quedaron los cantos de sirena de los que presagiaron la caída del “ala más radical el chavismo”, tras la salida de Giordani. En cualquier caso, el paquete ortodoxo que asomó Ramírez en sus reuniones con los banqueros, nunca estuvo realmente sobre la mesa. Por un lado, no está en el ADN del chavismo la unificación cambiaría y de las reservas, el retroceso del Estado para abrirle espacios a la iniciativa privada, el mercado. Por el otro, no existe el capital político suficiente, pues un segmento amplio del chavismo, del que Maduro no se puede dar el lujo de prescindir, se ha erigido en vigilante de lo que ellos interpretan como “la herencia política del comandante”.
En esa circunstancia, en ese reconstruir el andamiaje de los pronósticos rotos, tratando de que parezcan una continuación no demasiado maltrecha de lo que se dijo y no fue, se describe la situación venezolana como un problemita con los precios relativos. Es decir, la escasez es consecuencia de haber racionado los dólares vía unas tasas de cambio oficiales extraordinariamente sobrevaluadas. Se trata solo de corregir, de alinear el cambio, de recoger los beneficios fiscales de la devaluación real, y ya está. Es una manera tentadora de ver lo nuestro, y también una que le podría resultar muy atractiva al gobierno, en estas épocas de pronósticos oscuros y en medio de esta sensación de que todo está frágil, cediendo, a punto de venirse abajo. Podría, sí, pero hasta ahora nadie ha picado.
La situación, en el fondo, es mucho más grave. Venezuela se aproxima a su quinto año consecutivo con un déficit fiscal de dos dígitos. El año pasado cerró en unos 18% del tamaño de nuestra economía y, en lo que transcurre del corriente, todo parece indicar que los excesos han superado la contribución fiscal de la devaluación gradual a tasas múltiples. Para financiar ese déficit el gobierno sigue imprimiendo dinero a manos llenas. Más aún, el racionamiento de divisas, ya sea porque se están amontonando los cobres para pagar deuda o porque no hay ni para una cosa ni para la otra, ha provocado una escasez generalizada de medicinas, equipos médico-quirúrgicos, alimentos y repuestos. La revolución arrasó con los que producían, y creó una cohorte de importadores a la que ahora no tiene cómo pagar. El sector privado productivo viene perdiendo terreno, las inversiones se paralizaron hace ya bastante tiempo, y de las plantas y equipos se ha ido apoderando la herrumbre, cuando no de plano el abandono. Ese cuadro no se corrige con un martillazo aquí y otro allá, con la sustitución de Giordani por Torres, o la de Torres por algún otro fetiche, acaso más ortodoxo.
¿De verdad? ¿Y qué tal si nombran a este o a aquel, que es más amigo de los mercados? ¿Qué tal si de repente Venezuela transmuta en China, y empezamos a crecer en medio de la represión política? Parafraseando a Ernesto Sábato, ese arrebato de entusiasmo no aguantaría un solo análisis lógico. Una devaluación como la que se requiere para corregir el desajuste de los precios relativos, y en el proceso como por arte de magia equilibrar el presupuesto, tendría unos impactos sobre la demanda (consumo, inversión) brutales. Se parte del supuesto de que la inflación derivada de ese ajuste de alguna manera prodigiosa ya se encuentra en la calle, ahora lo que resta es cambiar una celda en el Excel y darle “goal seek” para cerrar la brecha. Nada más lejos. Si ya la inflación ocurrió y cuando devaluemos el PIB nominal no va a crecer, la razón de deuda a PIB se dispararía por encima de 150%. Más aún, ¿qué hacer después de devaluar? La devaluación, con la correspondiente unificación de tipos oficiales (que no es unificación), nos devolvería a unos años atrás, precisamente allí donde se originó la ruina que hoy nos agobia. ¿Y luego qué? ¿Liberar el control? No, ahí está el detalle.
Un ajuste ortodoxo ejecutado por la revolución es todo un oxímoron. Los ajustes económicos son duros, pero si se acompañan de buenas dosis de credibilidad pueden traer consigo movimientos de segundo orden que, si bien no suelen reparar los efectos negativos primarios, sí ayudan a compensar las cargas mientras la economía se enrumba. Nada de eso le puede suceder a la revolución. El ajuste tumbaría la demanda interna, sí, pero no hay ninguna posibilidad de que el aumento de la inversión privada compense el retroceso del Estado. No hay exportaciones no tradicionales de base para beneficiarse de mejores precios relativos. No habrá cambios en la legislación laboral que protege los puestos de trabajo a expensas de una volatilidad extraordinaria en el salario real. Peor aun el ajuste revolucionario no se podría dar el lujo de levantar el control, porque para eso se haría necesario liberar también las tasas de interés. ¿O es que alguien se va a quedar con un bolívar encima ganando 12% con inflación en 70%, si no está forzado? El modelo se agotó, colapsó, fracasó, póngale usted el nombre que mejorar le parezca.
En el fondo, quizás lo que el gobierno ha hecho no sea sino reconocer su propia incapacidad, aceptar las pocas perspectivas que un ajuste de ese tipo tendría si quienes lo ejecutan son ellos mismos, con una cara ansiosa nueva aquí y otra allá. No. Es mejor seguir hasta donde dé el motor, agotar la reserva, vender el oro, dejar el pellejo de la economía en el suelo para tratar de alcanzar de alguna forma las parlamentarias. Y una vez ahí volver a pensar. Respira profundo y hunde la cabeza. No se trata solo de que no entiendan. Acaso conocen mejor sus límites de lo que muchos estamos dispuestos a atribuirles.
@miguelsantos12
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