miércoles, 24 de septiembre de 2014

Venezuela: fábula de una riqueza

ANÍBAL ROMERO

El propósito de estas notas, por una parte, es dar cuenta de la reciente publicación del libro de Luis José Oropeza, Venezuela: fábula de una riqueza. El valle sin amos (Caracas: Artesano Editores, 2014, con el patrocinio de Cedice). Esta obra de Oropeza constituye un importante aporte al debate de ideas en el país y merece amplia difusión. El autor aborda temas socioeconómicos, políticos e ideológicos de fundamental relevancia a lo largo del devenir histórico venezolano, enfocándose con especial detalle en algunos de los mitos culturales que mayor influencia han ejercido sobre nuestra evolución como pueblo. Entre estos últimos, desde luego, destaca el mito de la existencia de un presunto “país inmensamente rico” debido a sus recursos naturales, y capaz por ello de proveer sin mayores empeños, dedicación, trabajo, creatividad y esfuerzo, la prosperidad y el bienestar ansiados por los habitantes de la “tierra de gracia”.
Lo que concede particular originalidad al libro de Oropeza es que ha sido escrito desde la perspectiva de un genuino empresario, es decir, de una persona que ha conocido de manera directa lo que significa e implica generar riqueza en Venezuela a través de la inversión privada, de la puesta en riesgo del capital propio y no del Estado, procurando crear puestos de trabajo, innovación gerencial y progreso perdurable para individuos y familias. En vista de que la condición de empresario es hoy más que nunca perseguida y denigrada en Venezuela, las puntualizaciones de Oropeza, muy arraigadas en su tradición familiar y su experiencia personal, adquieren una densidad singular y hondamente reveladora acerca de los enormes obstáculos que enfrenta Venezuela como sociedad, para salir del foso en que se ha hundido.
Por otra parte, deseo acá desarrollar algunas reflexiones inspiradas por la lectura del libro, en torno a la actual situación del país y sus perspectivas. Debo en tal sentido advertir que las líneas que siguen no forman parte de una reseña propiamente dicha de la obra de Luis José Oropeza, sino más bien de consideraciones posteriores a la lectura de su libro, por las que asumo exclusiva responsabilidad.
Resulta evidente para quien estudie con criterio ponderado la historia moderna de Venezuela, que nuestra sociedad comparte de manera predominante ciertas percepciones, imágenes y convicciones sobre el país que tenemos. Tres de ellas tienen gran importancia: la ya mencionada idea según la cual Venezuela es un país “rico” debido a sus recursos naturales, que son concebidos como abrumadoramente abundantes e inagotables. En segundo lugar, la percepción de que el interés público que dichos recursos deben servir no puede surgir de la suma de intereses privados, a la manera de la “mano invisible” de Adam Smith, sino que tienen que ser manejados por el Estado centralizado, única entidad capaz de usar los recursos en función de la “justicia social”. Por último, en tercer lugar, la cosmovisión más extendida entre la mayoría incluye la inocultable tendencia a aguardar que algún mesías benevolente, un jefe justiciero, un caudillo admirable se ocupe de asegurar que las expectativas de justicia se cumplan.
Los diversos y complejos orígenes, así como el proceso de formación de las anteriores imágenes y pulsiones colectivas, han sido analizados por buen número de estudiosos de nuestro rumbo histórico hasta el presente, entre ellos el propio Oropeza, y no es mi propósito repasar acá el amplio legado de hallazgos que la labor de nuestros intelectuales, académicos e investigadores ha aportado.
Lo que busco es señalar y comentar tres asuntos: primero, no cabe duda que el masivo peso de las imágenes y convicciones antes mencionadas, coloca enormes obstáculos en el camino de cambiar las deplorables realidades de una sociedad que existe en el engaño, para transformarse gradualmente en un país cuya prosperidad se sustente en el trabajo, la disciplina personal, el apego a la familia y la voluntad de convivir en un espacio de libertad. Segundo, parece claro que para desgracia de Venezuela y durante quince nefastos y destructivos años, Hugo Chávez y el chavismo han representado la culminación más cabal de todas las distorsiones colectivas que la “fábula de una riqueza” ha inoculado en el torrente psíquico de vastos sectores sociales. Tercero, frente al desafío impuesto por el mito de El Dorado y de quienes le manipulan para afianzar su poder político y económico, la dirigencia opositora que hoy intenta enarbolar las banderas de un cambio tiene dos opciones: o bien rendirse frente a los obstáculos ciertamente existentes, o bien separarse claramente del modelo socialista en lo económico y lo político, y luchar para abrir a una mayoría de venezolanos una senda de esperanza con otras bases e ideales.
Cabe preguntarse: ¿qué sentido tiene para la oposición asumir el proyecto socialista, o imitaciones y versiones atenuadas del mismo, ante la patente evidencia de sus terribles resultados? El hecho de que los sectores populares se engañen acerca de la realidad, ¿debe llevar a los jóvenes políticos de la oposición a aceptarlo resignadamente, o más bien a combatir por otra vía hacia el futuro, que suscite ánimo, respaldo y compromiso? ¿Es la verdad un valor en la política, especialmente en situaciones críticas como las que hoy experimenta Venezuela, o debe la verdad ser desechada para en su lugar nadar con la corriente de la mentira?
Estas interrogantes me acosaron de modo muy intenso luego de ver en Internet, con mucho interés y detalle, el video de una entrevista de alrededor de 25 minutos, realizada por un canal de televisión internacional a quien fue candidato presidencial de la oposición en abril de 2013.
Dos aspectos me llamaron profundamente la atención. De un lado, este joven político dijo en algún momento que las palabras democracia y libertad nada representan para los sectores pobres del país. De otro lado, aunque de manera indirecta, el entrevistado criticó a individuos y grupos opositores que no comparten su visión de lo que exige la lucha contra el régimen vigente. Lo que me impactó de esas no tan sutiles referencias es que varios de los cuestionados sufren ahora mismo arbitrarias penas de prisión, a raíz de su combate frontal contra el gobierno socialista respaldado por Cuba, y que decenas de estudiantes murieron este año en luchas callejeras que serán recordadas como una gesta heroica. Lo primero me pareció miope; lo segundo, mezquino.
Nada personal tengo contra quien fue el candidato de la oposición en abril de 2013. Reconozco su esfuerzo entonces, aunque en ese momento clave me desconcertó su actitud ante el fraude por él mismo denunciado, y desde entonces me deja perplejo su línea política ante un régimen dictatorial que aspira a esclavizar por completo a Venezuela. Precisado ese punto, no entraré tampoco a discutir las distintas estrategias que dividen a la oposición democrática. Mi propósito es otro y se vincula a la reflexión que he venido previamente delineando.
Aun si admitimos, en aras del argumento, que en efecto los sectores más necesitados de Venezuela solo tienen interés en sus problemas materiales y no les importan la libertad y la democracia (cosa que por lo demás no creo sea cierta), ¿no es acaso el deber de los dirigentes que aspiran a superar este régimen y abrir puertas a otro plantear al pueblo un mensaje de libertad, democracia e independencia nacional frente a la Cuba castrista? ¿No es acaso la política también pedagogía? Y si un dirigente de relevancia, como el acá reseñado piensa como dijo hacerlo de nuestro pueblo, ¿qué busca entonces en y de la política? ¿Para qué llegar al poder en función de la perdurabilidad del autoengaño que asola a los venezolanos, en particular los de menos recursos? ¿Será tal vez que no pocos en la oposición continúan siendo, en el fondo de su espíritu, socialistas, y de allí que les resulte tan difícil confrontar al régimen en el terreno de las ideas y no meramente el de la eficacia? ¿Qué sentido tendría poner fin al socialismo de Chávez-Maduro para inaugurar el socialismo de la oposición?
Para que exista una “salida” tiene que haber una “entrada”; y si bien, repito, no voy a discutir estrategias, sí quiero hablar de lo que significa la verdad en política. En tal sentido sostengo que los dirigentes que en su momento insurgieron alrededor de la bandera llamada “la salida” han tenido el coraje de decir la verdad, y por lo tanto lograron como mínimo una entrada digna al terreno de la lucha política.
Y la verdad, como lo vienen afirmando con gran valentía Leopoldo López y María Corina Machado, entre otros, es que Venezuela vive bajo una dictadura. ¿Y qué es una dictadura? La respuesta no es en absoluto complicada: una dictadura es un régimen capaz en todo momento de actuar con arbitrariedad contra los ciudadanos que se le oponen o le resultan molestos, por las razones que sean. La caracterización de una dictadura no se fundamenta principalmente en la represión sistemática, las persecuciones y las torturas, entre otros rasgos, aunque normalmente dichos rasgos son parte del significado de “dictatorial”. La esencia de una dictadura es el carácter arbitrario del poder que ejerce, y es por ello que el régimen que gobierna en Venezuela es una dictadura. Y es por ello que la “entrada” solo hallará “salida”, cualquiera que esa salida sea, si tal “entrada” surge de la verdad.

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