domingo, 21 de septiembre de 2014

LAS OPACIDADES DE LA TRANSPARENCIA

MANUEL CRUZ

El concepto de transparencia tiene mucho de opaco, si se me permite el fácil juego de palabras. A pesar de la casi unanimidad en el elogio que suele concitar la mera mención del término, a poco que se analice su contenido (tarea emprendida con particular agudeza por el filósofo coreano Byun-Chul Han en su librito La sociedad de la transparencia)se percibe de inmediato las zonas de sombra que alberga.
No me voy a entretener en un asunto menor, pero que merece ser considerado como muy sintomático a la hora de plantear el asunto. Uno de los lugares en los que uno encuentra en mayor abundancia reivindicaciones de la transparencia es en las redes sociales y en diversos foros de Internet, donde individuos que sistemáticamente ocultan, de manera muy poco transparente, su identidad tras un pseudónimo (los llamados troll) se dedican a rasgarse las vestiduras, entre insulto e insulto, por la falta de transparencia de instituciones y responsables públicos. (Por añadidura, si alguien osa plantear que se les exijan los mismos requisitos que se le reclaman a cualquier particular cuando envía una carta al director a un diario o ya no digamos un artículo, terminan de rasgarse las vestiduras —esta vez hasta los pies— con el argumento de que eso no deja de ser una forma de control por parte del poder, destinada a coartar su libertad de expresión).
Parece claro que el mismo término transparencia resulta profundamente equívoco, cuando no directamente de engañoso. Por lo pronto, la cualidad que designa posee una diferente significación según de qué realidad se predique. Lo bueno de un envase transparente es que permite comprobar hasta qué punto está vacío, o el estado de su contenido. En cambio, cuando se aplica a las personas la valoración cambia de signo, derivando hacia lo negativo. Predicar de alguien que es por completo transparente no deja de tener una cierta connotación negativa: suena a que la persona en cuestión lo tiene todo a la vista o, si se prefiere formularlo a la inversa, que no posee ningún secreto y, en la misma medida, escaso interés.
Pero el secreto, como ha mostrado admirablemente Javier Marías en su novela Corazón tan blanco, constituye la condición de posibilidad de dimensiones fundamentales de nuestra vida. El erotismo, por ejemplo, resulta indisociable del secreto, de lo que se oculta, de lo que parece resistirse, por su propia naturaleza, a la visibilidad y, en esa misma medida, nos obliga a imaginarlo, a generarlo en nuestras mentes. La pornografía, en cambio, representa el territorio de lo obvio, de lo dado, de aquello que no deja más opción que la contemplación pasiva, la rendida sumisión ante lo que se exhibe, sin margen alguno ni para la creación ni para el sueño.
En todo caso, lo cierto es que la obsesión por la visibilidad que se desprende de valorar sin matices la transparencia ha terminado por afectar a todas las esferas de lo real, provocando efectos de desigual calidad e importancia. En el caso de la vida pública, no cabe duda de que dicha obsesión ha actuado como un elemento de refuerzo a la creciente tendencia a la espectacularización de la política a la que ya me he referido en alguna otra ocasión. Así, hemos pasado de la exigencia, completamente legítima, del control de los comportamientos de los responsables políticos en lo tocante a sus funciones, a la exposición en la plaza pública de todos los aspectos de su biografía o de su vida personal, dimensiones estas últimas en muchos casos por completo superfluas.
Este vaciamiento de la política, y su consiguiente banalización, son en gran medida resultado de la eficacia de la metáfora de la transparencia. En efecto, desde el instante en que se desliza la idea de que el modelo de conocimiento es la mera visión (porque se da por descontado que lo importante es poder verlo todo, o que nada quede oculto a la mirada de la ciudadanía), se empobrece radicalmente la esfera pública, que abandona su antigua condición de ágora en la que debatir para transformarse en escenario de una representación en la que la palabra (esto es, el argumento, el discurso) termina por resultar perfectamente insustancial.Tal vez una forma gráfica de ejemplificar dicho desplazamiento sea mostrando la distancia que separa un caso como el de Wikileaks de otro como el protagonizado en su momento por Bill Clinton con Mónica Lewinsky. Se observará que lo que se pierde en el camino entre ambos es la política en cuanto tal. El primer caso permite una reflexión crítica acerca de la realidad de los actuales aparatos de Estado, del poder de los servicios secretos, de la invasión de los Gobiernos en la intimidad de los ciudadanos, etcétera. El segundo, en cambio, posibilita un análisis político francamente limitado, que no parece que dé muchos más de sí que una genérica reflexión acerca de la relación entre la honestidad en el ámbito privado y en el público.
Pero siendo grave lo anterior, más lo resulta aún que los propios protagonistas de la vida pública, los responsables políticos, hagan suya y potencien esta tendencia, abonándose a un exhibicionismo bobo con argumentos tan endebles como el de que estamos en la era de la imagen y es mucho más importante lo que se le muestra a la ciudadanía que lo que se le dice (o, lo que vendría a resultar equivalente, lo que la gente quiere ver que lo que necesita saber). Sin duda no son conscientes quienes así actúan de que están introduciendo en la esfera pública una lógica y una temporalidad específicas, que acaban por resultar demoledoras para la política misma.
En efecto, el problema que plantea la primacía de la imagen es que su eficacia viene directamente vinculada a su presencia y, por tanto, necesita ser re-presentada de manera permanente (en las campañas electorales los candidatos intentan saturar con su imagen el campo visual de los ciudadanos para que éstos nunca los pierdan de vista). Podría afirmarse, en ese particular sentido, que la imagen no tiene memoria. Probablemente se derive de ahí la compulsión de algunos de nuestros políticos —tanto los emergentes como los de más rancio abolengo— por aparecer de manera constante en esos espacios privilegiados de visibilidad que son los medios de comunicación de masas y las redes sociales, desentendiéndose casi por completo del contenido de sus mensajes, que suelen quedar relegados por lo general al rango de meras consignas de paso universal.
La paradoja es que la lógica de las imágenes es la del cansancio, por plantearlo a la manera en que lo ha hecho el antes citado Byun-Chul Han en otro de sus libritos (La sociedad del cansancio). Cuando un político se convierte en un producto de consumo, corre el riesgo de que el consumidor establezca con él idéntico tipo de trato al que establece con cualquier otro producto visual. Y ya se sabe que nada quema más que la televisión, y nada fatiga tanto como ver los mismos rostros a todas horas en nuestras pantallas.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona

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