sábado, 13 de septiembre de 2014

BRASIL EN UN LABERINTO


      José Sarney

En política hay una ley inexorable; lo imposible siempre ocurre. En Brasil, varias veces la tragedia causó consecuencias drásticas que provocaron grandes cambios.
Solo hay que acordarse de las más notorias: el suicidio de Getúlio Vargas que, prácticamente derrocado, con una bala en el pecho alcanza a sus adversarios; el derrame cerebral y muerte de Costa e Silva, que llevan a un golpe dentro del golpe, una Junta Militar, y una nueva Constitución otorgada; la muerte del presidente Rodrigues Alves, elegido por segunda vez, por la gripe española; Tancredo Neves, elegido para la redemocratización, enferma la víspera de su toma de posesión y muere al poco.
Vivimos uno de estos momentos. 60 días antes de las elecciones, en un accidente, muere el candidato a presidente Eduardo Campos. La conmoción toma el país, pero no es la mayor consecuencia. Lo es la resurrección de Marina Silva, que en las pasadas elecciones obtuvo 20 millones de votos. Sin poder presentarse por su partido —no logró registrarlo— se alió como candidata a vicepresidente de Campos que, muerto, le ha devuelto la oportunidad de participar, como protagonista, de la carrera electoral.
“Cambiaron las suertes”, como decía un personaje de Rómulo Gallegos en Cantaclaro. Brasil ha entrado en un gran remolino político. Silva es una figura carismática, mística, dogmática, prejuiciosa e intransigente. Fundadora del PT, fue ministra del presidente Lula y la ruptura con sus orígenes es difusa, sin líneas definidas.
Pero a su alrededor se ha creado un robusto frente de combate al PT y al Gobierno de Dilma Rousseff, lo que hace posible lo que se consideraba imposible: derrotarles. Las encuestas estimulan esa posibilidad. Sus apoyos son los más eclécticos: los indignados que hace algo más de un año provocaron un ruido inmenso en el país; sus, hasta hace poco, frustrados seguidores; las fuertes corrientes e iglesias evangélicas que la tienen de representante; las clases conservadoras, descontentas con las políticas económica, exterior, energética, agrícola, portuaria y de tierras; en el ámbito político, los sectores descontentos del PT y los incalculables partidos aliados que se quejan del trato recibido por la presidenta y por la dirección del PT. La sensación de los aliados es que se ha hecho de todo para barrerlos, causando enfrentamientos y aristas, y que ahora hay posibilidad de reacción. El PMDB, el mayor de los partidos de esa alianza y que nominó al candidato a vicepresidente, está muy dividido y no vota contra Rousseff solo por su participación en la fórmula; de un simple adorno, Michel Temer ha pasado a ser decisivo para la victoria.
Hay un tsunami político en marcha. Ahora, la energía inicial de la ola ya ha llegado al final. Sus objetivos se han logrado: una segunda vuelta electoral y una disputa reñida donde todo puede ocurrir. El mayor partido de la oposición, el PSDB, pese a su excelente y talentoso candidato, ha sido aplastado por la guerra entre las dos candidatas procedentes de la izquierda.Además, un ciclo de pesimismo ha hecho que el país pierda su sueño de potencia emergente, con números que lo muestran al borde de la recesión, inflación, altos intereses y calificaciones negativas de las agencias; junto al desprestigio de su diplomacia, herida tras ser tratada de “enana” por Israel, marcada por su alineamiento con el chavismo venezolano y por unas relaciones no muy amistosas con EE UU. La euforia se ha ido. El PT nunca se planteó perder. Al revés, cumplía con éxito su objetivo de ser un partido hegemónico, dominando el Ayuntamiento de São Paulo; buscando el Gobierno de los mayores estados, São Paulo y Minas Gerais; e implantando políticas de control social, consejos populares e intervención en los medios, como en Venezuela, Ecuador y Argentina.
Para huir de la amenaza de derrota, algunos líderes del PT hasta han pensado en hacer candidato a Lula. Pero el expresidente también parece alcanzado por el maremoto y perdido su aura de invencibilidad, aunque mantenga su carisma y aún sea el mayor líder político del país. La presidenta Rousseff, con su fuerte liderazgo, ha conquistado su espacio como gestora y no es mujer de tirar la toalla o aceptar humillaciones.
Silva es una incógnita. La figura de hoy nada tiene que ver con su radical historia de guerrera de los cauchales. Senadora durante 16 años —parte de esos años fue ministra de Medio Ambiente de Lula— ha dejado su marca como radical, fundamentalista, de capacidad limitada, prefiriendo siempre el enfrentamiento al diálogo y buscando la conversión y no el entendimiento. Fue formada en las Comunidades Eclesiales de Base, pero ahora es evangélica ortodoxa y cree que el mundo se divide entre destinados a la salvación y condenados a la perdición.
Las elecciones son el 5 de octubre. La campaña ha llegado a un alto grado de violencia, con golpes bajos. En los sondeos, nerviosos y esquizofrénicos, todo es posible. Las encuestas —que son muchas— siempre muestran ventaja de Rousseff en la primera vuelta y victoria de Silva en la segunda, que exige mayoría absoluta.
La palabra exacta para la situación actual es perplejidad.
Brasil ha perdido el optimismo, crecen las críticas, ha desaparecido la sacralidad de las políticas sociales. Lula da señales de no querer meterse en un pacto mortífero y se aleja de un duelo fatal.
Es un laberinto. Misterio e imprevisión.
José Sarney fue presidente de Brasil entre 1985 y 1990.

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