El Mundo
Javier Espinosa
Timothy Yeung niega con la cabeza ante los requerimientos de sus padres. La policía le pateó el sábado. Pero el chaval, con la pierna vendada, sigue impertérrito frente al cordón policial que corta el acceso al emblemático distrito de Admiralty. "No paran de llamarme. Quieren que vuelva a casa. No puedo. Esta es quizás la última oportunidad que tenemos de conseguir una democracia real para Hong Kong", asegura tras colgar el teléfono.
Timothy Yeung niega con la cabeza ante los requerimientos de sus padres. La policía le pateó el sábado. Pero el chaval, con la pierna vendada, sigue impertérrito frente al cordón policial que corta el acceso al emblemático distrito de Admiralty. "No paran de llamarme. Quieren que vuelva a casa. No puedo. Esta es quizás la última oportunidad que tenemos de conseguir una democracia real para Hong Kong", asegura tras colgar el teléfono.
Pocos metros más adelante, un grupo de manifestantes organiza un concierto callejero recurriendo a los cubos de basura como instrumental.
"Esta es nuestra fiesta democrática", añade Yeung, un universitario de 19 años. El aire festivo se quiebra a la media hora, cuando la policía vuelve a lanzar gases lacrimógenos para hacer retroceder a los opositores.
"¡Están locos!¡Esta es la peor imagen que podrían dar para un centro financiero!¡Este es el corazón de la economía de Hong Kong y ahora parece una batalla!", asevera uno de los chavales que se aplica una toalla mojada en los ojos para combatir el escozor.
La metrópoli china ciertamente se apartó ayer del estilo sofisticado al que se le asocia en medio de cargas policiales, lanzamiento de gases lacrimógenos y rifirrafes con los miles de opositores que ocuparon parcialmente los dos distritos más emblemáticos de la urbe: Central y Admiralty.
El movimiento Occupy Central y sus aliados, muchos de ellos jovenzuelos imberbes, llevaban meses amenazando con paralizar el centro financiero de la ex colonia para rebelarse ante la decisión de Pekín de limitar las elecciones para nominar el jefe ejecutivo del enclave en el 2017.
Casi una treintena de personas resultaron heridas en lo que el diario local 'South Morning China Post' calificó como los incidentes más graves acaecidos en la urbe desde el 2005. Varios de los líderes y grupos que han organizado las movilizaciones pidieron a sus seguidores que abandonaran la concentración ante la escalada de los altercados.
"Es una cuestión de vida o muerte. Nuestra prioridad es la seguridad de nuestra gente", señaló Chan Kin-man, uno de los principales jefes de filas de Occupy Central.
El cardenal Joseph Zen, que siempre se ha alineado con los opositores a Pekín, también se personó en el epicentro de la algarada para instar a los chavales a regresar a sus domicilios. "Una victoria que cueste vidas no es una victoria. Estamos ante un régimen irracional. ¡Por favor, volved a casa!", clamó.
A la 1 de la mañana miles parecían haber ignorado su llamamiento y seguían acampados en la misma zona, que amenaza con erigirse en un émulo de la Plaza Tahrir que alentó la revuelta egipcia contra Hosni Mubarak.
El gobierno local, afín a Pekín, difundió un comunicado en el que instaba a la población a no participar en lo que definió como "actividades ilegales" y el jefe ejecutivo de la antigua colonia, Leung Chun-Ying, dijo estár "decidido a luchar de forma resolutiva" contra los opositores. Sin embargo, las autoridades también lanzaron un guiño a sus antagonistas liberando a los cabecillas estudiantiles más significados, entre ellos Joshua Wong, el líder del grupo Scholarism.
Muchos de los presentes evocaban con aprehensión el fantasma de Tianamen, aunque el paralelismo rayara la exageración. "Es que no estamos acostumbrados a esta brutalidad y nos acordamos de Tiananmen", admitió desolado Joseph Bui, otro muchacho que lloraba ante el efecto de los gases.
En una ciudad cuyos habitantes se precian de su carácter "civilizado", las fuerzas de seguridad no habían recurrido a este tipo de parafernalia desde que tuvieron que enfrentase a los sindicalistas surcoreanos que intentaron sabotear una cumbre internacional en el 2005.
De hecho, antes de cada carga policial los agentes exhibían enormes cartelones en los que se anunciaba la acción o se dirigían a los chavales con altavoces pidiéndoles que abandonaran el lugar. "¡Estáis participando en una convocatoria ilegal!", voceaba uno de los oficiales. "Debéis abandonar la zona por el bien de vuestra seguridad personal", añadió. "¡Qué vergüenza!¡Qué vergüenza!", replicaban a coro cientos de personas. "¡Vosotros también sois parte de Hong Kong!¡Habeis prometido proteger al pueblo no a los dirigentes!", les recriminaba una joven en solitario aupada en una de las barreras metálicas.
Occupy Central había difundido un manual 'ad hoc' para que sus seguidores supieran comportarse ante este brete. Un texto que abogaba por aferrase a toda costa a la "no violencia" y "ganar al odio con amor". Pero que también detallaba el equipo necesario para acudir a las marchas, que incluía desde galletas o barras de proteína, hasta una botella vacía para los hombres donde poder orinar.
Hasta ahora, la moda en Central o Admiralty la marcaban firmas como las que jalonan la exquisita calle de Charter Road: nombres como Channel, Prada o Salvatore Ferragamo. Sin embargo, la resistencia civil demostró durante la jornada que dispone de sus propios parámetros a la hora de dictar estilo. La última tendencia entre los manifestantes eran las máscaras quirúrgicas de color verde y las gafas de bucear. A ser posible, paraguas -los usan para protegerse del gas lacrimógeno- y gabardina de plástico a juego. Los había sin embargo más atrevidos. Como aquellos que se plantaron en la convocatoria portando máscaras anti-gas, o quienes directamente optaron por el casco militar y un pañuelo para taparse la cara con el rostro de Che Guevara. Había incluso algunas que se presentaron con zapato de tacón alto y diminutas minifaldas para sacarse un "selfie". La sociedad civil de Hong Kong atesora un largo historial de protestas contra las autoridades aliadas de Pekín. En el 2002 y 2003 cientos de miles de personas forzaron la retirada de una polémica propuesta de ley sobre "seguridad y sedición" apadrinada por las autoridades chinas, provocando la dimisión de la Secretaria de Seguridad del enclave y más tarde del propio Tung Chee-Hwa, el primer jefe ejecutivo de Hong Kong tras el regreso de la ex colonia a la soberanía china en 1997. Algo similar ocurrió en el 2012.
Pero esta vez, como escribía el columnista Alex Lo, la "lucha por la democracia se ha convertido en un desafío directo a la autoridad del gobierno central. Eso nos coloca rumbo a la colisión y ante una situación donde resulta difícil adivinar un final feliz".
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