Juan Arias
Los obispos católicos entrevistarán por primera vez a los candidatos a la presidencia. En un país marcadamente religioso como Brasil, los políticos se desviven para arroparse en las creencias y prácticas religiosas en busca de votos.
En las campañas son frecuentes las acusaciones a los candidatos de ser o religiosos o ateos, como si ello tuviera que comprometer sus decisiones desde el Congreso o el Gobierno.
La creencia religiosa no es un pecado, como no lo es el ateísmo o el agnosticismo. Lo es, si acaso, la voluntad de querer imponer la fe a los demás, de servirse de los sentimientos religiosos para intereses espurios o para condicionar las leyes del Estado. Eso se llama fundamentalismo.
Los políticos no han entendido que los brasileños no les van a votar por ser más o menos religiosos o por parecer amigos de católicos evangélicos o espiritistas en un concurso para ver quién de ellos aparece más devoto.
La gente les admira o rechaza, más bien, por su ética, por su empeño en hacer menos cruel la existencia de los demás o por la fuerza con la que defienden las libertades y los derechos humanos. O por su lucha a favor de aquellos a quienes las políticas clasistas dejan arrinconados en la pobreza y en el olvido.
Es verdad que, según la encuesta del Instituto Brasileño de Opinión Pública y Estadística (Ibope), el 97% de los brasileños cree que la fe en Dios “hace mejores a las personas”, aunque quizás lo que quisieron decir es que esa fe “debería” crear ciudadanos más confiables, aunque en la práctica no siempre sea así.
Si el ateo o el agnóstico pueden ser tan buenas personas o más que muchos creyentes, también es cierto que el creer en alguna divinidad no debe ser motivo para desconfiar de esa persona.
La fe, laica o religiosa- ya que es imposible que exista alguien que no crea en algo o en alguien- es algo personal, que se practica en el silencio de la conciencia o en la intimidad de los templos, pero que debe quedarse a la puerta de las catedrales de la política.
Toda exhibición o de fe o de ateísmo lleva ya el cuño de la desconfianza de que pueda estar siendo usada como trampolín para fines terrenales.
Una de las grandes conquistas de la modernidad ha sido la separación entre el trono y el altar, entre el Estado y la Iglesia. Cualquier tentación de mezclar los dos poderes acaba en una operación de integrismo enemigo de la democracia y de las libertades civiles.
Es curioso que todos los dictadores y tiranos de la historia, todos los fascismos, hicieron siempre alarde o de su fe o de su ateísmo. Es en el corazón de la verdadera democracia donde la fe o la incredulidad suelen aparecer con mayor discreción.
Hay personas a las que su fe, compatible con el respeto no solo a las demás creencias sino también a la no creencia, les hace más llevaderas las amarguras de la vida, los desgarrones del alma o del cuerpo. Hasta en la hora de la muerte -según me han asegurado médicos agnósticos- una fe verdadera puede hacer menos amargo ese salto al misterio.
Y existen también aquellos a los que la ausencia de religión, vivida en el respeto de su conciencia sin que se la convierta en arma de proselitismo, les ayuda a enfrentar la vida sin muletas, en la soledad de su fe laica.
Por ello, querer aparecer en tiempos de elecciones como “más papistas que el papa”, es decir, más creyentes que nadie (corriendo detrás de sacerdotes católicos o pastores evangélicos para recibir bendiciones), degrada lo que de mejor y más legítimo tienen tanto la fe como el agnosticismo y acaba a la postre siendo rechazado por los electores.
Cuando el presidente de Uruguay, José Mujica, se encontró con el papa Francisco en el Vaticano, no se arrodilló ante él para pedirle bendiciones. Le dijo sencillamente que a pesar de que él era “ateo” se sentía solidario con él en la lucha a favor de los más pobres y en la defensa de la justicia.
Y Francisco, antes de llegar a la cátedra de Pedro, decía que cuando se encontraba con una persona no le interesaba saber en qué Dios creía. Solo “si ayudaba a su prójimo”. Aquello le bastaba para que pudieran ser amigos.
Es bueno recordar esos ejemplos en estos momentos de elecciones en las que el diablo tienta a los políticos a comerse santos y vírgenes y frecuentar templos y catedrales en la vana esperanza de poder así conseguir un puñado más de votos.
Nadie mejor que el pueblo sencillo posee un verdadero radar para distinguir a los que creen de verdad de aquellos que, sin ser creyentes, se esfuerzan por parecer en las elecciones como más devotos que nadie
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