miércoles, 13 de abril de 2016

'LA BICHA'



                  IBSEN MARTINEZ

Se sabe de Bonaparte que, en materia de constituciones, las prefería “cortas y oscuras”.
Cortas, por no cargar con un aburridor fardo de prolegómenos, considerandos y salvedades, y quizá, sobre todo, por no consagrar demasiadas garantías a las libertades individuales. Y oscuras para poder forzar interpretaciones cada tanto.
Las interpretaciones a cargo de un alto tribunal de juristas lameculos son el burladero del tirano. “¿Conque no puedo hacer lo que me sale de los cojones porque me lo prohíbe el artículo no sé cuántos? Llamad inmediatamente a los vagos de la Corte Constitucional: ese artículo está lleno de oscuridades; ¡necesita con urgencia una interpretación!”.
Bolívar, otro pequeñajo egregio, tenía ideas propias sobre cómo redactar constituciones prescindibles. Tantas, que halló tiempo, entre batallas, discusiones con el vicepresidente Santander por cuestiones presupuestarias y revolcones con sus amantes, para escribir varias constituciones que se apartaban del napoleónico canon de lo “corto y oscuro”. Al caraqueño le gustaban, más bien, corregidas y aumentadas. Hallaba gusto en corregir a Montesquieu, por ejemplo, y añadirle nuevos poderes al libro de reglas. Por eso cada constitución le quedaba más abultadita que la anterior.
El Libertador legó a sus compatriotas de antaño y hogaño la propensión a redactar constituciones. Desde 1811, con la declaratoria de independencia, hasta 1961, los venezolanos nos dimos nada menos que 25 constituciones. La última que redactó Bolívar, en 1826, pensando en Bolivia, halló tanta resistencia en Lima, Quito, Bogotá y Caracas que quedó en agua de borrajas pero, en el plano político, precipitó en gran medida la dictadura con la que el héroe culminó su vida pública. Contemplaba, entre otras extravagancias, una presidencia hereditaria, un congreso ¡de tres cámaras! y un cuarto poder, añadido a la tríada clásica: el poder electoral, tan fulleramente concebido por Bolívar para no perder nunca que ríete del actual Consejo Nacional Electoral chavista.
Hugo Chávez, sedicente bolivariano, también quiso hacer promulgar una constitución que llevase el sello distintivo de su pensamiento político. Convocó en 1998 un congreso constituyente que, literalmente arreado por un capataz llamado Luis Miquilena, parió al año siguiente la constitución que actualmente rige —es un decir— en Venezuela.
Desde su preámbulo, escrito por un comité de poetastros de aldea, la constitución chavista es un compendio de tópicos de la corrección política: “ciudadanos y ciudadanas”, “diputadas y diputados”, etc. La constitución de 1999 fue bautizada por el propio Chávez como La Bicha. Tronaba por televisión con un ejemplar de La Bicha en la mano, a modo de espantajo, dando a entender que le bastaba el garrote de la legalidad para derrotar a todos sus enemigos. Sin embargo, muy pronto dio en violar su propia Carta Magna y dejó de mostrar La Bicha.
La Bicha es, en verdad, bastante marrullera y consagra uno de los shibolets más obsesivos del neopopulismo: el referéndum; la consulta directa al pueblo. Su arquitectura toda ofrece al autoritarismo muchas escotillas de escape, no todas concebidas deliberadamente, sino más bien fruto de la incuria de sus redactores. Es justo, pues, decir que La Bicha es a la vez corta, oscura, corregida y aumentada con desatinos como el llamado Poder Moral, resabio de la constitución promulgada por Bolívar en Angostura, en 1819.
Con todo, el espíritu y la letra machaconamente refrendarios de La Bicha dan al revocatorio presidencial que invoca la oposición venezolana tanta fuerza de ley que, al ceñirse escrupulosamente a ella, mantiene acorralado a Nicolás Maduro. Cada día que pase, Maduro clamará por nuevas “interpretaciones” que le permitan desconocer la voluntad popular. Pero ese juego no durará mucho.
Tarde o temprano, La Bicha echará a Maduro del poder.

No hay comentarios:

Publicar un comentario