En el año 0 de nuestra era la población mundial era de unos 231 millones de habitantes; la esperanza media de vida al nacer estaba ente 15 y 20 años. En el año 1700 la población mundial no había llegado a triplicarse: era de unos 600 millones, y la esperanza de vida no se había doblado: era de 25 años. En 2011 la población mundial alcanzó los 7.000 millones, y la esperanza media de vida era de 71 años. He tomado como puntos de comparación tres años que me parecen significativos: el año 0 de nuestra era es un momento de apogeo del mundo antiguo, con la constitución del Imperio Romano. El año 1700 lo tomo como el del inicio de capitalismo; hay una cierta arbitrariedad en esta fecha, pero no mucha: Inglaterra acababa de inventar el sistema parlamentario y de crear el Banco de Inglaterra; décadas antes el Banco de Suecia había empezado a poner billetes en circulación. En Ámsterdam, Londres y París había primitivos mercados de capitales que pronto se convertirían en bolsas reguladas. Hacia 1710 aparecerían en Inglaterra las primeras versiones, muy primitivas, de la máquina de vapor. El comercio mundial estaba en sus etapas iniciales.
En los 1700 años anteriores al inicio del capitalismo, por tanto, la población mundial creció a tasas anuales bajísimas (el 0,56 por 1000). En la era capitalista, la población mundial se multiplicó por más de 11, lo cual implica una tasa de crecimiento del 7,915 por 1000. Este enorme crecimiento demográfico ha venido acompañado de algo más asombroso todavía: la esperanza de vida casi se ha triplicado en la era capitalista, de 25 a 71 años. Esto, a escala mundial, incluyendo los países más pobres. En España, por ejemplo, la esperanza de vida hoy está unos 11 años por encima de la media mundial.
Yo me pregunto si los que se llaman anticapitalistas tienen estas sencillas cifras en mente. Yo les recomendaría, a este respecto, que leyeran un librito muy breve de dos autores que no eran precisamente defensores del capitalismo, y de los que muchos anticapitalistas habrán oído hablar: Karl Marx y Friedrich Engels. El libro que les recomiendo se titula El manifiesto comunista y se publicó en 1848, a medio camino entre 1700 y el presente. En el primer capítulo puede leerse que «la burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes [...] En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas». Sustitúyase «burguesía» por «capitalismo», que para los autores eran casi sinónimas, y se verá que estos autores no sólo interpretaban con gran acierto el pasado, sino que de su texto podría extrapolarse una predicción bastante aceptable del futuro.
Es verdad que ellos pensaban que el capitalismo llevaba en su seno las semillas de su destrucción, porque el proletariado, obligado a vivir al nivel mínimo de subsistencia por la «ley de bronce de los salarios», crecería en número con el desarrollo capitalista y terminaría por hacer la revolución violenta para romper sus cadenas.
Aquí, sin embargo, se equivocaron: no había tal «ley de bronce». Al crecer las economías capitalistas, las condiciones de vida de los trabajadores mejoraron; y, con la implantación de la democracia, pudo llevarse a cabo la revolución pacífica socialdemócrata, estableciendo la seguridad social y toda una serie de medidas de protección de los trabajadores y las clases desfavorecidas. De esto se dieron cuanta varios discípulos de Marx, entre otros los fabianos ingleses, que concentraron su lucha en la consecución del sufragio universal para llevar los partidos socialistas al poder y realizar esta revolución pacífica, que tuvo lugar a partir de la Primera Guerra Mundial.
El capitalismo, por tanto, no sólo creó «energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas», sino que, gracias a ese enorme crecimiento, dio lugar a -y permitió- la profunda reforma a que se vio sujeto cuando los países adelantados pasaron, durante las décadas centrales del siglo XX, del viejo sistema liberal al sistema socialdemócrata, con muchas tensiones, pero sin derramamiento de sangre. Digo «sin derramamiento de sangre» porque las dos guerras mundiales no fueron guerras de clase, sino contiendas internacionales.
Quizá sea útil definir ahora el capitalismo como el sistema económico donde las principales decisiones de producción y de distribución se toman por las fuerzas impersonales de los mercados y donde una parte mayoritaria de los medios de producción está en manos privadas, lo cual no excluye que el Estado no solo proporcione el marco jurídico y político en que se mueve la economía, sino que también intervenga como actor económico, sobre todo en campos muy importantes como los que se refieren al llamado Estado de Bienestar y a la política económica.
El capitalismo y la democracia están inextricablemente ligados. Él nació primero, pero dependió mucho en sus albores de ese embrión de democracia que es el sistema parlamentario. Luego, gracias a su desarrollo, como hemos visto, dio lugar a la verdadera democracia, el sufragio universal de ambos sexos. Es muy conocida la frase de Churchill en el Parlamento en 1947 diciendo que la democracia «es el peor sistema de gobierno si se exceptúan los demás». Algo parecido podría decirse del capitalismo: los distintos tipos de comunismo y de fascismo (desde Rusia a Cuba, pasando por Albania, Venezuela, Argentina y Zimbabwe) ofrecen una demostración palmaria de lo que son las alternativas al capitalismo. Y el caso de China es como para dar qué pensar a los anticapitalistas: después de 30 años de comunismo maoísta, que no trajeron sino penalidades y estancamiento en la pobreza, los directivos postmaoístas consultaron a Milton Friedman, el gran apóstol académico del capitalismo, que les recomendó liberalizar los mercados y los medios de producción. Ellos le hicieron caso; lo que siguió fueron unas décadas de crecimiento económico espectacular que mejoró asombrosamente los niveles de vida y convirtió a China en una gran potencia económica.
Pero tanto el capitalismo como la democracia tienen graves defectos. Ninguno de los dos funciona como predicen sus modelos, sino con graves desviaciones que los hacen inaceptables para algunos. Ello es porque la ciencia social dista mucho de ser exacta: una cosa es modelizar partículas subatómicas, que obedecen leyes muy complicadas, pero las obedecen; y otra modelizar seres humanos, que no sólo son mucho menos racionales de lo que ellos creen, sino que además cambian de comportamiento a medida que cambia la sociedad en que se mueven. Pero eso no es motivo suficiente para tirar por la borda la democracia y el capitalismo. La revolución socialdemócrata del pasado siglo es una prueba de que ambos son reformables. Requieren estudio, reflexión; requieren, sobre todo, un público educado, inteligente, que comprenda las complejidades de uno y otro sistema y elija a gobernantes capaces de llevar a cabo las reformas necesarias, desde la de la ley electoral hasta la de los reguladores del mercado (y tantas otras).
Lo que no se requiere es un anticapitalismo visceral que se comporte como el niño tonto, mimado y torpe que tira por la ventana la play-station porque no la entiende y no sabe hacerla funcionar.
Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor de Los orígenes del siglo XXI (Gadir), donde el lector puede encontrar apoyatura factual a muchas de las afirmaciones aquí contenidas.
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