Américo Martín
Lunes, 22 de marzo de 2010
La disidencia está en su mejor momento, Chávez en el peor. La confrontación tiene fecha fija: 26 de septiembre. ¿Que deberían hacer los rivales? Ganar a todo el que pueda ser ganado, neutralizar a quien no pueda ser ganado y dividir a quien no pueda ser neutralizado. Es una regla de oro desde los tiempos de Ciro el Grande y Alejandro Magno. El que mejor acierte en su cumplimiento, será premiado con la victoria.
¿Quién dice que el caudillo está en su peor momento? Todos, incluso Analítica. Y no sólo por el masivo testimonio de la generalidad de las consultoras de opinión, sino por la multiplicación de las protestas, la agobiante renuncia de funcionarios, la murmuración abierta, la pérdida progresiva del miedo, y el nerviosismo oficialista debido a que las medidas de intimidación más bien profundizan las protestas. Tomemos una al azar: las expropiaciones, que reflejan una gran turbulencia interior y han incorporado nuevos y nuevos sectores al cauce disidente. ¿Es raro en estas circunstancias que revienten costuras y aumenten las deserciones? ¿No sería demencial que a la hemorragia de gente que se retira, el Presidente agregue una adicional, de más peso que todas las otras?
Hay otro indicador: las deserciones ocurren allá, no aquí. Nadie va de la disidencia al oficialismo y en cambio a cada rato muchos van del oficialismo a la disidencia, sea a la abierta, como Podemos, o a la menos abierta, como hasta el presente Falcón y el PPT. Pero la tendencia, en el marco de la polarización extrema, empuja a compromisos más firmes y completos. Vivimos tiempos de expectativa favorable, no de cuidarnos de nuestro propio avance y del retroceso del contrario, creando una atmósfera hostil contra los desprendimientos de allá.
Ante esos desprendimientos, una diestra dirección disidente debe propiciar acercamientos en lugar de llenarse de prevenciones basadas en conjeturas. Es verdad que las sospechas son lícitas. Lo que no es lícito es olvidar que sólo son eso, sospechas. Ellas no pueden inducirnos a trabajar contra fantasmas que en realidad son duras realidades de carne y hueso pero sólo para el afectado, el gobierno.
La habilidad en política tiene sus límites, aunque el común piense lo contrario. Un jugador de ajedrez, uno de billar, pueden calcular fríamente las jugadas del rival o la forma de usar todas las bandas de la mesa de un sólo tacazo. Las piezas en el tablero están inertes, al igual que las bolas de billar. Pero en política los protagonistas no son piezas de ajedrez, ni bolas de billar ni soldaditos de plomo. Tienen pasiones, ambiciones, compromisos. Por eso una audacia demasiado imaginativa de la dirección puede desbaratarle el juego.
Quitarle competencias a Falcón, echarlo del PSUV, desacreditarlo, tratar de arrancarle seguidores, calumniarlo ante el país, son decisiones que dejan cicatrices profundas las cuales, como el agua derramada, no pueden recogerse. Si se tratara de una sórdida maniobra para lanzar y recoger como un pelele a Falcón, ella no reflejaría astucia del autor, sino una profunda incapacidad e ignorancia que lo hundirá sin remedio.
Es cierto que al principio Chávez fue cauteloso pero ahora no pasa un día sin arremeter contra Falcón. ¿Por qué la cautela inicial? Porque tenía al estado Lara como leal al gobierno y ahora resulta que puede perderlo; y también porque, como se aprecia en otras manifestaciones, se trata de un síntoma y no de un caso aislado. Una a la mano: el chavismo sin Chávez de una interesante lista pública de figuras del oficialismo. ¿Vamos a cuidarnos de ellos también? ¿Vamos a colocarlos bajo sospecha? ¡Por Dios, qué lo haga Chávez!
¿Qué le queda al hombre? Algo interesante aunque insuficiente: que la disidencia lo ayude a afrontar sus problemas. Que ataque a Falcón por la otra banda, de manera de aplicarle dos pinzas. Y eso sería bien gratuito. Eso sí sería candidez extrema, o síntoma de que, acostumbrada a perder, la disidencia no se atreve a jugar para ganar, aprovechando cada posibilidad, cada espacio, cada traspié del contrario. Se necesita, ahora, cuando nos aproximamos a un reto formidable, más sed de victoria, más amplitud de miras.
Seguimos obsesionados con Arias Cárdenas. Miles de figuras nacionales, regionales y técnicos del chavismo han roto con el caudillo y se han activado en la disidencia. Nadie piensa que sean Caballos de Troya. Miento, algunos hay -cada vez menos, afortunadamente- que se pierden metiéndose inútilmente con falsos enemigos, sea por caso, Ismael García, un tenaz batallador de todos los días. Cuando estalla un fenómeno de las enormes dimensiones del de Falcón, que acentúan el cambio en la correlación de fuerzas del país, vuelve la obsesión paralizante de Arias Cárdenas, una, una sola golondrina que no hace verano, y su caso es el de un pusilánime clientelar allá, aquí y otra vez allá, y no del instrumento de una quimérica maniobra urdida cuidadosamente por un caudillo que no se caracteriza por la cautela ni por la paciencia.
Arias rompió, de verdad, con Chávez atraído por la esperanza de convertirse en líder de "la otra parte" de la ecuación. Arias se enfrentó, de verdad, a Chávez en las elecciones, incluso con burdas ideas como aquella de la triste gallina. Arias se alejó de la disidencia cuando notó que en la oposición no tenía futuro alguno; sólo contaba con Unión, un grupo muy limitado, aunque con figuras de mucho prestigio. Arias se acercó nuevamente a Chávez, atraído por militares y altas figuras oficialistas que pensaban colocarlo en la sucesión del monarca. ¿Resultado? Perdió todo. Nadie lo quiere allá y nadie lo quiere aquí. Pensemos entonces: si todo aquello lo hubiera hecho en combinación con Chávez y con el cerebro de la revolución no gozaría cuando menos de la estima de la militancia oficialista?
En vez de alegrarse, muchos opositores se preocupan por el problema Falcón casi tanto como Chávez. Y en consecuencia no hacen nada para profundizarlo y para llevarlo hasta sus últimas posibilidades. Incluso, no falta quien condene a la disidencia por no ser suficientemente enérgica contra los disidentes que ya hay, y los que con toda seguridad vendrán, porque la crisis está obrando contra el gobierno, no contra la disidencia. En lugar de darles seguridades a los potenciales disidentes, los asustan insultándolos a priori con el epíteto infamante de caballos de Troya y zarandajas parecidas. Es el colmo del autosuicidio.
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