Luis Vicente León
PRODAVINCI
Durante los últimos años la unidad opositora ha sido netamente electoral. Se ha unido alrededor de la idea de enfrentar al enemigo mayor en un evento electoral concreto y evitar que una división entre diferentes candidatos y partidos diluya —o fulmine— cualquier posibilidad de éxito. Cuando no hay elecciones, la tensión externa que provoca esa unidad estratégica desaparece y lo que sucede dentro del funcionamiento de la Mesa de la Unidad Democrática son las dinámicas naturales de competencia entre líderes y partidos políticos, que tienen derecho a presentar su oferta y a tratar de convertirse en mayoría interna. Eso, en cualquier contexto democrático, es un proceso natural de la vida política contemporánea.
Luego de haber vivido una derrota electoral y, en algunos aspectos, simbólica —como hemos explicado en textos anteriores—, era completamente predecible que se produjeran movimientos y retos internos al liderazgo del grupo perdedor. La democracia no es un sistema de consensos. No se trata de que todo el mundo piense y haga lo mismo, sino de un sistema que permita dirimir el disenso natural de los grupos heterogéneos. El único consenso que debe existir son las reglas de juego que permitirán dirimir el disenso en paz.
Es natural que las diferentes visiones dentro de la oposición se expresen buscando convencer sus mercados naturales. Es su trabajo normal y su reto actual. El hecho de que aparezcan nuevas maneras de entender y ejercer el liderazgo por parte de algunos de los protagonistas dentro de la oposición —incluyendo aquí el surgimiento de nuevas ofertas, nuevos lugares de enunciación de mensajes, nuevas propuestas estratégicas— no indica necesariamente que serán más exitosas que las que intentan sustituir. Tampoco inhiben a los liderazgos preestablecidos de responder y mantener su conexión, su articulación y su fuerza.
Sin embargo, es inevitable ver cómo estas acciones presionan los reacomodos necesarios para que la oferta política aproveche un momento en el cual no se está sacrificando ningún capital electoral. En democracia, los períodos entre una elección y otra deben ser aprovechados por la oposición para construir una oferta más atractiva que la que fue anteriormente derrotada. Entonces, es posible “probar” nuevas maneras de hacer política y apostar por opciones que en otras circunstancias no sólo habrían sido arriesgadas sino, además, equivocadas.
Un cambio de este tipo, además, no siempre implica el surgimiento de un nuevo líder, pero sí demanda que haya una nueva propuesta, una alternativa que logre conectar con otros sectores y, de esta manera, el capital político crezca y pueda alcanzar la meta de toda propuesta política democrática: una mayoría que pueda demostrarse en un proceso electoral. O, en el caso de que los mecanismos electorales dejen de funcionar por una violación a los derechos democráticos, puedan dar la batalla necesaria por la recuperación de esos derechos. En resumen: tener la masa crítica suficiente para provocar los cambios.
De esta manera, si la oposición venezolana quiere ser eficaz y moderna, la mejor opción no es llamar a cambiar el gobierno sin que haya elecciones, sino demostrar, a través de propuestas y acciones concretas (y el acompañamiento diario de la gente en sus problemas, dramas e inquietudes) por qué en las próximas elecciones el ciudadano debe cambiar al gobierno.
Si una fracción de la oposición tiene como punto de partida de sus acciones la idea de que son mayoría, sin realmente serlo (como demuestran aún las encuestas), sus esfuerzos no se orientarán a conquistar nuevos espacios, ni a convencer y conectar con las masas, ni a motivarlas para cambiar o integrarse en una lucha política —del tipo que sea— necesaria y legítima. Y ahí sí es verdad que será imposible convertirse en mayoría.
Pensar que la incapacidad de ganar una elección (cualquiera que sea la razón) se resolverá intentando medios radicales, sin ser mayoría y sin motivar a la gente, frente a un gobierno mayoritario, populista y que tiene el monopolio de las armas y del poder, puede sonarle muy atractivo en el discurso a mucha gente que, quizás con razón, se encuentre desesperada, pero es tan ineficiente e imposible como el éxito de la política económica del gobierno nacional. Las dos son intrínsecamente malas.
Sin elecciones, durante ese período que hay entre lo que fue y lo que será electoralmente hablando, es más importante (y eficaz) tratar de que el gobierno cambie (y hacer todo lo que sea posible y necesario para que así sea) antes que tratar de cambiar de gobierno, que al final siempre será interpretado como un golpe de Estado. Y si esto se hace bien —la historia universal de la política está llena de ejemplos— el cambio seraá natural, orgánico y estable en el tiempo.
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