Álvaro Vargas Llosa
Han hecho bien los prestigiosos comentaristas que han criticado la incoherencia entre lo que pasa en Cuba y los principios escritos de la Celac, cuya tercera cumbre se ha realizado en la isla caribeña. También hizo bien la diplomacia de Obama en recordarles a los jefes de Estado y de gobierno, mediante un comunicado, que debían tener contacto con la sociedad civil cubana para promocionar la democracia y la libertad de expresión.
En el momento en que llegaban las delegaciones extranjeras a Cuba, se desataba una cacería contra más de 200 líderes civiles a los que el gobierno acosó para impedirles algo tan elemental como una pacífica “cumbre alternativa” destinada a dar su versión de lo que allí sucede. Es un recordatorio de la brecha sonrojante que existe entre los propósitos que enuncia el documento original de la Celac y lo que la treintena de líderes mundiales aceptó al prestarse a ir a esa cumbre sin poner la menor condición. Y sin hacer, con la excepción de la delegación costarricense, gestos de respeto a las víctimas.
No es necesario romper relaciones con un país o dejar de visitarlo para exhibir una actitud digna y principista. Hay muchas formas de hacer eso sin declarar guerras ideológicas, violar reglas diplomáticas o crear más problemas de los que hay.
Por eso los líderes de las principales democracias occidentales que viajan a países dictatoriales buscan formas de expresar sus desacuerdos, unas veces con pronunciamientos francos y otras, reuniéndose con figuras simbólicas de la oposición perseguida o la sociedad civil sofocada.
Es triste comprobar que, con excepción del gesto del panameño Ricardo Martinelli, que no acudió a La Habana (el salvadoreño se ausentó por razones de salud), ningún gobernante buscó formas de preservar espacios de coherencia democrática dentro del marco legitimador de esa eterna dictadura que fue la cumbre. Ni una palabra, gesto o mueca. Naturalmente, la única protesta vino de Washington, que no participa en la Celac. Nos quejamos a menudo de que EE.UU. se meta en los asuntos latinoamericanos. En casos como éste, eso sólo tiene un culpable: la propia América Latina. El, Puerto del Mariel, donde fue la cumbre, por ejemplo, ha sido construido por Odebrecht con financiamiento del gobierno brasileño y en sociedad con una empresa cubana controlada por el Ministerio de las FF.AA. Revolucionarias.
El origen de la Celac es el extinto Grupo de Río, cuyo antecedente es el Grupo de Contadora que impulsó la paz en Centroamérica en los 80. Aunque en ese proceso buena parte de América Latina tomó distancia del papel estadounidense en los conflictos, Contadora mantuvo una línea crítica también frente a la violencia de los grupos comunistas y al gobierno sandinista. La Celac, heredera lejana de Contadora y creación de Hugo Chávez y los Castro, ha modificado la naturaleza del propósito inicial de Contadora, que tenía que ver no sólo con la paz sino con su condición indispensable: la legitimidad democrática. Y lo ha hecho porque América Latina ha arrojado la toalla con respecto a sus responsabilidades, plasmadas en documentos como la Carta Democrática Interamericana. Con o sin reformas en la isla, Castro puede contar con una palmada en el hombro exenta de condiciones mínimas.
Todas las proclamas democráticas de los documentos hemisféricos son papel mojado. No han surgido todavía líderes dispuestos a restablecer un cierto balance en América Latina entre lo que dictan las reglas de las relaciones entre estados y lo que exigen valores como el estado de derecho y el respeto a los DD.HH. Y eso, los Castro y Maduro lo saben bien.
Publicado en La Tercera (Chile)
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