Francisco Suniaga
EL NACIONAL
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Los opositores y demócratas tienen razones para estar preocupados por los últimos episodios de esta larga lucha contra esta forma de dictadura que arruina a Venezuela. El puño del autoritarismo corrupto-izquierdista-militarista ha venido apretándose desde diciembre pasado y, lejos de aflojar, se torna más opresivo en la medida en que su disparatada política económica empeora la situación. El régimen luce más omnipotente que nunca y sus sátrapas se sienten autorizados a insultar a cualquier individuo o grupo, y a amenazar a diario con nuevas y más sofisticadas formas para reprimir y coartar las libertades. Por si eso fuese poco, la oposición ha estado desconcertada y sus líderes han aparecido disparando contra sus propios compañeros de trinchera.
Cierto que hay razones para estar muy preocupados. La crisis actual supera las anteriores porque el régimen chavista ha materializado ahora una buena parte de su potencial destructivo. Eso incluye una alianza con el malandraje nacional (que por lo menos es tácita) que constituye una auténtica máquina para aterrorizar a los ciudadanos por vía del crimen. El chavismo ha devenido en un masacote insondable y difícil de categorizar, pero que por razonamiento en contrario se puede definir como la coalición del atraso. Desde hace quince años Venezuela no ha hecho sino retroceder porque de Chávez para abajo, los chavistas, desde el día uno, le han tenido terror a las complejidades del mundo moderno, que es democrático, capitalista y libertario. Ese miedo los ha llevado a elaborar un constructo ideológico donde las visiones de Marx, Guaicaipuro, Maria Lionza y las del comandante insomne marchan juntas. Por obra suya, el siglo XIX se ha convertido en un agujero negro de las ideas y las políticas, y para allá llevan a un país que quiere vivir en el siglo XXI, como toca.
Si esas preocupaciones que devienen de esta realidad son magnificadas por la desconfianza que se le tenga a la oposición y a sus líderes, pues la vida simple y llanamente se hará intolerable (por lo que no extraña que entre los conocidos de todos la idea del éxodo haya retomado sus fuerzas). Lo lógico y sano es no caer en la desesperanza, pero hay opositores con un impulso desmedido por la autoflagelación. Son muchos más de los que se piensa, alrededor de tres millones de ellos no fueron a votar en diciembre pasado, negándose a darle a Maduro la pela que merece. La última expresión de ese impulso ha sido en razón de las recientes escaramuzas por el liderazgo de la oposición. En su época, Gonzalo Barrios las habría minimizado llamándolas trompadas estatutarias, pero los inclinados a la autodestrucción pretenden que se vean como una hecatombe unitaria.
Más racionalmente habría que entender estas últimas diferencias como expresiones de una disputa pura, simple y absolutamente lógica por el liderazgo de la oposición. Ante la enorme crisis que vive el país, todos los opositores tienen visiones divergentes en cuanto a lo que debería hacerse para enfrentar más eficientemente a la coalición del atraso. No las hay, por cierto, en cuanto a las razones para enfrentarla ni en torno a la necesidad de restituir la democracia y la modernidad en Venezuela. Por tanto, las disputas entre los líderes (todos muy meritorios, sin duda) por conducir a la oposición es una emanación necesaria de la lucha política, que se da en todas las circunstancias y con mucha más razón en unas como las venezolanas actuales. Siendo así, nada debería perturbar a los opositores más allá de lo necesario, la unidad contra la dictadura chavista no está amenazada.
Se puede confiar en que los líderes de la oposición están plenamente conscientes de eso. Si no lo estuvieren, la misma realidad política se encargará de encauzar esa disputa; el chavismo los acosa tanto y tan a menudo a todos que no habrá tiempo para dedicarlo a rencillas internas. Por otra parte, la competencia alimenta el ingenio y la creatividad. Producto de los desafíos que una parte del liderazgo le plantea a los otros, la oposición ha comenzado a movilizarse de nuevo y a ocupar la calle, a disputársela al adversario verdadero.
Cierto que aquí no habrá elecciones de ningún tipo hasta dentro de dos años y que para los demócratas auténticos la vía de un golpe militar está negada, pero ante este gobierno ilegitimado por su propia actuación hay que hacer manifiesto y políticamente contundente el rechazo de los venezolanos. La protesta no será un invento de la oposición, está en la calle desde hace tiempo en decenas de brotes diarios. Lo que toca es articularla y dirigirla, sin violencia, para coadyuvar al logro de los cambios políticos que el país está demandando.
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