Timothy Garton Ash
Hace 25 años, el mundo cambió de rumbo. El 4 de junio de 1989, unas elecciones semilibres en Polonia fueron el punto de partida del fin del comunismo en todo el bloque soviético, al tiempo que la matanza de la plaza de Tiananmen hacía que China siguiera una trayectoria totalmente distinta. Las consecuencias aún pueden verse en el mundo actual, desde Ucrania hasta el Mar del Sur de China.
Nunca me olvidaré de cuando, aquella tarde, regresaba a la Redacción de un periódico en Varsovia con varios amigos polacos, felices ante la perspectiva de un triunfo histórico, y vimos de pronto, en la pantalla de un televisor, las primeras imágenes borrosas de los cuerpos de los estudiantes y trabajadores chinos a los que llevaban en camillas improvisadas por las calles de Pekín. A partir de ese día, el fantasma de Tiananmen sobrevoló Europa del Este. “¡Recordad Tiananmen!”, susurraba la gente desde Sofía hasta Berlín Oriental. “Si vamos demasiado lejos, podría sucedernos lo mismo”. Y tenían razón. En la ciudad germano oriental de Leipzig, por ejemplo estuvo a punto de producirse la misma represión violenta. En ese sentido, la tragedia de China fue una bendición para Europa. El ejemplo negativo de Tiananmen impulsó a los europeos a seguir la vía de la no violencia, la negociación y el compromiso.
Luego se invirtió el sentido de la lección. Los líderes comunistas chinos aprendieron de la caída del comunismo en Europa. Como dijo un alto dirigente chino en una declaración política de 2004: “Hemos extraído profundas enseñanzas del doloroso ejemplo que supuso la pérdida de poder de los partidos comunistas de la Unión Soviética y Europa del Este”. Por eso decidieron facilitar el crecimiento económico, no perder el contacto con lo que pensaban las masas, introducir la rotación periódica de los máximos dirigentes, reclutar para el partido comunista a los estudiantes más inteligentes, enérgicos y ambiciosos independientemente de la clase a la que pertenecieran, y reprimir sin piedad cualquier intento de organización social y acción colectiva, porque eso era lo que había derrocado a sus camaradas europeos. El propio presidente Xi Jinping ha recordado en público la caída del bloque soviético.
Ambas vías han producido unos éxitos extraordinarios durante el último cuarto de siglo. China ha vivido un crecimiento económico espectacular y un aumento notable de las libertades individuales. La televisión estatal china suele mostrar imágenes de la violencia y el caos en Ucrania. “Debemos alegrarnos”, es el mensaje nada sutil, “de no haber seguido el camino de la revolución de terciopelo que deseaba Estados Unidos. ¡Mirad adónde lleva!”. Menos frecuentes son las imágenes de una Polonia libre, próspera y democrática.
Por el contrario, lo sucedido el 4 de junio de 1989 en China no fue original en absoluto. Deng Xiaoping hizo lo que solían hacer los líderes comunistas ante un levantamiento espontáneo de los ciudadanos para exigir libertades: disparar contra ellos. En cambio, lo que ha hecho China desde 1989 es tremendamente original, una combinación del dinamismo de la economía de mercado y un sistema de partido único. Si hay algo que nadie podía imaginar hace 25 años era el capitalismo leninista. Por eso me parece que China, hoy, para un estudioso de la política comparativa, es el lugar más interesante del mundo. Es algo muy poco frecuente en política: un experimento verdaderamente nuevo, con un futuro todavía incierto.Hay otra diferencia interesante. Lo que hizo Polonia el 4 de junio de 1989 fue increíblemente original, al implantar un nuevo modelo de cambio pacífico de régimen, mientras que lo que ha hecho desde 1989 es bueno, pero no original. El sistema político, económico y legal de la Polonia actual es una mezcolanza de modelos ya probados en Europa Occidental.
A pesar de los esfuerzos de Vladímir Putin para hacer retroceder el reloj, puedo entrever con bastante certeza de qué será Polonia dentro de 10 años: una democracia liberal europea, dentro de Occidente, en el mismo barco que Francia y Alemania (el mejor amigo de Polonia en los últimos tiempos). ¿Pero China? ¿Logrará continuar su viaje sin mapas, “cruzar el río palpando las piedras”, según la famosa frase de Deng? ¿O acaso las contradicciones entre su sistema político y su sistema económico y las crecientes tensiones que aquejan a su sociedad desembocarán en otra crisis? En ese caso, ¿servirá esa crisis de catalizador para las anheladas reformas políticas o para la peligrosa distracción del nacionalismo, que podría manifestarse, por ejemplo, en aventuras militares en el Mar del Sur de China? ¿O quizá esto último pueda llevar a lo primero? ¿O acabar todo en algo mucho más desagradable?
Tal vez, como escribió el poeta James Fenton, lleno de indignación días después de la matanza, “Volverán a Tianamen”. Es posible que entonces se conmemore a las víctimas como mártires y héroes, en esa misma plaza de la Paz Celestial. Si en 1980 alguien hubiera sugerido que, antes de acabar la década, los líderes de la revolución húngara de 1956 serían enterrados de nuevo, con toda la pompa y circunstancia, en la plaza de los Héroes de Budapest, nadie lo habría creído. Sin embargo, eso es lo que ocurrió pocos días después de las históricas elecciones en Polonia.
¿Puede ocurrir un acontecimiento así en China? Es posible, pero no parece probable. Lo más normal es que China continúe avanzando por su particular camino. Y eso nos lleva a una última y significativa diferencia. Esta semana, en Varsovia, los polacos recuerdan y celebran con orgullo su 4 de junio, en compañía del presidente Barack Obama. En Pekín, todos los datos fundamentales del 4 de junio de 1989, fotografías, nombres, incluso el duelo ritual de las madres afligidas, permanecerán ocultos de una manera muy orwelliana. Alguien teme todavía al espectro de Banquo.
Por mi parte, espero y deseo que los chinos encuentren su propia forma pacífica de progresar, de aprovechar los indudables logros alcanzados desde 1989 y remediar sus fallos, asimismo indudables. Pero de una cosa estoy seguro: no podremos decir que China ha construido un sistema estable y ha seguido una trayectoria muy diferente a la de la Europa poscomunista hasta que no sea capaz de afrontar con tranquilidad y públicamente su difícil pasado.
Timothy Garton Ash, profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, es autor de La Linterna Mágica: la Revolución de 1989, un relato de primera mano de las ‘revoluciones de terciopelo’ de 1989.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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