Una Monarquía iberoamericana
Julio María Sanguinetti
El 20 de mayo de 1983 llegaron los Reyes de España a Montevideo. Uruguay adolecía aún de una dictadura militar, pero estaban comenzando difíciles negociaciones de los partidos políticos con el régimen para buscar una salida pacífica hacia la democracia. El dictador, general Gregorio Álvarez, procuraba utilizar la visita como ratificación del gobierno; la oposición, como un apoyo para ese trabajoso diálogo, que se había conquistado venciendo en un plebiscito que rechazó la propuesta constitucional del oficialismo. Más allá de la voluntad de cada uno, el Rey ya era un símbolo de democracia desde el 23-F y así lo sentía el pueblo. Por eso, cuando Juan Carlos I pronunció un magnífico discurso de fuerte afirmación democrática, augurando además que —como España— el país encontraría el camino en el diálogo, su palabra sonó como una clarinada. Le agregó un gesto formidable: recibió en la Embajada de España a los dirigentes de los partidos, incluso aquellos proscritos para la actividad política. Juntó a colorados, blancos, socialistas y demócrata-cristianos. Éramos 12 que, cuando salimos a la puerta de la Embajada, recibimos el bálsamo de una multitud que se había reunido espontáneamente no bien las radios dieron noticia de lo que estaba ocurriendo, vivando al Rey y a la democracia.
Esta pequeña historia, mide el valor simbólico de lo que ha sido —y es— la contribución del Rey a la democratización latinoamericana. A ella se asocian Adolfo Suárez, que también vino a Uruguay y la dictadura lo echó; Felipe González, quien desde su gobierno mostró el nuevo rostro de la social-democracia; y un Fraga Iribarne que testimoniaba que la derecha española se había sumado al programa democrático encabezado por el Rey.
Para todos los presidentes iberoamericanos, él fue realmente un amigo. Desde ya que su cordialidad trabó vínculos desde el afecto, pero en la vida real siempre estuvo su palabra para ayudar y su gesto en momentos de dificultad. Nunca nos falló. De este modo, se reconstruyó el puente que entre España y América Latina había quebrado el franquismo. Todo lo español era recelado y aun en las bibliografías universitarias solo se podían citar autores del exilio. Lo otro resultaba sospechoso, hasta tal punto Franco nos dividía y alejaba.
El Rey pasó a ser el símbolo de la democracia y también el abanderado de una civilización iberoamericana, reconstrucción cultural y política que emergía con el brillo de la modernidad. Los escritores del boom —García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Onetti, Cortázar— habían sembrado el terreno con una avasallante popularidad que exaltaba el idioma castellano hasta su expresión mayor y revelaba la diversidad de un mundo que, sin embargo, se expresaba dentro de esa unidad mayor. La dimensión política se la dio la España de la Transición, erigida en fuente de inspiración para análogos procesos que superaban la etapa de las dictaduras latinoamericanas. Hasta se trataba por todos lados de replicar, aunque con variada suerte e igual ilusión, los Pactos de la Moncloa.
Más allá de particularidades nacionales, España y la América ibérica (incluyo a Brasil) comenzaron a vivir una etapa histórica con idéntica sintonía. El franquismo, las dictaduras militares latinoamericanas, la Guerra Fría, iban quedando atrás y permanecen hasta hoy solo como historia.
La abdicación del Rey, ahora, marca también otro hito. Entra en escena una nueva generación. El futuro Felipe VI conoce a Latinoamérica como pocos. Desde jovencito, en el Sebastián Elcano, llegó a nuestros puertos. Ha estado presente en todas las transmisiones de mando de los últimos 18 años. Nos conoce a todos. Sabemos de su interés por lo que aquí ocurre. Tenemos clara su sólida formación y apreciamos su talante abierto y comunicativo. Por cierto, no cultiva ese desenfado borbónico que tanto ha caracterizado a su padre. A cambio, hay en él una serenidad profesional y una llaneza de estilo que ha ido, paso a paso, generando un prestigio auténtico. Se le mira hoy con esperanza y aun los viejos republicamos apostamos a su éxito. Sentimos que la Monarquía ha sido necesaria y útil para España, que el 23-F le dio la mayor de las legitimidades, permaneciendo como un anclaje de unidad y estabilidad. No miramos a un Borbón como heredero de Fernando VII sino una continuidad del reformismo de Carlos III. En otro tiempo y circunstancia, por cierto, pero con el mismo afán de modernidad.
Por cierto, Felipe no la tendrá fácil. Pero tampoco fue fácil para este gran Rey que reinauguraba la Monarquía en medio de acechanzas y que, a pesar de la melancolía del final, con su abdicación abre el gran capítulo de la mirada histórica sobre su reinado, los 39 años más libres y prósperos de la historia española. Ellos culminan, desgraciadamente, con esta crisis de hoy y con partidos políticos debilitados. Mucho se espera entonces del heredero para que revitalice la Corona y mantenga vivo el valor de símbolo.
En medio de los nubarrones, asoma un resplandor. Que también nos llega envuelto en una gran esperanza.
Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay en dos etapas (1985-1990 y 1994-2000).
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