Sin el Rey no habría democracia
Javier CercasEl País
La abdicación es, verosímilmente, el último servicio fundamental que Juan Carlos I va a hacerle a este país. El primero consistió en contribuir de manera decisiva, durante la segunda mitad de los años setenta, a instaurar la democracia: sin el Rey, quizá no hubiera habido democracia, o no la hubiera habido tal y como la conocemos, o hubiera tardado años en llegar. El segundo servicio fundamental fue impedir que el 23 de febrero de 1981 la democracia terminase antes de empezar, o que se convirtiese en una semidemocracia: ese día —que es el día en que empieza de veras la democracia y terminan el franquismo y la Guerra Civil— el Rey conquistó una legitimidad con la que hasta entonces ni siquiera podía soñar, porque hasta ese momento su poder provenía de Franco y su legitimidad del hecho de haber renunciado a los poderes o a parte de los poderes de Franco para cedérselos a la soberanía popular y convertirse en monarca constitucional. Asombrosamente, aquel continúa siendo, sin embargo, el día más controvertido de su reinado.
O no tan asombrosamente. Como todo el mundo sabe, el 23 de febrero de 1981 es una gran ficción colectiva amasada, a lo largo de ya más de 30 años, por una serie de ideas fantasiosas, teorías sin fundamento, especulaciones noveleras, medias verdades y simples mentiras, todo ello sostenido gracias al hecho de que el golpe fue un golpe improvisado y sin documentos y por tanto no existen evidencias capaces de desmentir de forma incontestable tanto disparate. Pues bien, la primera y quizá la principal ficción sobre el golpe es que lo montó el Rey. Además de una ficción, es una solemne estupidez, que sin embargo siguen sosteniendo montones de memos solemnes (como montones de memos solemnes sostienen que el 11-M no está del todo claro; por supuesto que no lo está, igual que el 23 de febrero, el asesinato de Kennedy o el de Abel por Caín: en la historia, del todo claro, lo que se dice del todo claro, no hay nada). Y es una estupidez, entre otras razones, por lo evidente, y es que, si el Rey llega a montar el golpe, el golpe triunfa. La verdad es, como casi siempre, lo evidente: que el Rey paró el golpe; al fin y al cabo, sólo él podía pararlo, usando la última baza de un Rey sin poder: la que tenía como jefe simbólico del Ejército y heredero de Franco.
Aclaro que no soy monárquico. Pero aclaro también que, en mi opinión, ahora mismo el dilema real de este país no es el que obliga a elegir entre monarquía y república, sino el que obliga a elegir entre mejor o peor democracia. O dicho de otra manera: prefiero mil veces vivir en una monarquía como la sueca que en una república como la siria, y no veo qué parte del problema del paro, de la educación o de la sanidad resolveríamos sustituyendo por una república la monarquía.Esto no significa, por supuesto, que, antes del golpe (repito: antes del golpe), el Rey no cometiera errores; los cometió, muchos y algunos de ellos importantes. El problema es que no sólo los cometió él, sino también muchísimos otros responsables políticos y sociales: todos esos errores, y no sólo los del Rey, fueron los que desembocaron en el golpe. Y tampoco significa eso que la actuación del Rey durante el golpe fuera irreprochable, pero es que todavía no se ha escrito el manual sobre cómo parar irreprochablemente un golpe. Lo indudable, repito, es que el Rey paró el golpe y que, parándolo, salvó la democracia. Sólo por eso deberíamos estarle agradecidos.
Mucha gente de mi generación tiende a atribuir todos los males de nuestro presente a las carencias de la Transición; me parece una actitud hipócrita y comodona. No hay duda de que la Transición fue un apaño, pero hay que estar loco para no preferir mil veces ese apaño al ominoso conflicto civil que el mundo entero auguraba para nuestro país a la salida de la dictadura.
La Transición creó una democracia frágil, pobre y escasa, como no podía ser menos después de cuarenta años de dictadura, pero si hoy no tenemos una democracia fuerte, rica y abundante no es por culpa de nuestros founding fathers, sino por nuestra culpa: hemos sido nosotros, y no ellos, los que no hemos sido capaces de mejorarla. No hay que tener mucha imaginación para conjeturar que la abdicación del Rey se produce porque se siente viejo y cansado, y porque cree que es lo mejor para la monarquía que tanto trabajo le costó restaurar y quizá porque piensa que puede ser un revulsivo para este país; ojalá lleve razón. Por lo demás, hay que ser lo más crítico posible con el duro presente que está viviendo ahora mismo tanta gente a nuestro alrededor, pero ignorar que los casi cuarenta años de reinado de Juan Carlos I han sido los mejores de nuestra historia moderna, los de mayor libertad y prosperidad, es simplemente ignorar nuestra historia moderna. Y esa ignorancia de nuestro presente puede devolvernos lo peor de nuestro pasado
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