Anibal Romero
Admiro y respeto a Mario Vargas Llosa como escritor y persona comprometida con la libertad. Ahora bien, su juicio político no es infalible, pues somos humanos. Ello se manifestó, a mi modo de ver, en un artículo de prensa publicado la semana pasada titulado “La decadencia de Occidente”.
En ese texto el escritor analiza el resultado de las recientes elecciones europeas. Podemos o no estar de acuerdo con sus opiniones acerca de los partidos políticos, movimientos y personalidades que insurgieron de manera palpable contra las instituciones tradicionales de la política en Europa. Ese no es el problema. Lo que desconcierta de Vargas Llosa es que en ningún momento explica por qué, desde su perspectiva, ocurrió lo que ocurrió; por qué se ha producido un rechazo tan elocuente a un proyecto político y económico que ahora suscita el acelerado desapego de un amplio sector del electorado.
Leyendo su análisis de la situación, y exceptuando sus breves alusiones al tema económico, uno podría presumir que el resultado electoral surgió por arte de magia, designio providencial o mero azar, mas no por razones concretas y perfectamente claras, al menos para quien no desee voltear la mirada a otro lado. Y allí está el detalle. Las élites europeas, políticas y financieras, no desean contemplar la realidad y se refugian en gastados insultos y descalificaciones contra la oleada de protesta que se extiende por el continente.
El proyecto europeo comienza a naufragar porque los políticos y partidos tradicionales, de izquierda, centro y derecha, han venido actuando por años con una imperdonable irresponsabilidad, que se patentiza principalmente en cuatro aspectos.
En primer término han permitido, con una ceguera de veras asombrosa y que no parece acabarse, la inmigración masiva e indiscriminada de millones de personas hacia naciones tradicionales y por siglos homogéneas, lo que ha traído inmensos problemas que nadie se atreve siquiera a comentar por temor a ser acusado de racista, fascista y todos los epítetos que hoy se usan para cerrar el debate político antes de empezarlo. A ello se suma en segundo término el intento permanente, apoyado con entusiasmo por los burócratas europeístas en Bruselas y Estrasburgo, de asfixiar las democracias nacionales y construir una especie de superestado federal, controlado férreamente por grupúsculos ajenos a la voluntad popular.
En tercer lugar Europa decae a raíz del peso insostenible de Estados de Bienestar impagables, que es imperativo reformar pero ante los cuales los políticos actúan como si se tratase de un tótem intocable, impermeable a cualquier discusión racional. Y finalmente los partidos y dirigentes de siempre, en España, Francia, Italia, Gran Bretaña, Alemania y casi toda Europa, con las variantes del caso, han abierto las puertas a la corrupción, que junto con la demagogia carcome irreparablemente las democracias.
Estoy seguro de que Mario Vargas Llosa conoce estas realidades. El resultado electoral del pasado mes de mayo, que ha conmocionado los cimientos del llamado “proyecto europeo”, tiene causas plenamente determinables que señalan la inmensa culpa, miopía e irresponsabilidad de las élites políticas y financieras de la región. Estas élites se han separado de los intereses y aspiraciones de las mayorías, a las que ven y tratan con inocultable menosprecio y cuyas preocupaciones legítimas, con respecto, por ejemplo a la inmigración masiva y carencia de mecanismos democráticos para hacerse sentir, son desestimadas con desdén. Esa ceguera sin límites está desatando una tormenta.
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