domingo, 1 de junio de 2014

VOLVERSE LOCO

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ALBERTO BARRERA TYSZKA

No deja de ser curioso que el oficialismo encuentre más intentos de magnicidio que empresas fantasmas. Las denuncias oficiales sobre insurrecciones y posibles ataques homicidas han terminado por crear esta rara paradoja del “golpe de Estado continuado” donde, supuestamente, cada día pasa una hecatombe y también no pasa nada. Todo es al mismo tiempo excepcional y normal. El presidente, aun sabiendo que el terrorismo universal intenta derrocarlo y asesinarlo, duerme cada noche como un bebé. Baila y se ríe. Monta bicicleta. No habla de la crisis sino del cambio climático. Pero, de pronto, entra en trance y se pone en modo conspiración. Comienza su segmento de amenazas. Todos los ciudadanos pasamos a ser, entonces, unos golpistas en potencia. El gobierno cree que el país es un videojuego.

Desde marzo del año pasado hasta ahora, según registra un excelente trabajo firmado por Airam Fernández en Últimas Noticias, el oficialismo ha denunciado por lo menos diez intentos de magnicidio. Los culpables son muchos: desde Henrique Capriles hasta Álvaro Uribe, pasando por el octagenario Posada Carriles y por gente tan precisa como “la oposición” o “sectores de la derecha”. Pero, en rigor, aparte de dos colombianos detenidos, que de manera peculiar ingresaron al país con una fotografía de Maduro bajo el brazo, no ha habido ninguna otra consecuencia. Son historias sin final. Son demasiadas repeticiones sin desenlace. Han convertido la conspiración en un espectáculo aburrido.

Esta semana decidieron que Jorge Rodríguez hiciera la puesta en escena. Rodríguez en plan de psiquiatra, realizando diagnósticos clínicos a partir de la lectura de correos electrónicos. Pero, nuevamente, todo terminó pareciendo virtual.
Lo fáctico siempre es una promesa. No hay datos precisos sobre los supuestos militares implicados en la supuesta operación. Sigue sin aclararse la participación de los funcionarios del Sebin el día 12 de febrero. Las acusaciones se sostienen con supuestas opiniones escritas en supuestos emails o a partir de expresiones de alguna gente absolutamente intrascendente y sin ninguna representación política en el país. Es, además, demasiado obvia la intención de satanizar cualquier manifestación: “No nos vuelvan a decir que eran protestas pacíficas que fueron reprimidas brutalmente”, insistió Rodríguez varias veces, en un esfuerzo por descalificar las marchas y legitimar la represión. Y, en cadena nacional, hizo responsable a “la oposición” del fallecimiento de 42 personas durante los sucesos. Para colmar el absurdo, su apuntador, durante toda la jornada, fue el presidente de la Comisión de la Verdad que, también supuestamente, debe investigar qué ocurrió en realidad en estos meses.

El domingo pasado, Nicolás Maduro le lanzó una advertencia a las autoridades recién elegidas: No se vuelvan locos. He pasado toda la semana reiterándome la pregunta: ¿Qué es volverse loco? ¿Decir que “cuatro sifrinitos quieren tumbar al gobierno” y, dos días después, participar en una rueda de prensa donde se afirma que una conspiración internacional, dirigida por el imperio gringo, trata de derrocar a Maduro? ¿Eso es volverse loco? ¿O decir que la pobreza extrema bajó 5% cuando en realidad subió 8%? ¿Será eso una forma de perder la razón? 

Prometer una lista de empresas de maletín corruptas y luego jamás entregarla, ¿eso es volverse loco o tan solo hacerse el loco? En un país con una grave crisis económica, ofrecer un canal de TV para la FANB, otro para la juventud, otro más para el Gran Polo Patriótico… ¿es o no es volverse un poco loco? ¿Y tener más de 100 viceministros? ¿Acaso es un síntoma de cordura? Dejar en la quiebra a un país multimillonario, ¿será eso volverse loco?

El 23 de marzo del año pasado, Diosdado Cabello confesó que “Chávez era el muro de contención de muchas ideas locas de esas que se nos ocurren a nosotros”. Tal vez solo es eso. El gobierno está vuelto loco. Necesita un enemigo más grande que la inflación. Y todavía no lo consigue.

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