ANIBAL ROMERO
Hace pocas semanas, un lector del prestigioso semanario inglés The Spectator envió una carta a uno de los columnistas de la revista, en la que relató esta interesante anécdota: Al momento de estallar la Primera Guerra Mundial en agosto de 1914, el padre del mencionado lector se hallaba en Dover, en la costa británica del Canal de la Mancha (o English Channel), como miembro de un regimiento del ejército. En tal situación, cuenta su hijo, la primera orden que el regimiento recibió de parte del Ministerio de Defensa fue: “Se instruye a los oficiales a enviar de inmediato sus espadas a las armerías, para ser afiladas”.
Esta breve y en cierto sentido minúscula anéctoda es sin embargo inmensamente ilustrativa. Muchos de esos oficiales y soldados británicos, que contemplaban desde Dover y otras partes de sus islas los espacios de mar que les separaban del continente, así como centenares de miles de oficiales y soldados de otros países en pugna, pronto hallarían la muerte en medio de las trincheras, el barro, el alambre de púas y el ensordecedor tableteo de las ametralladoras y la fusilería, un espectáculo de horror ante el que las espadas, no importa cuán afiladas estuviesen, se mostrarían patéticamente impotentes.
Los lectores de estas notas que hayan tenido oportunidad de ver la popular obra Caballo de Guerra en algún teatro, o la película en ella basada, recordarán con seguridad una terrible escena en la que un regimiento inglés de caballería, con todos sus jinetes blandiendo espadas y avanzando sobre sus hermosos corceles, se lanzan de pronto al galope contra una posición alemana, a comienzos de la Primera Guerra Mundial. El gesto a la vez noble y suicida acaba transformado en una carnicería, cuando las ametralladoras alemanas desatan su fuego incesante y mortífero sobre los atacantes, un fuego que no discrimina entre hombres y animales y les deja a todos tendidos, muertos o agonizantes en medio de cruel devastación.
Todo esto lo expongo para apuntar, por un lado, que al estallar la Primera Guerra Mundial la existencia de las ametralladoras era bien conocida, pues ya habían sido utilizadas en conflictos relevantes para el estudio de lo que las nuevas armas significaban. No obstante, en buena medida los ejércitos europeos entraron en combate como si estuviesen repitiendo experiencias ya superadas, que se remontaban hasta el siglo XIX en ciertos aspectos. Llevaron espadas para chocar contra balas. Por otro lado, Europa se abalanzó hacia su apocalipsis convencida de que la guerra duraría poco y que quizás la venidera Navidad de ese fatídico año de 1914, los sobrevivientes celebrarían en sus hogares. Se pueden contar con los dedos de una mano los que en aquéllos momentos entendieron la magnitud de la pesadilla que se les vendría encima por cuatro años.
Rusia, como es sabido, se involucró en ese conflicto, y los inmensos desastres que experimentaron sus ejércitos, así como los costos en vidas humanas y penurias de toda índole formaron parte del cataclismo histórico que llevó a Lenin y los bolcheviques al poder en 1917. De esa guerra Rusia pasó a la revolución y la creación de la URSS, para luego entrar a las convulsiones de la guerra civil, al triunfo de Stalin en las luchas internas del partido comunista, así como a las infames purgas que el sanguinario exseminarista impuso sobre un país asfixiado de sufrimientos y sobre un pueblo que ahora ingresaba por millones al “Archipiélago Gulag”.
Como si todo ello fuese insuficiente, la invasión hitleriana en junio de 1941 dio inicio a un huracán de destrucción de incalculables proporciones. Si bien es casi imposible concretar una cifra exacta, las estimaciones más confiables señalan que la URSS posiblemente pagó con veinte millones de muertes su victoria sobre Hitler. Lo traigo a la memoria pues en estos mismos días, en pleno año 2014 y ante la peligrosa crisis en Ucrania, los más importanteslíderes políticos y militares de la OTAN congregados en Gales han anunciado la creación de una “Fuerza de Respuesta Rápida”, que según se ha filtrado podría constar de alrededor de 4.000 soldados o un poco más, destinada a ser desplegada con prontitud y eficiencia ante las amenazas de la Rusia de Putin en Europa del Este.
En teoría tal decisión luce adecuada, dadas las circunstancias. No hay duda de que Putin habla en serio cuando afirma que Rusia tiene intereses vitales en Ucrania, y que no va a permitir por las buenas la continuación de la expansión de la OTAN y la Unión Europea hasta los confines de Moscú y San Petersburgo. Putin no está jugando, y frente a lo que Putin representa existen dos opciones: o se negocia en serio y se llega a un acuerdo que tome en cuenta que Ucrania es para Rusia algo similar a México para Estados Unidos, o se le disuade con preparativos militares realmente creíbles, que hagan comprender al líder ruso que sus acciones belicosas podrían acarrear intolerables consecuencias.
Conviene entonces poner las cosas en perspectiva con relación a Rusia. Para citar un único ejemplo, tan solo durante la campaña de Stalingrado, entre el verano de 1942 y febrero de 1943, campaña que desde luego incluyó los feroces combates en el casco de la ciudad, el promedio de bajas de lado y lado, que incluye muertos, heridos, desaparecidos y prisioneros, ascendió a 7.000 por día a lo largo de 6 meses. He llegado a esa cifra considerando el número total de bajas, según lo reportan diversos historiadores, que ronda el 1.300.000 y suma a rusos, alemanes, húngaros, italianos, rumanos, españoles y de otras nacionalidades, y dividiéndole a su vez entre los 6 meses en que se prolongaron las batallas por “la ciudad de Stalin”.
¿Qué tienen que ver las espadas y cargas de caballería de 1914, por una parte, con la URSS, Stalingrado, la OTAN y la Rusia de Putin, por otra?
En primer término, hice el recuento histórico para enfatizar que a mi modo de ver, y una vez más, Occidente está subestimando a Rusia. Es cierto, la URSS afortunadamente murió y la Rusia actual es un país con profundas debilidades económicas, tecnológicas, sociales y demográficas. Pero Rusia no ha muerto y se trata de un país al que no cabe medir exclusivamente por estadísticas de PIB; existen en su dinámica histórica factores de naturaleza espiritual, tradiciones y fuerzas morales que juegan un papel destacado. Y ni hablar de su poderío militar, todavía enorme, así como de la implacabilidad del liderazgo de Putin, aunque nos desagraden su estilo y metas.
En síntesis, disuadir a Putin requerirá más que una esquelética y casi simbólica Fuerza de Reacción Rápida de 4.000 hombres por parte de la OTAN. Rusia está acostumbrada a sufrir.
En segundo lugar, pareciera que Occidente confía en que Putin, si las cosas se complican, actuará siguiendo un libreto apegado al pasado, algo parecido a los ataques con espadas afiladas contra ametralladoras durante la Primera Guerra Mundial, o a las cargas de caballería de tropas polacas contra los Panzer Nazis en 1939. Pero nada lo garantiza. Ya Putin ha asomado, y no miente, que Rusia sigue siendo un gran poder nuclear. He leído algunos estudios que indican que los militares rusos contemplan el uso de armas nucleares de relativo bajo poder en un conflicto europeo, y no para ascender en la escalera de la violencia sino, aunque suene paradójico, para reducirla, confiando probablemente y con no poca razón en que sus adversarios occidentales no se atreverán a seguirles por ese camino. Desde luego, nos movemos en el mundo de las hipótesis al considerar estos escenarios, pero no son excéntricos.
A lo anterior hay que añadir lo siguiente. El pasado 3 de septiembre el diario español El Mundo publicó una reveladora encuesta, que muestra que solo 16% de los españoles de hoy estarían dispuestos a luchar para defender a su país de una agresión extranjera. Creo que si encuestas semejantes fuesen hechas hoy en Berlín, París, Roma y Londres los resultados no serían muy distintos. Cabe por ello preguntarse: si las nuevas generaciones europeas no quieren luchar ni siquiera por su propio país, ¿cómo esperar que muevan un solo dedo para defender a Ucrania o a los Países Bálticos frente a una decidida acción militar rusa?
Por los momentos Putin admite pausas y respalda un cese al fuego en Ucrania, que no tiene visos de extenderse por largo tiempo. La riesgosa política de la OTAN y la Unión Europea dirigida a convertir a Ucrania en otro de sus miembros, ignorando así las reiteradas advertencias de Putin, puede empujar los eventos hasta el extremo de una guerra a gran escala en el viejo continente. Sería aconsejable buscar una salida negociada que garantice la neutralidad de Ucrania. Si la OTAN, no obstante los peligros que hoy se perfilan, opta por no tomar esa ruta negociadora con Putin, pues entonces tendrá que invertir mucho más dinero en rearmarse, ya que con pocas excepciones como la de Polonia, las naciones de Europa duermen desde hace años una especie de “sueño de los justos” en lo que respecta a su defensa, confiadas en la ilusión según la cual el “fin de la Historia” ya tuvo lugar.
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