lunes, 17 de octubre de 2016

EL COSTO DE LA DEMOCRACIA


BENIGNO ALARCÓN

POLITIKA UCAB

Una de las principales características de la democracia es la limitación al poder de los gobernantes, que se impone por la vía de la separación y autonomía de las ramas del poder público que, mediante cuotas de poder equivalentes, se regulan como contrapesos que ejercen una especie de control horizontal entre iguales.
A este control horizontal del poder, se suma el control vertical, que es el que ejerce la ciudadanía mediante los mecanismos creados para su participación, entre los cuales uno de los más importantes es el ejercicio del voto para elegir o revocar el mandato de sus gobernantes, o para ser consultados o decidir sobre otros asuntos públicos a través de consultas o referénda.
Ha sido una práctica habitual de los gobiernos de corte populista, pero con vocación autoritaria, utilizar los momentos de apoyo popular para debilitar y neutralizar los controles horizontales, tal como Chávez hizo al convocar a una Asamblea Constituyente que sirvió para desmontar todo el andamiaje institucional que le pondría límite a sus aspiraciones totalitarias para, a partir de allí, montar una pseudo-institucionalidad a su servicio, o al servicio de la revolución, controlada por sus aliados políticos, que es la misma que hoy sirve para gobernar no solo sin apoyo político, sino incluso en contra de la voluntad popular.
Y es así, justamente, como la destrucción de los controles horizontales, con el apoyo mismo de los electores que han llevado a un gobernante al poder, termina casi siempre revirtiéndose contra los intereses de la misma gente que termina indefensa ante la destrucción de la institucionalidad le protegía y que podría haber puesto límites a las arbitrariedades por las que hoy se pretende mantener el poder.
Pero, al igual que la ausencia de la justicia no hace que los conflictos desaparezcan, sino, por el contrario, que se multipliquen y agraven, la negación de los mecanismos democráticos para la resolución de las diferencias políticas, tal como es el caso del referéndum revocatorio, no hará que las mismas desaparezcan sino que, por el contrario, acarreará una inevitable escalada del conflicto que se manifestará por otros caminos, casi siempre más costosos y menos predecibles, no solo para la gente sino para quienes pretendan mantenerse en el poder contra la voluntad de las mayorías.
Hoy, todos sabemos que la realización de un referéndum revocatorio no es más que la activación de un mecanismo democrático e institucional, reconocido por la Constitución, para formalizar una decisión que en la realidad ha sido ya tomada. Hoy, todos sabemos que una inmensa mayoría del país exige un cambio político inmediato. Tratar de detenerlo puede ser tan peligroso como habría sido desconocer el apoyo a Chávez durante su elección y primeros años de gobierno.
Es así como resultará inevitable que el 26, 27, y 28 de octubre entre 8 y 12 millones de personas traten de hacerse escuchar a través de los caminos institucionales. Tratar de represar colocando muros o embudos a esa corriente humana antes o durante esos días puede ser muy peligroso, y burlar ese proceso desconociendo sus resultados o sus consecuencias mediante excusas técnicas o de cualquier otra naturaleza no lo es menos.
Como hemos afirmado muchas veces antes en esta columna, cuando gobiernos autoritarios que han llegado y mantenido el poder mediante el voto pierden el apoyo popular tienen que decidir entre dos caminos, el de una transición política que abra el paso a nuevos actores o el camino poco predecible de su autocratización, que lo hace cada día más dependiente de la disposición de la Fuerza Armada a reprimir incondicionalmente.
Lamentablemente, todo parece indicar que el gobierno apuesta a su permanencia con o sin el apoyo popular, lo que implica que sin presión social y política no habrá posibilidad alguna de cambio, lo que hace predecible una escalada del conflicto que colocará, ante la precariedad de las instituciones, a los militares ante el dilema de tener que decidir, para bien o para mal, entre convertirse en los verdugos incondicionales de un régimen venido a totalitario o regresar a la institucionalidad que los obliga a ser garantes de la Constitución y la soberanía popular.
Benigno Alarcón Deza
Director
Centro de Estudios Políticos
Universidad Católica Andrés Bello

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