lunes, 24 de octubre de 2016

FRANCIS FUKUYAMA: “El desafío más importante de nuestro tiempo es lograr un Estado moderno”

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En el verano de 1989 Francis Fukuyama (Chicago, 1952) publicó “¿El fin de la historia?”, un ensayo en el que argumentaba que la democracia liberal era el punto final de la evolución ideológica de la humanidad. En 1992 el ensayo se expandió en el libro El fin de la historia y el último hombre (Planeta), que se convirtió en una de las obras más citadas y comentadas del siglo XX. Diez años después Fukuyama publicó El fin del hombre. Consecuencias de la revolución biotecnológica (Ediciones B), un libro en el que advierte de los peligros de entrar en un estado “poshumano” de la historia. Este año aparecieron en español los dos tomos de su fascinante relato del origen y desarrollo de las instituciones políticas. En Los orígenes del orden político. Desde la prehistoria hasta la Revolución francesa y Orden y decadencia de la política. Desde la Revolución Industrial hasta la globalización de la democracia (Ediciones Deusto), Fukuyama echa mano de distintos recursos –de la biología evolutiva a la economía– para explicar las raíces del orden político de la civilización. Para conocer con más profundidad a su autor viajé a San Francisco, donde un tren matutino me llevó a Palo Alto. En un diminuto cubículo de la Universidad de Stanford, Fukuyama respondió mis preguntas con la pericia del orador que ha llenado auditorios en el mundo.


ANGEL JARAMILLO

LETRAS LIBRES


En su libro más reciente rastrea el origen de la democracia y describe cómo en la época actual hay un malestar ocasionado por algunas deficiencias de la democracia liberal. ¿Cuál es el desafío más importante de las sociedades de nuestro tiempo?
La dificultad de lograr un Estado moderno. No me refiero aquí a la democracia, un sistema que es asequible. El mayor desafío, a mi juicio, es lograr un Estado que sea al mismo tiempo estable y libre de corrupción. Un Estado con este binomio es difícil de mantener. Por otro lado, me preocupa el fenómeno de la decadencia política. En El fin de la historia no hablé de países o sociedades que retroceden en su orden político. Ese retroceso es una característica de las sociedades modernas.
Las ideas de El fin de la historia generaron mucha controversia y se escribieron refutaciones apasionadas. ¿Alguno de sus críticos lo hizo cambiar de opinión?
No, lo que hizo que cambiara de posición fue visitar algunos países y ver cómo estos se enfrentaban de manera distinta al dilema planteado por la modernización, sobre todo en los países en vías de desarrollo. Después de ver la experiencia de diversos países llegué a la conclusión de que mi tesis sobre el fin de la historia había sido muy optimista. Algunos críticos lo advirtieron en sus reseñas a mi libro. Una vertiente de esas críticas apuntaba a que el triunfo de la economía de mercado podría finalizar con una versión mediocre de la modernidad. Versiones alternativas que iban a estar muy lejos del ideal liberal. Esa me parece una crítica más válida que las que dicen que el modelo de China, por ejemplo, es una mejor opción al liberalismo.
En El fin del hombre señala que la manipulación genética podría cambiar al ser humano. Esa posibilidad, advierte, pone en tela de juicio su tesis del fin de la historia.
Contesto a su pregunta en orden inverso. El estudio de la naturaleza humana es indispensable para entender nuestros valores y derechos. Así aparece, de hecho, en la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Thomas Jefferson dijo que el pueblo estadounidense mantenía que ciertas verdades son evidentes, como que los ciudadanos tienen los mismos derechos porque nacieron iguales. Esto, claro, puede interpretarse de distintas maneras. Puede partir de observaciones elementales: todos sufrimos, todos tenemos aspiraciones y esperanzas. La mayor parte de los pensadores serios suponen que hay universales formales y aceptan la posibilidad de que la hipótesis del derecho natural sea verdadera. Para hablar de lo que son los seres humanos, Kant y sus seguidores, como Rawls, hablan desde una lógica abstracta y deductiva. A mi parecer hacerlo de ese modo no funciona, porque hay que entender al ser humano en términos de su naturaleza. Atender la naturaleza humana es ineludible en el estudio de la política. El darwinismo desafía esa concepción: Charles Darwin pensaba que la naturaleza no era un punto fijo; hace casi doscientos mil años no había seres humanos. Aunque no existe la posibilidad de que evolucionemos en el lapso de nuestras vidas, las nuevas tecnologías permiten transformar la naturaleza biológica a través de la manipulación genética. Pensamos en seres que pueden ser modificados de manera deliberada. Esto lo planteó literariamente Aldous Huxley en Un mundo feliz, una sociedad en la que hay distintos tipos de seres humanos diseñados para realizar actividades específicas. Un escenario distópico fundado en la ciencia moderna, como mostró Huxley, puede generar sociedades antidemocráticas. En este sentido, el liberalismo, fundado como está en la idea de igualdad, puede no ser la última palabra.
En su libro sobre el futuro biotecnológico se enfoca en lo poshumano y en el primer volumen de su historia de las instituciones políticas asegura que tenemos que entender nuestro pasado prehumano. Entre lo prehumano y lo poshumano se entrevé al Rousseau de los discursos sobre la desigualdad y el progreso.
El capítulo en el que hablo de esto se titula “El estado de naturaleza”. Para Thomas Hobbes y John Locke el estado de naturaleza se planteó como un mecanismo heurístico para entender la naturaleza humana. Rousseau fue, entre otras cosas, un antropólogo: leyó todo lo que se había escrito sobre el tema. Habla de grupos indígenas en el Caribe y otras regiones para entender qué es construido socialmente y qué es natural en el curso de la historia humana. En ese sentido, toda la investigación sobre biología evolutiva o antropología cultural es muy útil.
Con El fin de la historia incursionó en la filosofía política y en la política comparada. En sus libros posteriores se ha centrado más bien en la antropología política y en historia política.
Quizá la razón sea que nunca me vi como un filósofo político. No creo que la filosofía política sea mi fuerte. Algunos de mis amigos que hacen teoría política han criticado mi inclinación por la historia y por las condiciones objetivas que determinan una sociedad. Pienso que uno tiene que estar abierto al mundo empírico. De ahí mi interés en la antropología política y en cómo funcionan las sociedades. Esto también explica lo mucho que me importa la ciencia moderna. Me sorprende que buena parte de los filósofos políticos no sientan curiosidad por los avances en la biología, como si el mundo estuviera sustentado en las teorías de Aristóteles. Esa no es una posición filosófica válida.
Al inicio de Los orígenes del orden político dice que quería replantear la tesis de Samuel P. Huntington en El orden político en las sociedades en cambio.
Es indispensable poner esto en el contexto de la ciencia social de la posguerra. A la mitad del siglo XX la ciencia social estadounidense estaba dominada por la teoría de la modernización que emergió del pensamiento social en la Europa del siglo XIX: Adam Smith, Karl Marx, Émile Durkheim. La vertiente estadounidense tomó una veta optimista que argumentaba que la modernización es un proceso lineal en que distintas variables iban juntas: crecimiento económico, el avance de la democracia, el mejoramiento social, la emancipación individual de restricciones sociales. Huntington fue uno de los pensadores que destruyeron esta idea de la modernización. En El orden político en las sociedades en cambio, que apareció en 1968, Huntington afirmaba que los diversos aspectos de la modernización a veces tienen propósitos distintos. Llegó a decir que si había modernización socioeconómica terminas con inestabilidad y ruptura política. Buena parte de la ciencia social había tomado como dogma la teoría de la modernización. Continuando la tradición de Huntington, he señalado las tensiones que hay en los procesos de modernización. Por ejemplo, hay una tensión entre la democracia y el Estado moderno. La llegada de las sociedades democráticas de masas ha hecho muy difícil mantener un Estado eficiente, porque los políticos piensan solo en sus carreras individuales, lo que provoca que el Estado no funcione del todo bien en su obligación de ofrecer servicios y bienes sociales. No se puede tener una democracia de masas sin identidad nacional u otra forma de valores sociales compartidos. Si se examinan con cuidado, casi ninguna sociedad que se haya construido a partir de la identidad social lo ha hecho en un régimen democrático, sino desde alguna variante de régimen autoritario. Según Huntington, los distintos aspectos de la modernización no coexisten necesariamente en armonía.
También señala que China fue el primer Estado moderno, lo que parece una paradoja: China es una de las civilizaciones más antiguas.
China fue importante porque, aunque no creó la democracia, inventó el Estado moderno, es decir el Estado centralizado, burocrático y que trata a sus ciudadanos con uniformidad. Aunque hubo Estados en Mesoamérica, Mesopotamia y Egipto, China fue mucho más lejos en la tarea de instalar un Estado moderno, mucho antes que los europeos. En mi libro paso por alto Grecia y Roma, una decisión deliberada, porque no creo que ninguna de las dos civilizaciones haya consolidado un Estado moderno. Los griegos tenían democracia, de la que los chinos carecían, pero no Estado. En la India también se desarrolló un Estado, la diferencia con China es que ahí la religión, como entidad metafísica en el primer milenio antes de Cristo, cambia la vida política por completo. Hoy la India y China se encuentran en lados opuestos del espectro. La India es una democracia con un poder disperso y descentralizado con una sociedad muy fuerte. China, en cambio, tiene un Estado muy fuerte y una sociedad civil muy débil. La razón de ello hay que buscarla tres mil años atrás.
Dedica a las sociedades modernas el segundo tomo de su historia, Orden y decadencia de la política. Desde la Revolución Industrial hasta la globalización de la democracia. ¿Qué es lo que separa lo moderno de lo antiguo?
Lo primero tiene que ver con el crecimiento económico. Algo sucedió al final del siglo XVIII que desencadenó las potencialidades de la ciencia y la tecnología para mejorar la productividad económica. Ahora vivimos en una era científica y tecnológica que es innegable. Sin embargo, en ciertas partes del mundo los beneficios de la ciencia no pueden expandirse sin cambios políticos y culturales. China había progresado mucho en el campo de la ciencia y la tecnología en el siglo XV, pero nunca se industrializó porque la actitud hacia el aprendizaje y la búsqueda abierta del conocimiento científico no se dio en China. En China se inventó el reloj mucho antes que en Europa, en la dinastía Sung, pero no le encontraron un uso. Cuando el inventor del reloj murió su invento desapareció. Lo mismo puede decirse de los descubrimientos hechos durante la dinastía Ming: enviaron barcos por toda Asia –llegaron incluso a África–, pero no tardaron en desistir, porque no vieron algún propósito en ello. Pensaban que su civilización ya estaba completa.
En su libro habla del ideal de “llegar a Dinamarca”. Dinamarca, escribe, es un “lugar mítico”, “estable, democrático, pacífico, próspero e integrador, y tiene unos niveles extraordinariamente bajos de corrupción política”. ¿Hasta qué punto Estados Unidos se encuentra alejado de esa sociedad ideal?
Comparado con Alemania, Francia o Dinamarca, Estados Unidos no tuvo un Estado moderno en el siglo XIX. En parte porque era una sociedad democrática. Uno de los argumentos que desarrollo en el libro es que históricamente el Estado moderno ha sido establecido en tiempos autoritarios por países que estaban bajo una gran presión militar. Esa es la historia de Francia y Prusia, que tenían que tener un Estado moderno para movilizar gente a gran escala. Así fue como se modernizaron. Lo mismo le sucedió a la antigua China durante el periodo de guerras. En cambio, Estados Unidos era una democracia antes de consolidar un Estado moderno. Solo a fines del XIX y principios del XX hubo un Estado moderno en Estados Unidos en la era progresista, entre 1890 y la década de 1920. El Estado norteamericano nunca ha sido tan complejo como los europeos. El otro aspecto de la cultura política norteamericana es que los estadounidenses siempre han visto con escepticismo la autoridad estatal. Y esto es visible en nuestras campañas presidenciales. Muchos republicanos piensan que el gobierno en Washington, D. C. es malvado.
Ese es uno de los ejes de la candidatura de Donald Trump. Se propone como el candidato que va contra el sistema, que acabará con el statu quo.
Hay un aspecto en la candidatura de Trump que me parece saludable. Mucha gente está preocupada por el poder que han adquirido los oligarcas en Estados Unidos y por la manera en que controlan el sistema político. Lo que yo llamo “decadencia política” es el proceso en el cual las élites se apropian del gobierno para sus propios fines. Lo que Trump muestra es que eso no es posible. La élite republicana quería a un candidato que representara a los millonarios, pero Trump fue capaz de ganar la candidatura con el apoyo de grupos que han sido vulnerados económicamente. Lo que Trump representa es a un grupo de la clase trabajadora resentida por los efectos de una sociedad desigual. Por otro lado, Trump es un bochorno y no pienso que esté ni remotamente preparado para gobernar. No va a poder defender a la gente que lo está apoyando. Pero es un hecho lamentable que los pueblos no siempre eligen a la persona adecuada.
Latinoamérica ha atravesado cambios significativos en los últimos años. ¿Cuáles son los desafíos más importantes que enfrenta?
Latinoamérica es la única región del mundo que luce bien al día de hoy. Por un lado, está el desafío de movimientos populistas en los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, en Argentina y otros lugares que responden, como en Estados Unidos, a la polarización económica. De hecho, la desigualdad disminuyó en la región en la última década. Es la única zona del mundo donde eso sucedió. Este proceso fue posible en parte gracias a los movimientos populistas, que al mismo tiempo han sido funestos para la democracia. Los gobiernos populistas querían imponer un poder ejecutivo permanente no sujeto a un verdadero sufragio y suprimir a la oposición y la prensa. Pero ha habido elecciones en Argentina, Venezuela y Bolivia, y muchos votantes han rechazado a los populistas. En estos momentos hay en Argentina un gobierno que está proponiendo políticas económicas mucho más razonables que van a permitir mayor crecimiento a largo plazo. Me parece que en general Latinoamérica está haciendo lo correcto. Lo más urgente para América Latina es construir un Estado moderno, porque, si consideramos el nivel de riqueza de la región, la capacidad de los gobiernos latinoamericanos para ofrecer servicios públicos ha sido terrible. Y eso comienza con la educación básica. El nivel de la educación en Latinoamérica no está tan mal, pero la desigualdad en su acceso es el verdadero problema. Las escuelas de élite han prosperado a expensas de la gran cantidad de jóvenes que no pueden ingresar a un centro educativo de calidad. En el caso de Brasil, las marchas en contra de Dilma Rousseff comenzaron porque la gente no tenía acceso a servicios públicos básicos. La región no ha hecho las cosas tan mal en cuanto a servicios de electricidad y agua, un problema mayúsculo en el caso de la India. Sin embargo, los niveles de corrupción son extremadamente altos. El problema de México es la corrupción endémica. En este sentido el gran desafío del país es establecer el imperio de la ley. En los últimos años se ha retrocedido en ese rubro. Durante los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón se mantenía la percepción de que el país se democratizaba, pero ahora el país ha vuelto a un modelo clientelista. A pesar de ello, creo que hay esperanza porque la política moderna viene impulsada por la clase media que está creciendo en América Latina. Creo que el futuro es halagüeño. ~

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