sábado, 29 de octubre de 2016

La sociedad de los cálculos


Daniel Innerarity

Se podría decir sin exageración que vivimos en una sociedad desconocida. Se está suscitando un intenso debate acerca de por qué se equivocan las encuestas, por qué fallan referendos que parecían previsibles, pero me temo que eso es un caso concreto que acredita una dificultad mas general de predecir los eventos futuros. No sólo nos cuesta adivinar el resultado de las elecciones y las consultas, sino también el éxito de una serie de televisión, el comportamiento de una empresa en la bolsa o las crisis financieras. ¿Tienen estos fracasos alguna explicación, sobre todo si tenemos en cuenta que no carecemos de sofisticados instrumentos de medición?
Durante los últimos años se ha hablado mucho de crisis de la representación política y este fenómeno tiene mucho que ver con el debilitamiento de los procedimientos estadísticos y los modelos predictivos que hacían inteligible el comportamiento social. No nos sentimos bien representados porque cada vez menos gente obedece a una sola lógica, pero también porque no queremos ser entendidos ni gobernados así. Hay en esta resistencia hacia las categorías generales una explícita o implícita reivindicación de la singularidad. En última instancia, la desconfianza de los individuos hacia políticos, periodistas, sindicalistas o expertos obedece al rechazo a ser engullido en clasificaciones previamente definidas. Lo más que uno puede aceptar es que le consideren como parte de “la gente”, y de ahí el éxito de esta categoría tan leve, en la que es más fácil reconocerse que en otros términos más enfáticos.
Esta lógica es también consecuencia de la individualización que acompaña al uso del mundo digital. En sociedades jerárquicas en las que el acceso al espacio público estaba muy restringido era fácil hablar en nombre del individuo mediante las categorías que lo representaban. Gobernantes, líderes de todo tipo y estadísticos hablaban por la sociedad. Esta palabra delegada aparece cada vez más como abstracta y arbitraria, incapaz de representar la diversidad de las experiencias individuales. Los individuos se representan a sí mismos o reclaman no ser reducidos a la categoría que les representa.
Ahora bien, toda institución que pretenda dirigirse al público se encuentra con la dificultad de identificar los deseos de los clientes, los intereses de los trabajadores o la voluntad de los votantes en un momento en el que los nichos de mercado, la clase trabajadora o la distinción entre derecha e izquierda han dejado de ser categorías rotundas. ¿Cómo calcular la sociedad sin categorizar a las personas, sin etiquetarlas excesivamente, pero sin perder al mismo tiempo la capacidad de identificar a las personas y a los grupos sociales con cierta precisión?
Ciertos datos no son el resultado de una huella involuntaria sino de una acción intencional
Este es el contexto en el que se presenta la solución del big data. La sociedad no es observada desde categorías en las que encajarían los individuos sino a partir de las huellas que realmente dejan y que los singularizan. En vez de las variables estables y estructurantes, los algoritmos prefieren capturar los acontecimientos (un click, una compra, un desplazamiento, una interacción...) sin categorizarlos.
Para justificar el desarrollo de estos instrumentos predictivos los promotores del big data descalificaron la capacidad de los juicios humanos como el origen de muchos errores, demasiado optimistas, ideologizados, sometidos a las emociones. No es casual que estos procedimientos de interpretación de nuestras sociedades hayan despertado el entusiasmo de la izquierda y la derecha; para quienes estaban especialmente interesados en la autorrealización personal, esta revolución de los cálculos prometía emanciparse de cualquier categoría totalizante y consagrar la decisión individual, pero también fue asumida por las políticas neoliberales de los 80, que generalizaron los indicadores pensando así enterrar definitivamente a las ideologías en favor de una nueva objetividad tecnocrática.
Para obtener los mejores resultados de esta revolución de los cálculos hay que tomar distancia, no obstante, frente a ciertos mitos que la acompañan. De entrada, la revolución de los datos no nos garantiza la objetividad. Estamos ante una revolución que consagra las correlaciones sin causas y los datos sin teoría. Pero también sabemos, frente a este objetivismo extremo, que los datos brutos no existen. Toda cuantificación es una construcción que establece convenciones para interpretarlos.
Hay otra fuente de inexactitud que procede de que ciertos datos no son el resultado de una huella involuntaria sino de una acción intencional. Como todas las métricas de reputación en la web, no es difícil manipular los indicadores. Las emisiones de televisión están muy atentos a los comentarios que suscitan en Twitter, las marcas cuentan los likes que han recibido (o comprado) en Facebook, los militantes de los partidos se instalan en sus cuarteles generales para bombardear las redes sociales cuando su candidato sale en la televisión, hay instituciones mejorando su performance en los indicadores y no tanto en lo que se supone que los indicadores deberían medir...
Tal vez lo más insatisfactorio de esta revolución de los cálculos es que no es nada revolucionaria. El análisis de datos actúa como un dispositivo de registro, hasta el punto de tener grandes dificultades para identificar lo que en esa realidad hay de aspiración, deseo o contradicción. Como ha advertido Dominique Cardon, la ideología de esta sedicente superación de toda ideología es un “comportamentismo radical”: por un lado nos pensamos como sujetos emancipados de toda determinación, pero continuamos siendo en una medida mayor de lo que desearíamos seres previsibles al alcance de los calculadores. Si hemos de tomarnos nuestra libertad en serio, también forma parte de ella nuestra aspiración de modificar lo que hemos sido dando así lugar a situaciones hasta cierto punto impredecibles.
Y a este respecto los algoritmos que se dicen predictivos son muy conservadores. Los algoritmos predictivos no dan una respuesta a lo que las personas dicen querer hacer sino a lo que realmente hacen sin decirlo. Son predictivos porque formulan continuamente la hipótesis de que nuestro futuro será una reproducción de nuestro pasado, pero no entran en la compleja subjetividad de las personas y de las sociedades, donde también se plantean deseos y aspiraciones. Apenas registran, por ejemplo, la aspiración personal de dejar de fumar y continúan haciéndonos publicidad de tabaco, dando por supuesto que seguiremos fumando; en el plano colectivo, tampoco ayudan gran cosa a la hora de formular ambiciones políticas, como la lucha contra la desigualdad, que contribuyen a reproducir. ¿Cómo queremos entender la realidad de nuestras sociedades si no introducimos en nuestros análisis, además de los comportamientos de los consumidores, las enormes asimetrías en términos de poder, las injusticias de este mundo y nuestras mejores aspiraciones de cambiarlo?

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y profesor visitante en la Universidad de Georgetown.

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