miércoles, 24 de noviembre de 2010

EL TERRORISTA SUICIDA.


MARIO VARGAS LLOSA.

EL PAÍS (ESPAÑA) - 23-NOV-10

La capacidad de destrucción de quien no le importa
morir matando es inmensa. No pretende ganar una
guerra, sino que las democracias renuncien a
la gran conquista de las libertades

Al final de la Segunda Guerra Mundial, un suspiro
de alivio recorrió el Occidente: la contienda había
sido feroz pero la humanidad se había librado del
nazismo y la tiranía de Hitler. El mundo aprendería
la lección, los países no se dejarían seducir por
caudillos fanáticos y renunciarían a ideologías
aberrantes como el nacionalismo y el racismo
que habían provocado la reciente catástrofe. Se
abría un período de paz y convivencia en el que
prosperarían la democracia y la cultura de la libertad.

Era un optimismo precipitado. Entre los vencedores,
estaba la Unión Soviética y Stalin no tenía la menor
intención de renunciar a su propia versión del totalitarismo
y a conquistar el mundo para el comunismo. Muy
pronto comenzó la Guerra Fría que, por 40 años, mantendría
al planeta en vilo, bajo la amenaza de una
confrontación atómica que acabara con la civilización
y acaso con toda forma de vida en el planeta.

El desplome de la URSS por putrefacción interna
y la conversión de China en un país capitalista (pero
vertical y autoritario) despertaron, a fines de los ochenta,
un nuevo entusiasmo en todos los amantes de la
libertad. El enemigo más enconado, junto con el fascismo,
de la libertad se desplomaba por efecto de su
fracaso económico y social, sus injusticias y sus
crímenes. Una vez más la democracia aparecía como
el único modelo capaz de generar la coexistencia
en la diversidad en el seno de las sociedades y de
producir desarrollo, riqueza y oportunidades dentro
de un sistema de respeto a los derechos humanos,
legalidad y libertad. Francis Fukuyama encarnó ese
espíritu hablando de "el fin de la historia", una etapa
en que, superadas las grandes contradicciones entre
países e ideologías, poco a poco se establecería
un consenso general a favor de la democracia que
no se vería perturbado por los fanáticos de izquierda
o de derecha, reducidos a minorías insignificantes.

Era pecar de optimismo una vez más. Al mismo tiempo
que esta irreal profecía provocaba una
polémica internacional, en el Próximo y el Extremo Oriente
un nuevo desafío implacable contra la cultura de la
libertad se hacía presente encarnado en el
integrismo islamista que llevaría su mensaje de
odio al corazón mismo de los Estados Unidos,
Londres, Madrid y otras ciudades europeas,
llenando las calles de millares de muertos
inocentes e inaugurando un período de
terrorismo internacional que tomó por sorpresa a
todo el Occidente. Los atentados se extendieron
luego por el África, el Oriente Próximo y el Asia,
dejando en ciudades como Nairobi, Dar Es Saalam,
Yebra, Mombasa, Casablanca, Sharm el-Sheij, Dahab,
Kampala, Bali, Islamabad y prácticamente todas las
ciudades de Irak y Afganistán, montañas de
cadáveres. (Conviene precisar que el número de
víctimas del integrismo islamista ha sido mucho
mayor entre los musulmanes que entre los cultores
de otras religiones y en los no creyentes).

Pronto el mundo libre descubriría que los tentáculos
de Al Qaeda y los grupúsculos afines tenían infiltrados
en sus propias comunidades y contaban con cómplices
en el seno de familias inmigrantes, a veces de segunda
y hasta tercera generación. Los antiguos monstruos
estaban vivos y coleando, aunque ahora no dispusieran
de grandes ejércitos. No los necesitaban. Su estrategia
de acoso y derribo de la democracia contaba con un
arma novedosa y dificilísima de combatir: el terrorista
suicida.

Ha existido desde la noche de los tiempos, pero, incluso
en el Japón, donde morir matando en honor del
Emperador fue practicado por muchos japoneses
durante la Segunda Guerra Mundial, se trató por lo
común de casos aislados, incapaces de hacer variar
por sí mismos el curso de una guerra. El terrorista
suicida moderno, tal como lo hemos visto operar en Irak
luego de la invasión que derrocó al régimen de
Sadam Hussein y lo estamos viendo actuar ahora en
Pakistán y Afganistán, es algo sin precedentes:
un instrumento central de la estrategia diseñada
por Bin Laden y sus aliados. No consiste en
infligir una derrota militar al Gran Satán (Estados Unidos)
sino en irlo socavando mediante atentados contra
víctimas inocentes y locales civiles, que siembran
la inseguridad y el pánico, desordenan el funcionamiento
de las instituciones y llevan a los gobiernos,
desconcertados ante esa guerra solapada, hecha de
golpes súbitos a blancos inesperados, a tomar medidas
de seguridad que a veces contradicen de manera
flagrante los más caros principios democráticos y
violan una de las mayores conquistas de la cultura
de la libertad como son los derechos humanos. Lo
ocurrido en Guantánamo o en la cárcel de Abu Ghraib
en Irak con los prisioneros sospechosos de colaborar
con el terror son sólo dos ominosos ejemplos, entre
muchos otros, de cómo la estrategia de Osama Bin
Laden va dando resultados.

El terrorista suicida es un arma muy difícil de combatir
en una sociedad abierta, donde las leyes se respetan,
así como las garantías individuales y los derechos
humanos, y donde críticas, doctrinas e ideas se
expresan libremente. Puede permanecer
desapercibido, infiltrarse y desaparecer entre las
gentes comunes y corrientes, preparar sus atentados
con una infraestructura mínima y escoger su blanco
y su momento con comodidad. La capacidad de
destrucción de quien no le importa morir matando
es inmensa, ya que esta disposición, insólita
para sus adversarios, lo hace poco menos que
invisible para éstos hasta el instante mismo de
provocar el cataclismo. Por lo pronto, puede
moverse con facilidad por los lugares donde va
a cometer su inmolación, lugares que jamás
podrían estar protegidos en su totalidad. No hay
manera de que un gobierno esté en condiciones de
rodear de vigilancia estricta todos los lugares públicos
de un país o una ciudad entera.

De otro lado, el desarrollo espectacular de la
tecnología bélica, que permite en nuestros
días que artefactos pequeños y manuables
causen más estragos que antaño toda una unidad
de artillería, facilita enormemente la tarea del
terrorista. Hemos visto casos tan sorprendentes
como materiales inflamables capaces de incendiar
un avión, escondidos en el polvo de los zapatos de
un suicida potencial. Dentro de la loca carrera de
la especie humana hacia la muerte no es
imposible que lleguemos pronto a la aparición
de armas atómicas portátiles.

El blanco del terrorista suicida no es por lo común
un objetivo militar, que suele contar con
sistemas de protección avanzados. Son objetivos
civiles, que concentran gran número de personas,
edificios públicos, estaciones de metro o de tren,
aviones de pasajeros, mercados, centros
deportivos. El terrorista suicida no pretende
ganar una guerra, ni siquiera debilitar el aparato
militar de su enemigo. Quiere aterrorizar a la
población civil, sembrar la confusión y el caos,
de manera que, presionados por una opinión pública
insegura y encolerizada, que exige mano firme
a sus gobiernos, éstos conviertan a la seguridad en
la primera de sus obligaciones, sacrificándole las
otras. Esto ha significado, para las instituciones públicas
y las compañías privadas, una multiplicación
vertiginosa de gastos y de personal en sistemas
de detección de armas y metales, en lugares de
trabajo y reunión, almacenes, bibliotecas, estadios,
lugares de diversión, dificultando el transporte y
perturbando la vida cotidiana a extremos a veces
de pesadilla para la mayoría de la población.

La consecuencia más grave de la amenaza del
terrorismo suicida que planea hoy sobre el
Occidente democrático y liberal, es que éste,
en sus esfuerzos por defenderse contra la
repetición de matanzas como las de las Torres
Gemelas de Manhattan o la Estación de Atocha de
Madrid, va renunciando a las grandes conquistas
de
la cultura de la libertad, reduciendo o aboliendo los
derechos que garantizan la privacidad, el principio
de que nadie es culpable mientras no se
demuestre judicialmente que lo es, la prohibición
de la tortura, el habeas corpus, el secreto
bancario, el derecho de crítica, la libertad de
expresión, y confiriendo a los cuerpos militares y
policiales de inteligencia, especializados en
la lucha antiterrorista, un poder que escapa
parcial o totalmente al control de los órganos
representativos del Estado de derecho como el
Parlamento y el Poder Judicial. Mediante
amenazas y chantajes, el terrorismo pretende, y
por desgracia a menudo consigue, intimidar a
autoridades y órganos de prensa para que renuncien
a su libertad de información y de crítica y a veces
a la simple verdad a fin de no ser víctimas de
represalias, como se vio con el episodio de las
caricaturas de Mahoma publicadas en un
periódico de Dinamarca.

¡Qué extraordinaria victoria para los líderes integristas
que lanzan a sus fanáticos enfardelados de explosivos
contra muchedumbres inermes ver cómo las
democracias van dejando de ser demócratas
con el argumento de que la única manera de
defender la libertad es conculcándola y dando pasos
que las acercan cada día más a los regímenes autoritarios!

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