PARA LUIS MIQUILENA
Elias Pino Iturrieta
Parece que ya se superó el período del reconocimiento de Maduro como jefe del Estado. Ya el capitán Cabello no exige a los diputados de oposición que acepten públicamente la legitimidad de la presidencia del susodicho, como requisito para que puedan ejercer su oficio en la AN. El asunto ha desaparecido de los discursos de los líderes de la oposición, incluido Henrique Capriles, que lo ventilaba con frecuencia. Las voces del común que hablaban de la ilegalidad del actual mandato no suenan como antes. ¿El gobierno es el resultado de un fraude electoral? La pregunta ya no es usual, periódico de ayer, como dicen.
El tiempo de un pertinaz descreimiento ha sido sucedido por la etapa de lo que se ha dado en llamar diálogo en una escena empeñada, desde hace años, en evitar que las partes interesadas en el bien común se detengan a hablar sobre lo que les incumbe. Sin ponernos ahora a pensar con detenimiento en lo que tienen de interesada farsa las conversaciones que ahora vemos entre algunos de los líderes de los bandos enfrentados, en lo que parece más una comedia que un drama representado de manera convincente por sus actores, la existencia de tales contactos determina la desaparición del problema del reconocimiento del actual presidente. El tema monopolizaba el panorama y ahora no le quita el sueño a los detentadores del poder, especialmente al más alto de ellos. Él ha convocado a un diálogo, seguramente porque el agua le llega hasta el cuello, y los invitados han acudido como tertuliantes sin reflexionar cabalmente sobre los motivos que han sacado de su hermetismo al anfitrión. Han disfrutado el convite, si juzgamos por la cara de ciertos alcaldes ingenuos y complacientes que no dejan de mostrar su regocijo porque obtuvieron la limosna de unas patrullas que necesitaban. No han faltado los que salieron raudos a hacer bailoterapias contra la violencia, o para congratularse por su debut en la mansión de los acercamientos edificantes. Quizá piensen, por falta de costumbre, que eso es un diálogo y que los resultados del convite se quedan necesariamente en migajas. Sea como fuere, y pese a los magros resultados, se está hablando con el hombre a quien no se reconocía como cabeza de la nación.
Ya no se trata, pues, de derrocar a Maduro porque es ilegítimo, sino de mirar con seriedad la cara de los problemas representados por su gestión y cuyo arreglo probablemente no saldrá de unos dialogantes que se contentan con poca cosa. La solución de las urgencias del país llama a otro tipo de entendimiento de la realidad, sin pensar en la expulsión del presidente de la República, a un inédito viraje que impida el recrudecimiento de la crisis gigantesca que experimenta la sociedad. Buena parte de esto que ahora escribo se inspira en las recientes declaraciones de Luis Miquilena en el diario El Universal, en entrevista con Roberto Giusti. El hombre que promovió el ascenso de Chávez se espanta por los resultados de su trabajo y llama a un tipo de acciones que no conducen necesariamente a la violencia, ni a invitarnos a llevar a cabo o a apoyar un movimiento golpista, sino a la demostración masiva de un descontento generalizado y aun de una repugnancia debido a los cuales no le quede más remedio al gobierno que mudar en términos redondos su manera de administrar el bien común, so pena de derrumbarse por la carga de sus errores. El hombre que podía quedarse en su casa a rumiar su frustración, pasando agachado en el seno del hogar, da una demostración de coraje cívico cuya profundidad es de notable envergadura porque llama la atención sobre las posibilidades de una fuerza que no se limita a la que hasta ahora ha demostrado la oposición, porque propone una intención capaz de encontrar voces y voluntades en los espacios en los cuales se aclimató, hace ya casi dos décadas, la raíz del proyecto político que hoy nos lleva por la calle de la amargura.
¿Con qué se come eso?, preguntará el lector, como hizo Miquilena en el pasado cuando habló de la sociedad civil. Parece que ya él descubrió y probó los ingredientes del menú, hasta el punto de reclamar puesto en la mesa. Si ya la sociedad civil se ha dejado de solicitudes anacrónicas y mira con desdén a los dialogantes de la actualidad, debería detenerse en las palabras de un veterano combatiente que procura, como la República, vivificante compañía.
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