RICARDO COMBELLAS |
EL UNIVERSAL
El último presidente latinoamericano que ha planteado, cierto que sibilinamente, la posibilidad de reformar la Constitución para establecer la reelección indefinida y así continuar en el poder es el ecuatoriano Rafael Correa. Con tal iniciativa se incorporaría Correa a la larga lista de altos mandatarios que en la historia de nuestros pueblos ha seguido tal camino, que se remonta por cierto a los mismos días aurorales de sus flamantes repúblicas. Y ello no solo ocurre con presidentes de claro talante autoritario (no prejuzgo a Correa, cuyo gobierno ha sido en muchos aspectos positivo), sino también con aquellos que en su gestión de gobierno mostraron un indiscutible talante democrático. Tal fue el caso del presidente Cardoso de Brasil, pues desde la asamblea constituyente del año 1988, de la que fue miembro, argumentó en contra de la reelección, lo cual varió una vez en el cargo, cuando asintió una reforma constitucional que autorizaba su reelección para el siguiente período.
Cierto que hemos avanzado en estas latitudes en la lucha por el predominio del "gobierno de las leyes" sobre el "gobierno de los hombres", pero en este punto seguimos siendo altamente vulnerables. Soy de los que comparten la tesis de la reelección inmediata y por una sola vez del jefe del Estado en los sistemas presidenciales, pero lamentablemente se constata que no ha sido una barrera de contención para la aspiración de algunos hombres, en particular los personalismos autoritarios, por perpetuarse en el poder. En efecto, las barreras constitucionales, así se vulneren principios fundamentales como el de la alternabilidad, no han sido óbice para convocar al pueblo y solicitar la reforma constitucional tan anhelada. Se configura lo que el constitucionalista italiano Luigi Ferrajoli denomina como "democracia plebiscitaria", para distinguirla de la "democracia constitucional", regida por el respeto a los derechos humanos, la despersonalización del poder y el equilibrio entre las diversas ramas del poder público.
Siempre surgirán argumentos que justifiquen los caprichos de los hombres poderosos, en definitiva todos reveladores de ese anhelo que los invade, y que sólo es capaz de comprender la psicología profunda, por disfrutar y nunca abandonar el dulce elixir del poder, una forma de alienación humana invasiva e irracional que se apodera del ego y lo potencializa al extremo del cultivo de sentimientos cautivantes, cuya abandono solo produce en los que los padecen soledad, desesperación y tristeza. En suma, estamos frente a una cruda realidad demoníaca, el egoísmo encarnado en el poder, que sitúa en quien sufre tamaña patología por encima del común de los mortales, que deben rendirse ante los efectos anestésicos de sus virtudes pretendidamente sobrehumanas.
Las repúblicas, tanto las antiguas como las modernas, han constituido hasta ahora la forma de gobierno más exitosa contra los excesos deletéreos del poder y los poderosos, pues cultivan las virtudes morales y colocan el bien común por encima del egoísmo que tanto tienta a los humanos. En una república moderna, libertaria pero también social, donde la Constitución se respete y hasta venere como el escudo de las libertades ciudadanas, prospera el imperio del Derecho y se fortalecen nuestras garantías políticas y jurídicas. Tenía razón Bolívar, y mil veces vale la pena ser citado: "La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía".
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