LUIS SALAMANCA
Una reacción en cadena viene
estallando en las bases de la sociedad venezolana. Es la dinamita colocada
durante quince años en todas las actividades económicas que explotaron entre
2013 y 2014, con la excepción de las actividades financieras. Esta genera una
secuencia de reacciones adicionales que van armándose como un árbol de efectos.
La escasez es una de esas reacciones adicionales que, cual efecto dominó, va
sacando del mercado uno a uno, todo tipo de productos requeridos en una
sociedad normal. No es sólo falta de alimentos, sino de todo, constatado cuando
el ciudadano tiene una necesidad.
La reacción en cadena económica
dispara otras reacciones en cadena en el plano social. Largas colas para
comprar, varias visitas a comercios y altísimos precios es el sambenito del día
a día, más los conflictos interpersonales generados por la lucha en que se ha
convertido conseguir la papa. La gente empezó a vivir en la anormalidad, en el
desequilibrio, en el tumulto. Surgen nuevos comportamientos sociales: cuando
alguien da el pitazo de que llegó algún bien, los negocios se ven atestados de
una colmena de personas, muchas de las cuales no son clientes habituales, lo
que provoca el rechazo de los consumidores frecuentes que no consideran justo
que se le venda a “extraños” antes que a los conocidos. Esto ha producido
trifulcas por la comida. Ciertamente la gente termina comprando algunos
productos de la subsistencia, sin poder escoger, a veces usando contraseñas con
el abastero (como si se tratara de una actividad secreta). Esto se repite día
tras día, pues, se come diariamente.
En medio de este panorama (a lo que
hay que sumar la larga lista de problemas no resueltos, viejos y nuevos), el
país se enreda a una velocidad pasmosa. Actividades fundamentales para llevar
una vida básica van colapsando por la falta de recursos, específicamente, por
la falta de dólares, para importar lo que no producimos. El Gobierno no sólo no
tiene plata para comprar lo que no producimos sino que no tiene plata para
pagar lo que ya consumió. Ni tiene plata para afrontar la larga lista de
compromisos contraídos con los pobres. Esa es su única preocupación; las otras
clases se abandonan a su suerte, total ellos son los “privilegiados”.
El país no colapsa en un solo
movimiento y a una misma hora, sino poco a poco. Colapsos por aquí, colapsos
por allá, se van acumulando y van produciendo un efecto general en la vida de
la gente. Se destruye el modo de vida que los venezolanos consiguieron en el
Siglo XX a partir de la explotación del petróleo y al cual se le podía criticar
porque creíamos que no era suficientemente productivo, sino más bien
distributivo. Pero comparado con lo de hoy, se reivindica como altamente
productivo. Había sólo que hacer reformas económicas para mejorar aquello. Hoy
no es sólo la calidad, o el nivel, sino el modo de vida el que se hunde. Los
venezolanos del Siglo XXI tienen negado el derecho a una vida normal:
tranquila, previsible, estable. En los últimos días se siente que el colapso
adquirió mayor velocidad.
A partir de 1983, año del “viernes
negro”, Venezuela ha vivido sucesivas crisis rentistas petroleras. La primera
fue la crisis por devaluación: había que pagar más bolívares por los mismos
dólares; esta crisis nos despojó del subsidio que había tenido la sociedad
venezolana desde 1934, cuando se implantó el Plan Tinoco. Comenzó la etapa
difícil del rentismo. Atrás quedaba el rentismo fácil del 4.30 Bs. por dólar,
la Venezuela saudita. Luego vino la segunda crisis del rentismo con el Gran
Viraje de Carlos Andrés Pérez en su segundo gobierno. Este intentó cambiar el
modo de vida cambiando el modelo económico, poniendo a la gente a pagar más por
los servicios y los alimentos y a generar un mercado de productores sin la
muleta del Estado. Se buscaba una sociedad productiva mediante un choque sin
precedentes contra la Venezuela populista, de la cual, Pérez había sido el
abanderado. El país se opuso. El caracazo y el golpe militar de Chávez echaron
para atrás la vía iniciada por Pérez y desde entonces el país entró en una
constante devaluación e inflación que generaron una desigualdad social
tremenda. En los 90 se sumó la baja increíble de los precios del petróleo. El
barril llegó a niveles por debajo de los que tenía en 1974: de 14 $ pasó a 9 $.
La pobreza volvió a aumentar después
de haber disminuido en las décadas anteriores. La clase media más grande de
América Latina (más del 50% de la población) en los setenta comenzó a
desplomarse. Caldera en su segundo gobierno no detuvo la crisis de la sociedad
rentista, sino que se agudizó con la quiebra en cadena de la banca. De nada
valieron las reformas político-electorales de los noventa para re-enamorar
al venezolano. Este había roto sus nexos psico-políticos con los
partidos. Pese a la crisis, el modo de vida se mantenía dentro de lo normal.
Llegó Chávez para arreglar esto, como expresión de los insatisfechos generados
desde 1983.
El exmilitar creyó que el problema
era que los ingresos del petróleo se le habían negado a los pobres y se lo
habían llevado los ricos, la oligarquía o la burguesía. Para él el problema no
era de eficiencia del Estado, de la necesidad de una economía productiva, sino
que los privilegiados se llevaban todo dejando sin nada a los pobres. Inició
entonces un plan de igualación social que incluía poner más plata en los
bolsillos de los pobres (pero sin sacarlos de la pobreza), expropiar grandes
empresas y fincas productivas, controlar el dólar, control de precios; además
de gastar la inmensa masa de dinero (un potosí) que le entró al país por el
aumento espectacular de los precios del petróleo.
Todo se podía comprar afuera y ello
era políticamente deseable porque se estaba debilitando y liquidando el poder
económico-político de la burguesía, declarado enemigo social principal por el
nuevo régimen. Politizó la pobreza y consiguió un filón político prometedor en
la gente de menores recursos a la cual halagó y dirigió sus programas, más
mediáticos que eficaces.
Para adelantar la revolución mediante
procedimientos autoritarios, necesitaba muchos apoyos nacionales e
internacionales. Miles de millones dólares se gastaron en los Consejos
Comunales y en las redes de apoyo electoral oficialista y en los países amigos
que dan su voto en los organismos internacionales. El potosí se fue gastando y
se fue comprometiendo, llegando a un nivel de rigidez del gasto muy alto. Las campañas
reeleccionistas de Chávez necesitaban mucho dinero y se gastaron ríos de plata.
Mientras el país dejaba de producir lo que antes producía. Las elecciones de
2012 dejaron exhausto el Fisco Nacional.
Tras su muerte el país se enfrentó a
la cruda realidad. No producimos lo que antes producíamos, no tenemos plata
para comprar lo que no producimos, el Gobierno endeudado deja de pagar, los
proveedores internacionales detienen el envío de productos, pues, se le deben
miles de millones de dólares. La consecuencia es que no hay abastecimiento, ni
plata para importar, ni para pagar deudas. ¿Habrán guardado un poco para las
elecciones de 2015? La reacción en cadena del desabastecimiento, la escasez y
la inflación desbocada, no se hizo esperar. Es la cotidianidad de la Venezuela
del Siglo XXI.
Es la última crisis rentista y puede
ser la definitiva. Es la demostración de que éramos una sociedad que vivía del
ingreso del petróleo, pero este se ha acabado, no porque se secaron los pozos
sino porque se acabó el dinero que generaba. El panorama es pavoroso. Lo que
ingresa hoy por barril de petróleo no es poco, pero es insuficiente para una
sociedad y, sobre todo, para un Gobierno que gasta a manos llenas alimentando
el clientelismo nacional e internacional para obtener apoyos políticos. Ya no
hay renta para tanta gente. El Gobierno recurre a la máquina de imprimir
billetes realimentando la inflación que se come el salario y que avanza a
velocidad peligrosa rumbo a la hiperinflación. El Gobierno deja de pagar por aquí
y por allá. Las empresas extranjeras no sólo se retiran del país sino que
interponen demandas ante instancias internacionales. La República debe a cada
santo una vela. Nos aislamos internacionalmente, no sólo en lo económico, o en
lo social sino también en lo académico, en lo intelectual, en lo científico, en
lo cultural. Se va el capital humano formado en el país.
Hoy no somos ni distributivistas ni
productivistas. Ni podemos repartir lo que no tenemos (salvo las migajas que
quedan de la torta); ni podemos producir, pues, destruyeron el modo de
producción capitalista en favor de un modo de producción presuntamente
socialista y que es solo una economía estatizada, comandada por burócratas de
partido y por militares. Bienvenidos, pues, al socialismo burocrático-autoritario
venezolano, reino de la escasez, del endeudamiento, de la inflación
descontrolada, en fin, del empobrecimiento masivo.
Venezuela vive un proceso de
achatamiento social: todos los sectores (especialmente los que dependen de un
sueldo) se ven reunidos en una igualación hacia abajo. Se aumenta el salario
mínimo, pero no se aumenta el resto de los sueldos. La clase media de hoy no
llega a 20% de la población. Va apareciendo una sociedad oligárquica: sólo unos
pocos sectores tendrán el poder adquisitivo para vivir una vida digna, más allá
de la vida mínima que tiene en mente el Gobierno: sólo algunos podrán comprar
vivienda, carro, viajar, tener salud segura no sólo asegurada, educar a sus
hijos cabalmente. La escala de sueldos no se corresponde con la estructura de
costos de una economía desquiciada.
La lucha del Gobierno es demostrar
que no es el modelo económico siniestrado por tanto socialismo
burocrático-autoritario sino que es una “guerra económica”, de la cual nadie ve
al otro “ejército”. Sólo se ve al ejército que dio el “dakazo” (la economía por
unos votos). Buscan introducir falsa conciencia en sus seguidores. Pero además,
tienen que cambiar la expectativas aspiracionales de la gente para que se
conforme con lo mínimo. Eso es la que se aspira: una sociedad minimalista.
Todos están afectados, pero los que más resienten son los jóvenes, los nuevos,
aquellos que quieren tener futuro promisorio, aquellos que no quieren ser una
generación perdida. Los hijos crecen y se van, pero no para Caracas, sino por
el mundo, buscando donde realizar sus sueños, pues su patria, se les ha vuelto
una pesadilla. Hoy están en las calles recibiendo una paliza del Estado por no
aceptar esta amarga realidad.
Llegar a lo que hemos llegado era un
plan de una mente que, sin prever todos los detalles, ni la teoría a aplicar,
si tenía claro a donde quería llevar al país. A trancas y barrancas fue
empujando al país por el despeñadero, pues, la revolución tenía que destruir
para construir algo nuevo, como si fuera un edificio que se echa abajo y
construyes otro, así sencillito, sin darte cuenta que hay gente adentro. La
improvisación, la ineficiencia y la corrupción hicieron el resto. Mientras
Venezuela se hundía y no se notaban sus efectos más rudos -porque teníamos
dinero de sobra- muchos no creían que íbamos hacia el abismo.
Hoy los venezolanos estamos en la
encrucijada: o seguimos por este camino que conduce hacia un país siniestro (lo
podemos llamar la vía hacia Cuba, justo cuando este país está en las tablas y
busca salir de su pavoroso aplastamiento social mediante el capitalismo que
tanto odian); o damos la vuelta hacia la normalización, hacia la liberación de
las fuerzas productivas presas y destruidas por un gobierno que pretende seguir
imponiendo la destrucción de la economía, pero atribuyendo la responsabilidad a
los opositores. Maduro busca reactivar la producción y, para ello, se reúne con
los capitalistas, pero con el Plan de la Patria en la mano, el cual consagra
claramente, que hay que suprimir la “lógica” del capital. En otras palabras, a
los capitalistas. O es un gran disimulo, o es una fatal incoherencia.
Quienes idearon este derrotero en el
que el país encalla hoy deberían estar felices, pues, han logrado el objetivo:
tienen a los venezolanos casi en la lona, dependiendo del Gobierno y con la
enorme oportunidad de establecer una sociedad de control total en la cual cada
quien reciba lo que el Gobierno decida que recibirá. Muchos extremistas se
estarán frotando las manos, pues querían llegar a este punto, a esta sociedad
“igualitaria”. Llegados a él, sólo falta empujar un poco más para que los
venezolanos queden totalmente en manos del Estado. Por ejemplo, nacionalizar la
banca y expropiar la Polar, pudieran ser los pasos que faltan para que entonces
si estemos en el modelo deseado.
Otros, sin embargo, donde a lo mejor
está Maduro, quien quiere llegar al 2019 y aspirar a la reelección, presienten
que ese es un camino peligroso donde el Gobierno puede quedarse. Por tanto, el
Presidente busca afanosamente ayuda en la oposición empresarial y política, una
“pequeña ayuda” de sus enemigos. El “diálogo”, tan socorrido hoy por su
ausencia durante quince años, muestra lo mal que está la democracia, lo
debilitado que está el Gobierno y lo mal que están los venezolanos de cara al
futuro. Hay una imposibilidad estructural para comunicarse políticamente porque
el Estado ve en los opositores unos enemigos a los cuales hay que volver “polvo
cósmico”, como dijo una vez el extinto Presidente. Y a los enemigos ni agua.
Pero si les puedes sacar legitimidad para lavarte la cara, pues, llámalos,
distráelos, en una palabra, manipúlalos. Si se dejan.
Maduro se encuentra frente al dilema
de profundizar o retroceder y no parece tener ni las ideas claras (está preso
de los vapores de las fantasías ideológicas socialistoides) ni el poder
político suficiente para tomar el toro por los cachos (para imponerse a los
otros sectores dentro del oficialismo que proponen más estatismo como la
solución) y doblegar la espantosa crisis en la que los venezolanos chapoteamos
peligrosamente, como si estuviéramos en un pantano. Toma medidas aisladas, pero
no se atreve a ir por el camino de la restauración económica, por su debilidad
política. Ya no está el gran hegemón que se imponía a todos. Al final de este
experimento quedará una sociedad devastada, irritada y buscando culpables. Como
dijo Goethe, las masas que un día te dieron la vida (política), algún día
podrán quitártela.
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