lunes, 4 de abril de 2016

DILMA, IMPEACHMENT, GOLPE


   HECTOR SCHAMIS

EL PAÍS

Es un país de América Latina, en recesión y con una inflación desbocada. Las denuncias por sobornos a cambio de favores políticos a empresarios se multiplican. Renuente a ser parte de contratos ilícitos, el presidente del monopolio estatal de petróleo renuncia por la presión de un cercano asesor del presidente. El caso llega al Congreso, que inicia una investigación. Se vota a favor del juicio político contra el propio Presidente de la Nación. Éste renuncia dos meses después y asume el vicepresidente, un político de otro partido.
¿Suena conocido? Se trata de Brasil, por supuesto, solo que en 1992. Aquella historia llegó al Congreso a través de investigaciones periodísticas. El presidente Collor, de la derecha del Estado de Alagoas, alegó que el apremio de los medios y los partidos de oposición—el paulista PT, entre ellos—era un golpe de Estado. Fue un recurso discursivo para minimizar la protesta de la calle que pedía su remoción. Fue en vano.
Cualquier semejanza con el presente no es coincidencia. Aquel intelectual que decía que la historia siempre ocurre dos veces, estaba errado: ambas ocasiones pueden ser trágicas. Alguien en este siglo plagió el script de 1992 y lo puso frente al espejo. En él, lo que está a la izquierda se ve a la derecha y viceversa; lo demás es idéntico. Excepto las cifras de la corrupción, claro, que van de los 2.5 millones de dólares del jardín de Collor, su propia Babilonia en Brasilia, a los 2.000 millones de Petrobras bajo el PT.
Brasil modelo 2016 le habla al resto de América Latina. Los golpes militares son reliquias del pasado, pero no así la fragilidad institucional y su consecuente inestabilidad. De hecho, desde las transiciones de los ochenta, 20 presidentes de la región no han completado sus mandatos, la mayoría de ellos sin intervención militar alguna. Solo dos fueron víctimas de un golpe militar clásico.
Algunos fueron depuestos por impeachment, como Collor y Carlos Andrés Pérez en Venezuela. Otros por una crisis en la coalición de gobierno, como Lugo en Paraguay. También están los que renunciaron ante revueltas ciudadanas, contra la corrupción, como Pérez Molina en Guatemala, o por una profunda crisis económica, como De la Rúa en Argentina. Para algunos expertos estas crisis se evitarían con un sistema parlamentario. Otros ven en estos presidencialismos menos rígidos una capacidad auto-correctiva propia de la democracia. 
En todos los casos se ve el ADN de la política latinoamericana, esa incapacidad congénita para respetar las reglas de juego. Es una región de presidentes que se van antes de lo estipulado, impotentes para resolver las crisis políticas que ellos mismos causan, o bien que se quedan más tiempo del debido, muy capaces de convertir la constitución en un traje hecho a la medida. Escenarios diferentes, son ambos igualmente propicios para la arbitrariedad, el abuso de poder y, casi inevitablemente, la corrupción generalizada, sobre todo cuando hay abundantes recursos como durante el boom de precios, ahora agotado.
Por esa alcantarilla se escurre la institucionalidad democrática. Así es la crisis brasileña, a pesar de toda la cacofonía sobre un supuesto golpe institucional, constitucional y otros eufemismos oximorónicos. Miopía analítica o ingenuidad, sino una deliberada intencionalidad política, el argumento del golpe le es funcional a un oficialismo puesto contra las cuerdas por una economía en crisis, un huracán de denuncias y una sociedad hastiada.
Ocurre que, si se trata de golpe, el golpe lo hizo el mismo Lula, empujando a Dilma al precipicio al hacerse blindar con un cargo de ministro. Hablar de golpe es ponerle un velo ficticio a la más importante responsabilidad en esta crisis: la del partido de gobierno ante defraudaciones al Estado por miles de millones de dólares. Si esta crisis es un golpe, Marcelo Odebrecht sería un preso político. Y para que el PT hable de golpe, antes debería reconocer su participación en aquel “golpe”—enfatizo las comillas—contra Collor, hoy un aliado, curiosamente.
Solo se trata de una descomposición que se prolonga indefinidamente, lo cual es suficientemente grave. No en vano el más lucido estadista de toda América Latina, Fernando Henrique Cardoso, le reclamó a Dilma un gesto de grandeza—la renuncia—ante su evidente incapacidad de continuar gobernando. Y por cierto que no se trató de la recomendación de un golpista de derecha.
Es la séptima economía del planeta, primera de la región. Es la nación indispensable para la inversión y el comercio hemisférico, para mediar en la crisis venezolana y para robustecer el sistema interamericano. Con un Brasil inestable, además, el cambio de ciclo de precios internacionales hará estragos en todas las economías de la región. Resolver la crisis de Brasil es una prioridad para toda América Latina. 

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