IBSEN MARTINEZ
Haga lo que haga o deje de hacer, Nicolás Maduro dejará el poder en un plazo indeterminado que se anhela inexorablemente corto. Cosa de (probablemente, ¡ugh!, todavía muchas) semanas; en cualquier caso antes de fin de año. No hay modo de que el pobre se sostenga en el poder hasta 2019.
Esto que digo no es solo el ferviente deseo de un demócrata, sino lo que cualquiera en Venezuela, incluso el más recalcitrante chavista puro y duro, puede ver con solo asomarse a la ventana: para todo fin práctico, Maduro ya no está en el poder. Nadie devuelve sus llamadas. Su irrelevancia es absoluta.
Basta constatar el mal disimulado desdén y el desparpajo con que lo trataron sus caimacanes cubanos en su reciente comparecencia ante Raúl Castro. Raúl es a Maduro lo que Leonid Brézhnev, hacia el fin de la Alemania comunista, era a Walter Ulbricht.
Como de costumbre, Maduro voló a La Habana para, según el fraseo de la declaración oficial, regularmente difundida vía Twitter, “evaluar, profundizar y afinar” proyectos conjuntos entre Cuba y Venezuela, como grandes potencias del Caribe que somos ambos países. Está claro que, en su cortedad y aislamiento existenciales, Maduro busca consejo en La Habana cada vez que puede.
Esta vez, sin embargo, el viaje nos pilló a todos por sorpresa porque ocurrió justo ante de la llegada a la isla de la dupla Barack Obama-Mick Jagger, lo que aventó en los mentideros de Caracas la especie de que quizá Maduro esperaba algún recurso de mediación cubano ante Washington. Concretamente, que Obama dejase sin efecto el decreto ese, tan enojoso para el capitán Diosdado Cabello, capo del llamado “cartel de los generales”.
El decreto de Obama pone parte de la nómina del Alto Mando venezolano en una lista de candidatos a ir esposados, vestidos con chándales naranja y escoltados por tipos de esos, corpulentos, que usan chalecos con la siglas DEA a la espalda, a presencia de un juez federal neoyorquino con cargos de narcotráfico y lavado de petrodólares.
Es un hecho poco atendido por la prensa internacional que Maduro, aparte de ser adepto del líder espiritual indio Shatya Sai Baba –secta a la que lo afilió Cilia, su esposa–, formó parte, en su juventud, de un grupo de rock. Rock socialista-latinoamericanista-guevarista. “Rock trotsko”. Esto hizo pensar a algunos que Maduro iba a La Habana a escuchar She’s a rainbow en vivo. Pero no: las fotos que nos llegaron desde la isla testimonian que los jefes pusieron a Maduro a enjugarle las babas del diablo al balbuceante y senil Fidel Castro con el peludito pabellón de la oreja –de la oreja de Maduro, se entiende– a modo de babero y, en premio a su fervor, le colgaron del pecho la chapita de la Orden José Martí. Y sanseacabó.
¿Cabe imaginar afrenta mayor que no invitar a un jefe de Estado venezolano, ciudadano de un país que, al igual que Cuba, ha hecho del beisbol su pasatiempo favorito desde fines del siglo XIX, al histórico choque entre los Tampa Bay de Miami y la selección nacional de Cuba?
Las graderías de un parque de beisbol en la cuenca del Caribe son el locus geometricus perfecto para la cortesía criolla y el diálogo amistoso en plan horizontal. Tampoco allí le hicieron lugar los cubanos a Maduro.
¡Si al menos pudiese escapar e inventarse una nueva vida como conductor de vagones de metro en otro país! Pero no: todo indica que tendrá que quedarse en Miraflores hasta el mismísimo y cada vez más cercano día en que lo echemos.
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