viernes, 1 de abril de 2016

Ordalías

Hay aberraciones jurídicas que se cometen en el presente que recuerdan la irracionalidad del Medievo

A tenor de lo leído en el reportaje de Mónica Ceberio Belaza, en el proceso contra Romano Van der Dussen, acusado de violación, se han cometido defectos que llevaron al ciudadano holandés a doce años de cárcel y a padecer un infierno jurídico. Leyendo la noticia, se tiene la sensación de que su sentencia estaba dictada antes del proceso y de que todo se desarrolló como si se intentara confirmar una sospecha previa. Los sucesivos intentos de Van der Dussen de aportar pruebas a su defensa, no aceptadas, los plazos de reclamación agotados ante tribunales sordos a sus argumentos, hacen pensar en las antiguas ordalías.
Practicadas durante el Medievo, las ordalías eran pruebas jurídicas de origen germánico y de carácter mágico e irracional, es decir, no testificales ni documentales, ejecutadas bajo la invocación divina y destinadas a conocer la inocencia o la culpabilidad de un sospechoso. En la ordalía del hierro candente, el inculpado debía sostener durante un tiempo en las manos un hierro al rojo vivo y solo era declarado inocente si al cabo de tres días no había sufrido ampollas. En la ordalía caldaria, el ordalizado introducía el brazo en un caldero de agua hirviendo y solo era declarado inocente si salía indemne de quemaduras. En la ordalía del agua, se arrojaba al sospechoso a un estanque con una mano atada a la pierna contraria y solo era declarado inocente si no se ahogaba. En la del veneno, el imputado debía ingerir un tóxico y solo era declarado inocente si su cuerpo no sufría sus efectos nocivos. En el llamado Juicio de Dios, en fin, era declarado inocente el vencedor en un torneo medieval, por más que hubiera una brutal desigualdad entre los contendientes y no siempre la doncella contara con un Ivanhoe.
Como se trataba de pruebas religiosas, se impetraba la intervención divina, pues Dios Judgmentlord, omnisciente y todopoderoso, no dejaría de acudir en defensa de sus fieles, bien para hacerlos inmunes, bien para fortalecerlos contra el dolor físico, que solo el inocente estaba capacitado para soportar. Así, la ordalía resultaba diabólica al pretender la demostración de la inocencia con pruebas antinatura que exigían la incombustión de la carne o la condición anfibia.
Los resultados eran tan cruentos que fueron prohibidas por la Iglesia en el Concilio de Letrán de 1215, coincidiendo con una mayor difusión y aceptación del derecho romano por las instituciones judiciales europeas. Sin embargo, no desaparecieron por completo y el mismo Dante Alighieri, que tanto contribuyó a la llegada de las luces del Humanismo, justificó la variante ordálica del juicio de Dios en De Monarquía (1310).
La ordalía era la negación del hábeas corpus, pues el implicado en ella era culpable hasta que lograba demostrar su inocencia, y poco a poco fue quedando atrás en la Historia, enterrada definitivamente por la Ilustración y, en particular, por la corriente humanista que desencadenó el Tratado de los delitos y las penas (1764), de Cesare Beccaria. En el moderno ordenamiento jurídico universal, la carga de la prueba de los hechos recae sobre el actor demandante, que debe probar sus acusaciones.
Pero cuando parecía olvidada, reaparece de un modo inesperado en el siglo XX, aplicada en una siniestra variante por los regímenes nazi y soviético de Hitler y de Stalin y por gobiernos racistas. En la nuevas ordalías totalitarias, la víctima es condenada por ser quien es, no por sus actos. Los judíos, los kulaks, los negros son culpables por su identidad, independientemente de su comportamiento. Marcados por su raza, su clase social o el color de su piel, a ellos les corresponde demostrar su inocencia.
La literatura ha dado extraordinarias obras sobre este tema, desde El proceso, de Kafka hasta la prolífica bibliografía de los totalitarismos, de Primo Levi a Vasili Grossmann, pasando por Intruso en el polvo, de William Faulkner.
Y ahora, de nuevo, reaparecen sutiles y peligrosísimas variantes ordálicas, frutos de la modernidad, en ocasiones asociadas a presiones colectivas y a un uso perverso de las redes sociales que generan acoso y nuevas zonas de apartheid. ¿Ha influido algo de eso en la condena de Romano Van der Dussen? Era un tipo conflictivo y con antecedentes, era extranjero y estaba en Fuengirola la noche de las violaciones: tenía, pues, a priori las condiciones para ser culpable.
Al comentar esta aberración jurídica cometida contra él, las primeras palabras son para recordar a las víctimas, a las mujeres agredidas cuyo inconsolable dolor, ansiedad y congoja no calmará la revisión parcial del proceso por el Tribunal Supremo. Para su indeleble sufrimiento no hay reparación suficiente. Lo siguiente es desear que se encuentre un modo justo de compensar a Van der Dussen por su sufrimiento y proceder a su rehabilitación pública, si es que eso es ya posible. Hay delitos en los que, independientemente de la sentencia, el imputado queda manchado de forma irreparable, envuelto en la grisalla de la sospecha, víctima del malévolo refrán “Cuando el río suena…”, como señalaba Francisco Tomás y Valiente en La tortura judicial en España.
Por último, conviene recordar la necesidad de mantener un sistema judicial independiente y dotado de medios para luchar en las mejores condiciones contra la eterna dificultad de impartir justicia. Tanto o más que por los índices del PIB, de ocupación laboral, de protección social a los dependientes, la calidad de un país se mide por la calidad de su sistema jurídico. Y en él, nunca es vano insistir sobre la necesidad de evitar las ordalías y mantener en todo momento el respeto más exquisito por la presunción de inocencia. Puede ocurrir que, al aplicar el hábeas corpus, un culpable escape a la condena que hubiera merecido, pero siempre será preferible ese riesgo a condenar a un inocente y provocar una injusticia mayor.

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