Elías
Pino Iturrieta
¿Para qué
ponerse a escuchar a Nicolás Maduro, si sabemos de antemano que no será capaz
de sorprendernos? ¿Para qué poner las esperanzas en un discurso que las hará
trizas, como ha hecho desde su llegada al poder y como hizo Chávez en el pasado
reciente? A menos que uno quiera, movido por una patología de escucha de una
aparente nada que se ha establecido sin simulación en los últimos lustros,
alimentar el hábito inexplicable de dejarse engañar y de solazarse en el
engaño.
No se
reprochan aquí las carencias oratorias, que en el fondo no existen, sino
la negación de unas palabras oportunas. Ni siquiera se critica ahora el
“socialismo del siglo XXI” por la misión en la cual se ha empeñado de destruir
a Venezuela, porque se considera sobreentendida tal destrucción partiendo de la
rapiña y la incuria de los gobernantes “bolivarianos”, sufrida por la población
en general y observada a diario sin esfuerzo por propios y extraños. Solo
quiere el escribidor aproximarse a la borrachera de las palabras
presidenciales, iniciada por el “gigante” y proseguida por el sucesor, con el objeto
de llamar la atención sobre un aspecto fundamental del que ha carecido y debido
a cuya falta no se puede esperar un solo milímetro de mudanza en la vida
desgraciada que llevamos desde cuando desapareció la democracia representativa.
Debido a la ausencia de esos vocablos, precisamente, se explica la aludida
hecatombe.
¿Cuál es
la carencia de los discursos más prolongados e insistentes del siglo XX y del
siglo XXI, pronunciados por el “gigante y por el heredero? La misericordia,
como sustancia de las oraciones y como posibilidad de pasar de los sonidos a
las obras. La piedad, en cuanto virtud capaz de convertir las peroratas en
acciones solidarias. Esas expresiones jamás han salido de la boca de Nicolás
Maduro, como no salieron de aquella lengua de Chávez tan negada a la pereza y
tan aficionada a los recursos del coqueteo con los destinatarios de su ruido.
Fueron reemplazadas por la proposición de una justicia orientada a
fomentar la división de la sociedad y el odio entre sus integrantes abotagados
por la demagogia. Fueron sustituidas por la idea de una transformación
dependiente de la pugna entre patriotas e imperialistas, entre burgueses
abominables y el pueblo angelical, entre los santos del azul firmamento y los
representantes de la maldad infernal, en cuya búsqueda se debe pasar primero
por un capítulo de emulación en el cual debe borrarse la influencia de los
principios de adhesión colectiva que habían sido esenciales para la marcha de
la vida por influencia religiosa o debido a los hábitos de los antepasados.
Las
vergüenzas a las que ha sido sometido el pueblo, las carestías que lo obligan a
hacer infamantes colas para obtener elementos mínimos de subsistencia, o para
buscar remedio para la enfermedad y auxilios frente a la muerte, situaciones
todas que provocan rubor, escenas todas que llenan de bochorno, ¿no merecen una
palabra bondadosa, un acercamiento a la misericordia, aunque sea para
adornar un discurso? El presidente Maduro se va de gira por el exterior y en la
retórica del retorno, cuando se espera que diga algo sobre la tragedia que dejó
antes de montarse en el avión, sobre el desfile de harapientos multiplicados,
solo insiste en la arenga divisionista, únicamente se aferra a la práctica de
los insultos y a la estridencia de las amenazas sin manifestar una muestra de
pesar por los padecimientos de sus gobernados. Nada nuevo, por supuesto, pese a
que podía esperarse una disminución de la diatriba ante la magnitud de los
quebrantos populares.
La superficialidad
del discurso que generalmente pronuncia el presidente Maduro, semejante a la de
su antecesor, puede conducirnos a pensar que se distingue por una vaciedad de
fácil digestión que no deja de ser atractiva para los oyentes crédulos, pero no
hay tal vaciedad. Sus lugares comunes y sus referencias bélicas encubren
un proyecto de dominación sin paliativos, cuya pista se sigue reflexionando en
torno a las palabras que no utiliza, es decir, sobre los males que no está
dispuesto a corregir porque, si desaparecen, se le va la vida al orador y a sus
compinches.
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