¿Y si los gobernantes dejasen a Dios en paz?
Juan Arias
Cada vez que los gobernantes, por ejemplo en América Latina, se ven
en apuros y no saben cómo resolver un problema (muchas veces creado por
ellos mismos) llaman a Dios para que les facilite las cosas. O mejor,
tratan de convencer a los ciudadanos que, al final, será la providencia
divina quién les sacará las cosas del fuego
Lo han hecho en la misma semana el recién estrenado Ministro de Minas y Energía de Brasil, Eduardo Braga, y el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro.
Brasil sufrió días atrás un apagón eléctrico que afectó a 10 Estados.
El problema de la energía en este país es tan grave que el Gobierno ha
tenido que acudir a Argentina para que le eche una mano.
Solo porque el crecimiento está en vísperas de recesión, como ha confesado con realismo en Davos el ministro de Economía, Joaquim Levy, Brasil aún no sufre racionamiento de luz.
Sin embargo, el nuevo ministro Braga ha tranquilizado al país con
estas palabras: “Dios es brasileño y va a hacer llover para aliviar la
situación”. Al parecer, a los técnicos de su ministerio “se le han
puesto los pelos de punta” al escuchar al ministro, como ha escrito un
diario brasileño.
En sus despachos y en sus dormitorios, los
políticos son libres de cultivar sus devociones religiosas. Lo ideal,
sin embargo, es que dioses y santos se queden allí, en la intimidad
Casi haciéndole eco, en Venezuela, el presidente Maduro, frente al
problema de la bajada de los precios del crudo que tanto está afectando a
la ya martirizada población, ha confiado a los venezolanos, que no se
preocupen ya que “Dios proveerá. Él jamás le faltó a Venezuela”.
Ante ese uso político de lo religioso por parte de gobernantes
incapaces de resolver ellos los problemas de su país, se podría uno
preguntar: ¿por qué no dejan a Dios en paz?
Dios, para los que en él creen, no puede ser un comodín siempre
dispuesto a resolver los errores e incapacidades de los políticos.
Ni es esa la función de la fe, ni siquiera responde a las enseñanzas
básicas del cristianismo en el que se inspiran tanto el ministro
brasileño como el presidente venezolano.
Ambos podrían recordar que en las Escrituras, Jesús respondió a quien
intentaba mezclarle en los asuntos temporales de la política con la
frase que se haría célebre: “Dadle al César lo que es del César y a Dios
lo que es de Dios”.
Que los gobernantes se preocupen de resolver los problemas para los
que han sido nombrados sin refugiarse en los brazos de ninguna divinidad
y que dejen en paz a Dios, cuya misión nada tiene que ver con los
problemas de los políticos y menos con sus insuficiencias, errores y
corrupciones.
La fe de los que creen y la no fe de agnósticos o ateos es mucho más
importante, grave y personal que los juegos del poder temporal.
En Brasil, los despachos de los políticos (y no solo de los
evangélicos) suelen estar repletos de vírgenes y santos, casi en una
carrera para demostrar quién cree más. Hasta la presidenta brasileña
Dilma Rousseff, que nunca fue una devota conocida, tiene, al parecer cuatro estatuas de la Virgen.
En sus despachos y en sus dormitorios, o donde prefieran, los
políticos son libres de cultivar sus devociones religiosas. Lo ideal,
sin embargo, es que dioses y santos se queden allí, en la intimidad.
Fuera, en su trabajo político, frente a los que le dieron su voto para
gobernar, tienen que dar la cara sin muletas religiosas protectoras que
les hagan de pararrayos para sus errores y fracasos. Gracias a Dios aún
no vivimos en Gobiernos teocráticos, sino en estados laicos que, por
Constitución, sancionan la separación entre el poder político y
religioso.
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