El nuevo desorden mundial
Michael Ignatieff
Cuando los cuerpos y las pertenencias de 298 personas cayeron del cielo el 17 de julio de 2014 y permanecieron dispersos y sin consagrar en los campos del este de Ucrania, la claridad pareció seguir en el silencio. Recordé los versos de “De inmediato enmendado”, el poema de John Ashbery:
no dejó de sorprendernos que, casi veinticinco años[más tarde,la claridad de estas reglas comenzara a revelarse[por vez primera.Ellos eran los jugadores, y nosotros, que tanto luchamos[durante el juego,éramos simples espectadores(Versión de Marcelo Uribe y David Huerta.)
Poco
importa ya si la acusación contra el presidente Putin es por incitar
directamente a quienes derribaron el avión o por la imprudencia
temeraria de haberlos abastecido de armamento. Al reafirmar su apoyo a
la secesión, Putin ha tomado una decisión, y depende de los líderes de
Occidente tomar las suyas. Poco importa ya si Occidente atrajo a esta
nueva Rusia al expandir agresivamente a las fuerzas de la otan
hasta su frontera. Ahora lo que importa es ser muy claro a fin de que
las responsabilidades políticas recaigan adonde deben hacerlo, las
acciones tengan consecuencias, los aliados vulnerables que están en la
frontera con Rusia reciban garantías de seguridad y estas garantías
resulten creíbles.
También importa comprender, sin hacerse
ilusiones pero también sin alarmarse, el nuevo mundo al que nos han
arrojado la anexión de Crimea y el derribo del vuelo mh17.
El
horror en Ucrania no es la única sorpresa que trae claridad a su paso.
Con la proclamación de un califato terrorista en las regiones
fronterizas de Siria e Iraq, la disolución de la configuración de
Estados que establecieron Mark Sykes y François Georges-Picot en su
tratado de 1916 se dirige a un feroz desenlace. El autoproclamado Estado
Islámico es algo nuevo bajo el sol: terroristas-extremistas con
tanques, pozos petroleros, territorios propios y una habilidad
escalofriante para dar publicidad a las atrocidades. El poder aéreo es
capaz de detener su avance pero no de derrotarlos, y las fuerzas
terrestres con que cuenta Estados Unidos –los peshmergas kurdos– van a
tener más que suficiente con defender su patria. En Siria, Assad ha
entregado las provincias del desierto al Estado Islámico. En cuanto a
los iraquíes, los chiíes defenderán sus lugares sagrados en el sur, pero
no pueden retomar Mosul, al norte.
Si, como parece probable, el
califato resiste, en la región no habrá ningún Estado seguro. Israel
puede, una vez más, “cortar el pasto” en Gaza, pero bombardear civiles
no le asegura un futuro pacífico. Hasta que palestinos e israelíes
reconozcan que hay un enemigo al que deben temer más de lo que se temen
entre sí –la absoluta desintegración del orden mismo– no habrá paz en su
región.
En el este asiático, las fuerzas navales de China y Japón
se vigilan mutuamente, plataformas petroleras chinas perforan en aguas
que están en disputa y, entre las capitales asiáticas, vuelan
acusaciones beligerantes. China no habla ya el idioma del “ascenso
silencioso”. La musculosa política exterior de Xi Jinping causa alarma
en Vietnam, Corea del Sur, Japón, Taiwán, Filipinas y Estados Unidos.
Intuimos
que todos estos elementos de discordia se relacionan, pero resultaría
simplista afirmar que el elemento común es la incapacidad de Barack
Obama para dominar la conmoción de la época que vivimos. Eso sería
asumir que una administración estadounidense más sabia habría sido capaz
de mantener la unidad de las placas tectónicas de un orden mundial que
la ascendente presión volcánica del odio y la violencia está separando.
El derribo del vuelo mh17
y el surgimiento del califato nos hacen repensar qué era lo que
mantenía unidos esos dos patrones. Hasta que se desvaneció la esperanza
de la Primavera Árabe, las clases medias moderadas y globalizadas de la
región creían tener el poder para marginar a las fuerzas de la furia
sectaria. Debemos haber imaginado que con internet, los viajes aéreos
globales, Gucci en Shanghái y bmw
en Moscú, el mundo se volvía uno. Caímos víctimas de la ilusión que
acarició la generación de 1914: que la economía tendría más fuerza que
la política y que el comercio global limaría las rivalidades
imperialistas.
Esa impresión se tenía al inicio. En la fase de
globalización, que comenzó después de 1989, Rusia abasteció de gas a
Alemania; Alemania abasteció a Rusia de bienes manufacturados e
industriales medulares; China adquirió la deuda del Tesoro de Estados
Unidos y Apple manufacturó sus gadgets en China. Pensamos que,
al menos por un tiempo, con la llegada de internet, una herramienta
global de información compartida consignaría la arraigada hostilidad
ideológica de la Guerra Fría a la historia.
En realidad, la
tercera fase de globalización no creó más convergencia política de la
que destruyó la primera fase en 1914 o la segunda que llegó a su fin en
1989. Resultó que el capitalismo es promiscuo en lo político. En vez de
contraer matrimonio con la libertad, el capitalismo estaba igualmente
feliz metiéndose a la cama con el autoritarismo. De hecho la integración
económica agudizó el conflicto entre las sociedades abiertas y las
cerradas. Desde la frontera de Polonia hasta el Pacífico, desde el
Círculo Ártico hasta la frontera con Afganistán, comenzó a formarse un
nuevo competidor político de la democracia liberal: autoritario en su
forma política, capitalista en su economía y nacionalista en su
ideología. Lawrence Summers ha llamado a este nuevo régimen
“mercantilismo autoritario”. La expresión sugiere el papel central del
Estado y de las empresas estatales en las economías rusa y china, pero
resta énfasis al crudo elemento del amiguismo, fundamental para los
gobiernos de Pekín y Moscú.
Gracias a la globalización misma, el
capitalismo autoritario –permítanme llamarlo así– se ha convertido en la
principal competencia de la democracia liberal. Sin acceso a los
mercados globales, ni Rusia ni China habrían sido capaces de deshacerse
de una economía estilo comunista mientras se aferran a una política que
sí lo es.
Las economías rusa y china están abiertas a las
presiones competitivas de los sistemas de precios globales, pero la
distribución de la recompensa económica –quién se enriquece y quién
queda sumido en la pobreza– todavía la determina, en gran medida, el
aparato estatal centralizado que está en manos del presidente y sus
camaradas. Rusia y China son oligarquías “extractivas”: a excepción de
unos cuantos miembros de un grupo, los ciudadanos no tienen acceso a los
frutos del poder económico y político. En ambas sociedades, el Estado
de derecho y el sistema judicial independiente solo existen en el papel.
Tanto los oligarcas como los disidentes saben que si montan cualquier
ofensiva política contra el régimen se usará la ley para aplastarlos.
Los
expertos occidentales no dejan de insistir en que los chinos y los
rusos son aliados, no rivales. Es cierto que, cuando ambos países eran
comunistas, llegaron a los golpes en una fecha tan reciente como 1969.
Aun hoy, más que una convicción, el suyo es un “eje de conveniencia”.
Stephen Kotkin ha señalado que el intercambio comercial entre ellos es
mucho menor que el que tienen con Occidente. Pero los dos países han
descubierto una verdad que los mantendrá unidos aún con más fuerza en el
futuro: han aprendido que la libertad de mercado capitalista es lo que
permite a sus oligarquías conservar el control político. Entre más
libertades privadas les permitan a sus ciudadanos, menos demandarán
libertades públicas. La libertad privada –vender y comprar, heredar,
viajar, la posibilidad de quejarse en la intimidad– mantiene el
descontento a raya. Más aún, la libertad privada permite crecimiento,
algo imposible bajo control del Estado.
Ahora, a la luz de lo ocurrido con el vuelo mh17
y del conflicto en Crimea, los “autoritarios internacionales” enfrentan
una disyuntiva: dejar de desafiar a Occidente o arriesgarse a fracturar
la globalización misma.
En la espiral descendente de ira y
recriminaciones por Ucrania, cada una de las facciones del conflicto
busca reducir el grado en que se expone económicamente al otro. Putin ha
prohibido las importaciones agrícolas provenientes de los países que le
han aplicado sanciones, amenaza con cerrar el espacio aéreo siberiano a
las aerolíneas occidentales y quiere reducir la importación de
maquinaria alemana y de tecnología de defensa occidental.
De
pronto reaparecen en la agenda rusa la sustitución de las importaciones y
la autarquía, dos ideas que llevaron al mundo comunista a un callejón
sin salida económico. A la vez, los alemanes quieren reducir su
dependencia del gas ruso y los chinos su dependencia del petróleo que
proviene de la volátil zona del Medio Oriente. En la nueva atmósfera de
paranoia mutua, los Estados no quieren comprar hardware o software
que provenga del otro lado por miedo a que sus sistemas de defensa y de
inteligencia queden expuestos a una filtración. En esta carrera por la
seguridad, los aliados solo quieren hacer negocios con aliados. Los
estadounidenses y los europeos seguramente tratarán de acelerar un
amplio pacto de libre comercio entre ellos para reducir su dependencia
de los nuevos autoritarios.
A la vez, ninguna de las partes quiere
volver a la Guerra Fría, en especial los rusos y los chinos, que
necesitan la globalización para hacer crecer sus economías y para
contener el descontento doméstico. Por el momento, el flujo de
importaciones y exportaciones que realmente se ven afectadas por las
sanciones sigue siendo mínimo, en comparación con los gigantescos
volúmenes del comercio global. Sin embargo, tanto para los líderes de
Oriente como para los de Occidente, existe la tentación de impulsar a
sus economías hacia atrás, hacia la autarquía, en nombre de la
autoconfianza, a medida que descubren hasta qué grado su margen de
maniobra política está constreñido por su dependencia económica con el
otro bando. Ninguno de estos líderes quiere destruir la globalización,
pero quizá ninguno de ellos pueda controlar en su totalidad el retroceso
hacia un pasado autárquico.
La autarquía ya gobierna el mundo
virtual de la información. En una era que supuestamente debía traernos
una información global común, basada en un internet sin fronteras,
resulta increíble lo autárquicos que se han vuelto los sistemas de
información de cada uno de los bandos. Hace mucho tiempo que China
impuso un control soberano sobre su internet, y policías espían y
patrullan las fronteras de la “Great Firewall” para asegurarse de que
los refunfuños del chat jamás se eleven al nivel de una amenaza contra
el régimen. El Kremlin ha envuelto a su pueblo en una burbuja
propagandística tan efectiva que, como dijo Angela Merkel hace poco,
hasta el mismo Vladimir Putin está encerrado “en su propio mundo”.
A
medida que Rusia y China reducen su grado de exposición económica con
el otro y crean universos paralelos pero cerrados de información, los
nuevos autoritarios están recurriendo a los mercados y a las reservas
energéticas de uno y otro. En un encuentro reciente, Putin y Xi Jinping
firmaron un acuerdo energético y de infraestructura a largo plazo que
selló una alianza estratégica de tres décadas. Sus viejas disputas
fronterizas han estado suspendidas desde el acuerdo que suscribieron en
2005. Después de haber descuidado su lejano oriente durante mucho
tiempo, ahora Rusia acepta la hegemonía de los chinos en la región del
Pacífico. Lo que hace que esta alianza autoritaria sea estable –aunque
carezca de amor– es que China desempeña el papel de la pareja dominante
mientras que Putin se encarga de los gemidos ideológicos.
Lo que
Putin deja asentado, con una claridad ponzoñosa, desde luego, es su
resentimiento hacia el “Leviatán liberal”, Estados Unidos y su red
global de alianzas envolventes. En esto, tiene a un socio dispuesto en
China. Mientras que para Occidente Crimea y el vuelo mh17
marcaron el momento en que se desmoronó el orden internacional
posterior a 1989, para los rusos y los chinos la fractura ocurrió quince
años atrás, cuando los aviones de la otan
bombardearon Belgrado y alcanzaron a la embajada china. Ese momento
unió a los autoritarismos chino y ruso en el panorama mundial. El
precedente de Kosovo –la secesión unilateral de una gran potencia,
orquestada sin el consentimiento de Naciones Unidas– dio a Putin el
pretexto para actuar en Crimea, con la cautelosa aprobación de Pekín.
En
los días por venir, no hay duda de que los autoritarios usarán sus
asientos en el Consejo de Seguridad para defender al dictador sirio y
obstaculizar la intervención humanitaria multilateral en cualquier sitio
donde sus intereses estén directamente involucrados. Ambos países han
sido los principales beneficiarios estratégicos de los reveses
estadounidenses en Levante y, si con certeza podemos predecir más caos y
violencia en Medio Oriente, será porque a ambos les conviene permanecer
ahí desempeñando su papel de saboteadores, dejando que Estados Unidos
cargue con toda la culpa de que la configuración estatal se haya
fragmentado, desde Trípoli hasta Bagdad.
Ahora las preguntas
fundamentales son si los nuevos autoritarios tienen estabilidad y si son
expansionistas. Las oligarquías autoritarias pueden tomar decisiones
rápidamente, en tanto que en las sociedades democráticas es necesario
luchar para vencer a la oposición, a la prensa libre y a la opinión
pública. También pueden canalizar sin contratiempos emociones
nacionalistas a través de aventuras militares en el extranjero. Después
de la toma de Crimea, los vecinos de China en Asia deben estar
preguntándose en qué momento el régimen de Pekín empezará a usar la
“protección” de los chinos como excusa para entrometerse en sus asuntos
internos.
Sin embargo, las oligarquías autoritarias también son
frágiles. Deben controlarlo todo o pueden perder el control de todo.
Bajo los gobiernos de Stalin y de Mao la aspiración cada vez mayor que
la gente tenía de ser escuchada fue aplastada mediante la fuerza. Bajo
el capitalismo autoritario tiene que permitirse cierto grado de libertad
privada. Pero, a medida que crecen sus clases medias, también lo hacen
sus demandas por expresar su voz política y ese tipo de exigencias
pueden resultar desestabilizadoras. La desestabilización de China llegó
en 1989 en la Plaza de Tiananmén. A fines de 2011 y 2012 manifestaciones
masivas en Moscú retaron al régimen ruso. Ambos regímenes sobrevivieron
reprimiendo severamente el descontento doméstico, proscribiendo la
ayuda externa a las organizaciones internas de derechos humanos y
llevando a cabo aventuras militares en el extranjero, diseñadas para
distraer a la clase media con causas nacionalistas unificadoras.
La
nueva agresividad de China en Asia está impulsada por muchos factores,
incluida la necesidad de hallar suministros energéticos fuera de sus
costas, pero también por un deseo de reanimar a su ascendente clase
media en torno a lo que Xi Jinping denomina el “sueño chino”: una visión
estratégica en la que China desplaza a los estadounidenses como
hegemonía regional en Asia.
La administración del presidente Obama
se ha vuelto hacia la región asiática para enfrentar el desafío chino,
pero menospreció a los rusos hasta los sucesos de Crimea. Dio por hecho
que Putin estaba a la cabeza de una sociedad decrépita, deteriorada
demográfica y económicamente. Fue ilusorio pensar así. La abundancia de
recursos naturales de Rusia da a Putin una fuente de ingresos estatales,
mientras que la libertad privada funciona como una válvula de seguridad
que permite al régimen contener el descontento democrático. Los nuevos
autoritarios se encuentran estables, y resulta complaciente suponer que
se encaminan al colapso bajo el peso de la contradicción que existe
entre libertad privada y tiranía pública. Hasta ahora han manejado esta
incompatibilidad con suficiente pericia como para brindar poder a sus
gobernantes y riqueza a su pueblo.
Los nuevos autoritarios tampoco
carecen de “poder suave”. Su modelo es atractivo para las élites
corruptas y extractivas de todas partes, incluso en Europa oriental,
donde el disidente húngaro convertido en populista autoritario Viktor
Orbán eligió la semana posterior al derribo del vuelo mh17 para proclamar su visión de Hungría como una “democracia iliberal”.
Los
nuevos autoritarios tampoco carecen de una aparente legitimidad. El
Partido Comunista chino se vende a sí mismo como una meritocracia, y con
cada pacífica renovación de su cúpula dirigente se fortalece este
principio de legitimidad. La de Putin es más incierta porque su
oligarquía es todo menos meritocrática. Para construir el apoyo popular
ha protegido a la Iglesia, ha fomentado una tóxica nostalgia por Stalin e
incluso se ha presentado como el heredero del conservadurismo orgánico
de la intelligentsia rusa del siglo XIX.
Por
ejemplo, ordena a sus gobernadores regionales leer las obras de Ivan
Ilyin, pero de seguro no los volúmenes en los que el conservador
antibolchevique reivindicaba un país redimido por “la conciencia de la
ley”. La camerata ideológica de Putin ha dado nueva vida a Konstantin Leontiev, otro eslavófilo conservador del siglo XIX,
pero no al Leontiev que públicamente despreciaba la homofobia. En la
China y la Rusia oficiales, la beligerancia contra la igualdad
homosexual no es una característica accidental, sino algo imprescindible
para la imagen que tienen de sí mismas como baluartes contra el
decadente relativismo moral de Occidente.
Sin embargo, en
particular los nuevos autoritarios hacen un llamado nacional, no
universal, a la legitimidad. Mao pudo haber alentado a los maoístas
desde Perú hasta París, pero el actual régimen revolucionario no tiene
tales ambiciones y resulta poco probable que Putin proclame, como
Stalin, que su país es una inspiración para todos aquellos que buscan
emanciparse del yugo capitalista.
El constante reto de tener la
casa en orden mantiene a raya las ambiciones globales de los gobernantes
chinos. Saben que aún hay varios cientos de millones de campesinos
pobres a los que es necesario integrar a la economía moderna. Pasarán
décadas antes de que su renta per cápita se acerque a niveles
occidentales. Putin sabe también lo miserablemente pobres que todavía
son las regiones más alejadas de Rusia después de quince años bajo su
gobierno. Como resultado, ni China ni Rusia están en posición de
abandonar la integración económica mundial, ni pueden apostar más que a
la hegemonía en sus respectivas regiones.
Aun así, todavía no hay
respuesta para la pregunta por la manera en que Rusia y China definen
sus regiones y sus esferas exclusivas de influencia. En particular, las
acciones de Putin han hecho de este un asunto inaplazable. Como exagente
de la kgb el momento de
más oscuridad de Putin fue la quema de libros de claves soviéticos en la
sede de la agencia en Dresde, en noviembre de 1989. Seguramente debe
sentir nostalgia por el terror que el Estado soviético era capaz de
infundir en sus enemigos, tanto en el interior como en el extranjero.
Putin es un sibarita del miedo, pero cualquier auténtico maestro del
arte del terror debe saber hasta dónde puede llegar. Aparentemente,
Putin comprende los límites de sus capacidades intimidatorias.
A
pesar de su discurso de “proteger” a los rusoparlantes en el “extranjero
cercano”, parece poco probable que Rusia intervenga en alguno de los
Estados bálticos, siempre y cuando el artículo 5 de la otan sobre la garantía de seguridad no pierda credibilidad. Putin estará satisfecho con mantener a los pueblos bálticos en el qui vive,
obligándolos a respetar los derechos de las minorías rusas y a gastar
en defensa más de lo que les gustaría. Tampoco tocará a Polonia, la
República Checa, Rumania, Bulgaria o los Estados balcánicos. Putin
acepta que ellos han abandonado su órbita, aunque su servicio secreto
hará todo lo posible para desestabilizar la política de esos países.
Sin
embargo, Georgia y Ucrania están en la frontera con el mar Negro y esto
hace que su posición sea de vital interés nacional para Rusia. Si
cualquiera de los dos cediera a la otan
el derecho a tener una base en el mar Negro, eso tendría un efecto en
el acceso de Rusia hacia el Mediterráneo, a través de los estrechos de
Turquía y, por lo tanto, limitaría el papel ruso como potencia en Medio
Oriente. Estas preocupaciones estratégicas serían totalmente
reconocibles al conde Gorchákov o a cualquier diplomático zarista del
siglo XIX. Igualmente
tradicional –e igualmente ruso– ha sido que Putin estableciera
relaciones privilegiadas con las cleptocracias musulmanas en su frontera
sur. Desde tiempos zaristas, los corruptos gobernantes musulmanes han
sido sus tributarios.
Puede que los objetivos estratégicos de
Putin sean tradicionalmente rusos, pero es justamente esto lo que alarma
a los nacionalistas ucranianos. Antes del derribo del vuelo mh17,
antes de que redoblara su apoyo a la insurrección del este de Ucrania,
era razonable suponer que sus metas estratégicas eran limitadas y creer
que quería desestabilizar a Ucrania sin necesidad de hacerse cargo de
sus múltiples problemas. También era razonable suponer que se sentía
feliz de que Estados Unidos cargara con el peso de corregir la
desplomada economía de Ucrania.
Tras el derribo del vuelo mh17,
después de que las fuerzas ucranianas cercaran Donetsk y cortaran las
líneas de abastecimiento que los insurgentes tenían con la misma Rusia,
predecir el camino que tomará Putin se ha vuelto más complicado.
¿Redoblará esfuerzos una vez más para romper el cerco de los
separatistas? ¿Intentará estabilizar un enclave ruso y congelarlo en el
sitio, tal y como lo ha hecho con territorios-clientes dentro de
Moldavia y Georgia? ¿O hará un recuento de sus pérdidas y entregará a
los separatistas por el bien de una paz geoestratégica y una mayor
integración global? Putin se ha arrinconado a sí mismo y, aunque buscar
la paz parece razonable, no lo ha sido en lo que a Ucrania se refiere.
Tampoco
está confrontado con fuerzas racionales. Ucrania no es un tablero de
ajedrez, y los juegos geoestratégicos que se llevan a cabo allí siempre
logran salirse del control de quienes los inician. Justo debajo de la
superficie bullen emociones de fuerza volcánica, potenciadas por dos
narrativas genocidas que compiten entre sí –una, rusa; la otra,
ucraniana–, que se niegan a reconocer la verdad del otro. La narrativa
rusa que presenta a los nacionalistas ucranianos como fascistas explora
el hecho de que, efectivamente, muchos ucranianos dieron la bienvenida a
los nazis durante la invasión de 1941 y algunos se convirtieron en
colaboradores de los alemanes en el exterminio de sus vecinos judíos.
Según
la narrativa ucraniana con la que compite, Putin busca imponer de nuevo
el dominio soviético; el mismo dominio que tuvo como resultado la
inanición forzada de millones de campesinos ucranianos entre 1931 y
1938. En las “tierras de sangre” de Ucrania, la memoria de aquella
hambruna –llamada el Holodomor– confronta la memoria del Holocausto. No
es que los provocadores –quienes explotan este pasado venenoso con el
propósito de dividir– estén solo del lado ruso. Hay nacionalistas
ucranianos armados y enardecidos a quienes nada les gustaría más que
provocar al oso ruso. Se necesitaría apenas una chispa para que Ucrania
quedara envuelta en llamas y los rusos intervinieran, esta vez, con toda
su fuerza, a fin de “proteger” a las etnias rusas consolidando un
Estado en el este, contiguo a la frontera rusa.
Una política
occidental inteligente debe mantener este caldero por debajo del punto
de ebullición ayudando a Ucrania a vencer la secesión lo antes posible.
Una vez lograda la victoria militar, es posible conciliar, y solo
entonces Occidente puede usar su influencia para someter a los
extremistas ucranianos que buscan imponer una paz cartaginense. Los
expertos occidentales en constituciones deberían ayudar a Ucrania a
transferir poder a las regiones y a garantizar a los rusoparlantes un
lugar de pleno derecho en el futuro político del país. A largo plazo,
Europa debería darle a Ucrania un itinerario para acceder a la Unión
Europea. Las instituciones financieras internacionales deberían emplear
los préstamos condicionados para obligar a la corrupta élite política
ucraniana a hacer una limpieza en casa. En 1994, cuando Ucrania entregó
sus armas nucleares, Estados Unidos y Gran Bretaña se negaron a
garantizar su seguridad. Ahora, tras las amenazas a la soberanía
ucraniana, la otan
sencillamente tendrá que hacerlo. La finlandización –neutralidad para
Ucrania– no es una alternativa con la que se pueda trabajar mientras
Crimea permanezca anexionada y continúe el riesgo de un nuevo enclave
ruso en Ucrania oriental.
En Europa y en Estados Unidos resultará
difícil persuadir al público, atónito y profundamente temeroso de la
guerra, de que acepte todo esto. Incorporar a Ucrania a la Unión Europea
y protegerla a través de las fuerzas de la otan
es decir “más Europa”, algo difícil de vender en una época en que
tantos europeos quieren menos Europa. Muchos reformistas ucranianos y
muchos líderes europeos consideran prematuro unirse a la otan.
Por
reticentes que se muestren los europeos, permitir que Europa se divida
en dos, mientras a las puertas de la frontera sureste languidecen
naciones como Ucrania, es una receta para que estalle la guerra civil y
se dé el expansionismo ruso. Hasta que ocurrió el derribo del vuelo mh17 resultaba imposible convencer al electorado de Europa occidental de que esto es así. A partir de lo sucedido con el vuelo mh17, se ha vuelto más fácil.
El
reto más difícil consiste en imponer sanciones a los rusos sin
lanzarlos a los brazos de los chinos. Mantener las líneas abiertas para
estos dos autoritarios, mientras se obliga a uno a pagar el precio por
el derribo del vuelo mh17 y
por Crimea, requiere de un criterio sofisticado. Esto es más que un
mero ejercicio de compensación de señales a los competidores
autoritarios. Lo que está en juego en esta calibración de sanciones es
la dirección que tomará la globalización en el futuro, tanto si la
economía mundial se inclina hacia una mayor apertura como si lo hace en
dirección a la autarquía.
Es necesario diseñar una política para
no volver a caer en la autarquía, sobre todo en medio de un clima de
furia y recriminación. Una economía internacional abierta –en la que los
mercados de capitales no estén politizados, y en la que pueblos libres
comercien con los que no lo son– ha sido, en general, algo bueno para
todos, aun cuando significa que los regímenes autoritarios son capaces
de estabilizar un orden extractivo y predador.
Si la globalización
ha sido algo bueno para la democracia liberal y para el capitalismo
autoritario, es importante no ahondar la separación que existe entre
ellos y orillarlos hacia un abismo infranqueable. Hay quienes sentirán
que es refrescante odiar a Putin y gente de su calaña, pero esa es una
guía muy pobre para establecer una política. El único orden global que
tiene alguna oportunidad de mantener la paz es un orden pluralista que
acepte que existen sociedades abiertas y sociedades cerradas; algunas
libres y otras autoritarias. Un orden pluralista es aquel en que vivimos
con líderes que apenas podemos tolerar y sociedades cuyos principios
tenemos buenas razones para despreciar.
Podemos y debemos contener
a los nuevos autoritarios, pero hace falta recordar que la doctrina de
contención de George Kennan no buscaba derribar los regímenes
autoritarios de su tiempo ni tampoco convertirlos a la democracia
liberal. Más bien, su doctrina pretendía evitar la guerra en un mundo
pluralista y darle a la democracia liberal el tiempo necesario para
crecer y prosperar en una competencia pacífica con el otro bando.
Quienes hacen un llamado para que exista un frente ideológico unido, un
credo liberal combatiente, harían bien en recordar lo que respondió
Isaiah Berlin cuando se le pidió un credo entusiasta para los liberales
de la Guerra Fría:
En verdad no creo que la
respuesta al comunismo sea una fe contraria, de igual fervor y
militancia, etcétera, porque hay que luchar contra el demonio con las
mismas armas que el demonio. Para empezar, nada es más propenso a la
creación de una “fe” que reiterar constantemente que la buscamos, que
debemos encontrarla, que estamos perdidos sin ella, etcétera.
Durante
la Guerra Fría la autodramatización ideológica llevó a Estados Unidos
al macarthismo y al aventurismo militar en el extranjero, desde Vietnam
hasta Nicaragua. Además, no es nada convincente involucrarse en una
batalla ideológica en el extranjero a favor de la democracia liberal,
cuando resulta tan evidente que primero se necesita renovarla en casa.
El
poderío estadounidense no ha perdido su arrolladora credibilidad,
siempre y cuando se use en pequeñas cantidades, con perspicacia y
cuidado. El verdadero problema es la disfunción democrática que existe
en casa: el impasse que se ha extendido a lo largo de toda una
generación entre el Congreso y el Ejecutivo, lo polarizadora y poco
realista que se ha vuelto la discusión política, el estrepitoso fracaso
para controlar el denigrante poder que tiene el dinero en la política,
mientras que la desigualdad es más flagrante que nunca. El resultado es
el debilitamiento de los bienes públicos compartidos y una desilusión
cada vez más grande con la democracia misma. Otras democracias enfrentan
retos parecidos pero logran contrarrestar la influencia del dinero
sobre la política y han podido lograr de nuevo un equilibrio de su
sistema político para que el Ejecutivo y el Legislativo funcionen con
efectividad. En la guerra de ideas con los nuevos autoritarios es bueno
saber que hay una gran variedad de democracias liberales a la vista, una
gran variedad de formas posibles de “llegar a Dinamarca”.
Sin
embargo, la estadounidense sigue siendo la democracia cuya salud
determina la credibilidad misma del modelo liberal capitalista. El medio
siglo transcurrido desde la guerra de Vietnam no ha sido una época
feliz para Estados Unidos, ni en lo doméstico ni en lo internacional,
pero una serie de tenebrosas narrativas acerca del declive secular
estadounidense, por mucho ahínco con el que los enemigos de Estados
Unidos puedan absorberlas, parece hacer a un lado la histórica capacidad
de los estadounidenses para renovarse institucionalmente: en la era
progresista, el New Deal, la Nueva Frontera. Tampoco toma en cuenta los
datos duros respecto a la posición dominante que tienen las compañías
estadounidenses en las tecnologías que están moldeando el siglo XXI.
Si
Vladimir Putin y Xi Jinping –e incluso el Estado Islámico– apuestan por
el declive de Estados Unidos llevan todas las de perder. A la vez, no
cabe duda de que Richard Haass, presidente del Consejo para Relaciones
Exteriores, está en lo cierto cuando afirma que una política exterior
capaz de enfrentar el doble reto del nuevo autoritarismo y del nuevo
extremismo debe comenzar con un esfuerzo sostenido de construcción
nacional.
De continuar la disfunción democrática, se corre el
riesgo tanto de una parálisis interna como de un horrendo afán de
aventuras militares en el exterior, en vista de que las administraciones
estadounidenses –igual que sus rivales autoritarios– se vean tentadas a
distraer el descontento doméstico con guerras en el extranjero. Después
del vuelo mh17, Crimea, el
sangriento califato que crece en las riberas del Tigris, y la creciente
tensión en el mar de China, no necesitamos violentas aventuras en el
extranjero y menos aún palabras que no estén sustentadas en acciones.
Necesitamos una Europa y un Estados Unidos cuyos pueblos vuelvan a creer
en sus propias instituciones y en sus reformas, y acepten la
oportunidad de probar de nuevo que son capaces de sobrevivir a sus
adversarios, tanto autoritarios como extremistas. ~
______________________
Traducción de Laura Emilia Pacheco.
Aparecido originalmente en The New York Review of Books.
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