miércoles, 28 de enero de 2015

LOS CABALLEROS DE LA MESA REDONDA

John Carlin

El País

Domingo, doce de la mañana, horario de misa. Faltan cuatro días para Navidad y el recinto está repleto; el ambiente, festivo; el fervor ante la inminente llegada del elegido, in crescendo.Gente de todas las edades, de los dos años a los ochenta, la mayoría de pie, con los ojos puestos en una puerta al fondo de la sala por donde saldrá el hombre llamado a señalarles el camino. Pasan los minutos —doce y cinco, doce y diez, doce y cuarto— y aún no aparece. Pero la multitud no se desanima. Se deleita con la sensación de estar participando en un momento histórico y corea una consigna tras otra, todas cargadas de ilusión, aunque de origen diverso.
“¡Sí, se puede!”, eco del “Yes, we can” de la campaña electoral del presidente de Estados Unidos; “¡El pueblo, unido, jamás será vencido!”, importada de América Latina, de las luchas antiimperialismo yanqui; “A por ellos, ¡oé!”, de la liturgia futbolera; y “¡Paaablooo! ¡Paaablooo!”, al ritmo que marcan los fieles del vecino Camp Nou —“¡Meeessiii! ¡Meeessiii!”— cuando aclaman a su ídolo.
El lugar, el Palau Municipal d’Esports de Vall d’Hebron, barrio obrero de Barcelona; la fecha, el 21 de diciembre del año recién concluido.
Falta casi un año para las elecciones generales españolas pero ya huele a victoria aquí en el Vall d’Hebron. Es el primer acto multitudinario de Podemos, el partido político líder según las encuestas nacionales, en tierras catalanas. Unas 2.500 personas dentro del pabellón y otras mil afuera aclaman a Pablo Iglesias, profesor de Ciencias Políticas de 36 años que, justo un año antes, con otros cuatro catedráticos de la Universidad Complutense de Madrid, decide fundar Podemos. Ahora es su secretario general, primus inter pares y cara pública de la nueva formación, el líder de la primavera española que hoy agita a la vieja Europa.
Viste camisa blanca, vaqueros azules, zapatos deportivos negros con rayas blancas, marcando la diferencia con la encorbatada burguesía. Podemos representa cambio, futuro y modernidad, pero la coleta larga que luce le da un aire rockero años setenta.
La simbología es algo confusa, como las consignas, como las palabras del propio Iglesias. Es catedrático pero el plato fuerte de su discurso es un cuento para niños, una fábula sobre gatos y ratones de fácil digestión para todas las edades: los gatos son los malos, los representantes de la casta dominante, y los ratones son el pueblo, los buenos. Dice —su tono urgente, disparando palabras como balas— que ni él ni ninguno de los fundadores de Podemos son Podemos: “¡Podemos sois vosotros!”, para luego agregar: “Hay cientos de miles que dicen ‘El de la coleta soy yo”. Declara: “Yo soy de izquierdas”, pero al instante matiza: “El poder no teme a la izquierda sino a la gente”. Y afirma: “No he venido a Cataluña a prometer nada a nadie. No me fío de los políticos que hacen promesas”.
Pablo Iglesias, candidato a la presidencia por Podemos en Barcelona, el diciembre pasado. / Consuelo Bautista
El público en el pabellón de Vall d’Hebron no deja de aplaudir, pero queda por ver si, a la hora de votar, una mayoría de españoles estará dispuesta a fiarse de un partido político que no hace promesas. Quedan muchas preguntas por contestar. ¿Qué ha hecho Podemos para convencer a tantos en tan poco tiempo? ¿Cómo son sus dirigentes, sus activistas, los nuevos conversos a la causa? Y, ante todo, ¿qué quiere Podemos?
En la sede del partido, en la plaza de España en Madrid, reina el ambiente despacho-garaje de una start-up californiana. Unos diez jóvenes en vaqueros y camisetas trabajan intensamente en una ambiciosa misión: conquistar los corazones y las mentes del público votante español. Sus armas, ordenadores portátiles y teléfonos móviles, las herramientas digitales con las que Podemos ha logrado amplificar el mensaje del partido con tan frenética efectividad.
Aquí no gusta el concepto de jefe pero Miguel Ardanuy, de 25 años, es el cerebro del sector de Podemos que en otros tiempos se hubiera denominado “propaganda” pero que ellos llaman “participación”.
“Sin las redes sociales no estaríamos donde estamos hoy en las encuestas”, cuenta Ardanuy, que estudió Ciencias Políticas en la Complutense, habla como si tuviera prisa como Iglesias y luce dos colas rastas, largas y finitas. “En otra época uno transmitía su mensaje yendo de puerta en puerta”, dice. “Hoy todo ocurre al instante”.
Gracias a Internet los simpatizantes de Podemos, 300.000 de ellos suscritos a la página web Plaza Podemos, son todos vecinos. A través de esta plataforma, de Twitter y de una aplicación para móviles llamada Appgree han armado foros de debate que aportan ideas al proceso de decisiones del partido y a la vez funcionan como un servicio de datos, ofreciendo la materia prima con la que el liderazgo afina los mensajes que tienen mayor resonancia entre la población.
Así Podemos ha ido destilando las claves de su vendedora “narrativa” y de ahí también las frases hechas que Ardanuy y sus compañeros oficinistas-militantes salpican en la conversación: “Nosotros representamos la ilusión”; “el PP y el PSOE están osificados”; “adiós a la casta corrupta que nos gobierna” (la casta, la palabra más utilizada en el lexicón de Podemos), y la frase que repiten una y otra vez, “no somos ni de izquierda ni de derecha”.
Esta última es a la vez la consigna que más polémica genera y la que más alcance tiene. Indigna a la izquierda tradicional, de la que se han distanciado, pero al mismo tiempo, apelando a lo que Podemos llama el “sentido común”, despeja miedos y despierta entusiasmo en un amplio sector de la población. Es la fórmula para construir lo que Pablo Iglesias llama “una marca ganadora”.
No todos los rebeldes de Podemos son jóvenes. Jesús Montero, de 51 años, es el recién electo secretario municipal del partido en Madrid. Trabaja en la Complutense (todos los caminos de Podemos se originan aquí) en un alto cargo de administración.
De tez y físico delgados, luce una ligera barba blanca y una pequeña gorra de cuero, lo que le proporciona un aspecto medio Quijote, medio Lenin. Pero, a diferencia de Iglesias y Ardanuy, habla de manera medida y serena, seguramente más pausado que cuando inició su trayectoria política a los 14 años como organizador de una huelga en el colegio. Influido por “curas politizados”, a tal punto que durante un tiempo pensó que él mismo iba para cura, se incorporó a las Juventudes Comunistas y fue elegido secretario general cuando tenía 20 años. De ahí pasó a ser uno de los fundadores de Izquierda Unida en 1986, partido que dejó en 1997 tras una crisis interna, pero el año siguiente acudió con entusiasmo a Chiapas, en México, a observar de cerca la revolución zapatista del subcomandante Marcos. “Ahí surgió la idea de que otro mundo es posible, en contra de la globalización y la revolución conservadora de Reagan y Thatcher”, dice. Pero el zapatismo tampoco prosperó y la izquierda española “naufragó por falta de audacia”. En 2003 abandonó toda militancia organizada.
Once años después, la vida le ha ofrecido una segunda oportunidad. “He recuperado la ilusión. Venimos a democratizar el poder y remoralizar la vida pública, a sacar el discurso de los bares a la plaza, a restaurar el vínculo entre la gente y el gobierno, que ha tratado a la gente como si fueran menores de edad”.
Para restaurar el vínculo hay que acabar con el paternalismo de los partidos tradicionales, dice. En otro momento de su vida quizá hubiera dicho que había que acabar con el capitalismo también. Ya no.
“No todos los empresarios son iguales”, afirma. “Hay dos culturas empresariales. Una es casta, la otra quiere contribuir al bienestar social, como la familia Botín en el Banco Santander”. ¿Habla en serio? “¡Sí! Yo estoy convencido de que hay empresarios de buena voluntad. Hay sectores del capitalismo emprendedor que saben que necesitan un país con menos desigualdad social, que entienden que así expanden su mercado. Seguro que Ana Botín [presidenta del Banco Santander] se vería con Pablo Iglesias y hablarían de estas cosas”.
Menos matizado fue el populista mensaje —prácticamente el único mensaje— que se lanzó durante un acto de Podemos que presidió Montero unas horas más tarde en el barrio céntrico obrero de Madrid, Lavapiés. “Vamos a echar a la mafia económica y política, vamos a echar a los golfos, vamos a recuperar Madrid para los ciudadanos”, y “vamos a acabar con el austericidio”, y “vamos a acabar con la vieja política y vamos a crear una democracia participativa” fueron las consignas más coreadas.
La democracia participativa es más posible hoy que nunca gracias a la revolución digital, dice Montero cuando le toca su turno de hablar, y anuncia que Podemos va a lanzar una campaña para que todo el mundo tenga acceso a la web y pueda así tener un impacto directo sobre las políticas de Podemos. Como ha propuesto Pablo Iglesias, “cada vez que haya que tomar una decisión en Podemos que sea compleja y difícil propondremos que vote la gente”.
La idea es bonita, pero surgen un par de dudas. Primero, se parte de la base de que las grandes mayorías comparten o pueden llegar a compartir la pasión por la política de los politólogos y sociólogos que han creado Podemos, cuando quizá la realidad sea que en España, como en todos lados, la política es un deporte minoritario. Segundo, se opera según la premisa, alimentada hoy por el fenómeno de referendos virtuales permanentes que ofrecen las redes sociales, de que la opinión del pueblo debe ser escuchada. Pero, como se vio en Alemania en su día, la sabiduría de las masas es un concepto cuestionable, muchas veces basado en la ignorancia o en la histeria colectiva. En temas delicados y complejos de economía, o de política extranjera, las ideas que aporta la masa tuitera a las grandes cuestiones del día pueden resultar de poco más valor que las de los pasajeros al piloto cuando un avión atraviesa aires turbulentos.
Alguien que conversa sobre política con la desenvoltura y pasión de un fanático del Real Madrid sobre el fútbol es Íñigo Errejón. Señalado por algunos como el verdadero genio de Podemos, tiene el aspecto de un chico de 16 años, aunque tiene 31. Como los otros cinco fundadores de Podemos, Errejón es profesor en la Complutense.
El secretario de Política de Podemos, Íñigo Errejón, el pasado noviembre, en Madrid. / Hugo Ortuño (EFE)
Sus gafas le dan un aire Harry Potter, motivación adicional para preguntarle por el truco mágico que ha transformado a militantes de izquierda como él en políticos pragmáticos todoterreno.
“La mayor parte de la gente no se ve representada hoy ni en los dos partidos políticos dominantes, ni en la vieja izquierda”, responde. “Izquierda y derecha son metáforas, son nombres nada más, y no son eternos. Nosotros representamos el sentido común contenido en una identidad transversal y popular, frente a la oligarquía”.
Errejón emana una enorme confianza en sí mismo unida a una casi agotadora hiperactividad mental. Pero esa palabra, oligarquía, chirría un poco en alguien que pretende alejarse de los tópicos de la vieja izquierda, como también chirría la asociación de los líderes de Podemos con la Venezuela de Hugo Chávez, según Pablo Iglesias, “una de las democracias más saludables del mundo”.
¿Cómo encaja la admiración por el chavismo venezolano, que tras 15 años de gobierno ha llevado al país latinoamericano al borde de la ruina, con el ecumenismo que profesa Podemos? Errejón no responde ¿Vene... qué?, pero casi. Descalifica cualquier noción de que Podemos piense en replicar el modelo de Venezuela. “España no es un país como Venezuela, con petróleo. Es otra cosa. El Estado funciona, el PIB es mucho más alto, no viven pobres en la montaña sin luz”.
Pero entonces, ¿cuál es el programa? Es la pregunta que todos los sectores opuestos a Podemos hacen, pero Errejón insiste en que el partido es un recién nacido y es prematuro exigir “mañana mismo” muchos detalles al respecto.
Lo que sí tiene Podemos es lo que más necesita un partido que pretende ganar elecciones: una narrativa identitaria al alcance de todos. Se presentan al imaginario colectivo como los caballeros de la Mesa Redonda que, junto al pueblo enardecido, pretenden atacar, despoblar y ocupar el castillo negro donde se atrinchera la despiadada casta. Errejón no discrepa de la metáfora pero matiza que “aún falta mucho para llegar a las murallas”.
En caso de que lleguen, Errejón no menosprecia la enormidad del reto al que Podemos se enfrentaría. Sueña, pero con los ojos abiertos. “Si ganamos las elecciones, ahí empieza el partido de verdad. Ahí competimos en Champions y el cambio revolucionario que deseamos, debemos reconocerlo, no se va a lograr sin que Europa, o al menos la parte sur de Europa, esté con nosotros. Esto no es la apología de la utopía. Vamos a empujar tantito, pero el cuánto dependerá de otros en Europa también”.
Es decir, en una Europa en la que la soberanía nacional es limitada, en un mundo más económicamente interdependiente que nunca, un Gobierno como el español poco puede hacer solo para, por ejemplo, aumentar el gasto público o reducir el paro. Como decía hace poco en una entrevista a la BBC el presidente saliente de Uruguay e ídolo de Podemos, José Mújica: “El problema es la realidad porque no hacemos lo que queremos, hacemos lo que podemos dentro del margen de la realidad”.
¿Qué pasaría si Podemos desapareciera del mapa tan rápidamente como emergió? ¿Para algo habría servido?
Errejón es listo y lo sabe pero posee la suficiente humildad para no descartar esta posibilidad. “Si desaparecemos mañana le habremos dado una buena lección a los poderosos. Se les habrá metido miedo. Con su sola existencia Podemos ha demostrado el deseo de la gente de regeneración democrática, ha destapado como nunca la necesidad de que los gobernantes rindan cuentas”.

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