jueves, 15 de enero de 2015

LA  COLA  INFELIZ

TRINO MARQUEZ

A Hugo Chávez se le dijo de todas las formas posibles: no destruya la producción interna, no acorrale a la propiedad privada, no confisque, no nacionalice, ni expropie activos que pertenecen a empresarios con larga experiencia, no importe  de manera irracional, ni se endeude para financiar gasto corriente, no mantenga indefinidamente el control de cambio y de precios, reduzca las regulaciones, no acabe con el Fondo de Estabilización Macroeconómica, ni anule la independencia del Banco Central, no dinamite la meritocracia. No imponga el socialismo del siglo XXI porque es un sistema anacrónico y fracasado, que marcha a contrapelo de la historia. Haga todo lo contrario: aproveche los altos precios petroleros para fortalecer el aparato productivo nacional, alíese con los industriales y empresarios para que el país dependa cada vez menos de las importaciones, ahorre divisas en el FEM, así evitará que la volatilidad del mercado petrolero afecte la economía nacional, aproveche las ventajas comparativas y competitivas de Venezuela con el fin de obtener los mayores beneficios posibles de la globalización, proceso indetenible e irreversible.
          Ningún argumento racional lo convenció. Optó por persistir en el fracaso. Inventó la quimera del Estado Comunal y la economía popular. Intentó crear un capitalismo de Estado afincado en la expropiación y confiscación de  industrias privadas altamente productivas y eficientes. Reestatizó la Cantv, Viasa y Sidor. Estatizó empresas productoras de aceite comestible (Diana), café (Fama de América), cemento (Cemex), hoteles (Hilton), fertilizantes (Agroisleña), válvulas (Constructora Nacional de Válvulas).  Ensanchó el Estado hasta convertirlo en un gigante obeso,  lento e insaciable, que devora la mayor parte de los recursos que ingresan al país. Creó el ambiente para que prosperaran la corrupción y los negocios turbios tras la sombra de los funcionarios.
          Este fue el legado que le dejó Chávez al heredero: un Estado paquidérmico y envilecido moralmente, unos empresarios acorralados, unos trabajadores acostumbrados a rendir lo mínimo y una sociedad habituada a la dádiva. Este patrón, mezcla de socialismo con populismo, colapsó ahora que los precios del crudo se derrumbaron. La Conferencia Episcopal, a través de monseñor Diego Padrón, dibujó el panorama con la precisión de un pintor renacentista. En Venezuela  fracasó  –de nuevo- el comunismo, así de sencillo, y no habrá posibilidades de contener la inflación, resolver la escasez y el desabastecimiento, recuperar la confianza de los consumidores y acabar con las largas colas, si no cambia radicalmente el modelo socioeconómico y político.
          El socialismo es incompetente por esencia. En todos los lugares donde se implantó –siempre a sangre y fuego- condujo a la miseria de los pueblos. Los ciudadanos pasaron hambre y fueron sometidos a la carencia de los productos elementales. La escasez y las colas interminables representan uno de sus signos distintivos. No existe sociedad socialista donde el ciudadano no haya sido sometido a ese martirio durante prolongadas jornadas. Los únicos que se libraban de ese tormento eran los miembros de la privilegiada nomenclatura.  Por esa razón, ninguno de los países de Europa Oriental aspira a retornar al socialismo, y sociedades que libraron guerras antiimperialistas como Vietnam, Laos y Camboya, avanzan aceleradamente hacia economías de mercado, aunque en el plano político sigan siendo tan autoritarias y despóticas como siempre. Los partidos comunistas de esas naciones han asumido la consigna acuñada por Deng Xiaopin: un país, dos sistemas. Capitalismo, en el área económica; comunismo, en la esfera política. Esto se llama pragmatismo.
          Nicolás Maduro no aprende de los chinos, ni siquiera porque son sus ídolos y nuevos financistas. Prefiere suplicarles un vergonzoso préstamo, que introducir las reformas económicas que le permitan corregir el rumbo. Se mantiene tozudo en su esquema estatista y excluyente, adquirido de Chávez, mientras la nación avanza hacia el caos y la desintegración.
          Para salir de este estado anómico se necesita la participación de todos los sectores nacionales. La violencia no le conviene a nadie y, en casos como el actual, puede tomar giros indetenibles. Todavía hay tiempo para evitarla, pero el gobierno no quiere. Así como no desea acabar con las colas, tampoco aspira a activar los mecanismos que resguarden la paz. La única tranquilidad que le gusta es la de los calabozos.


          @trinomarquezc

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