Javier Solana
MADRID
– Emigró de Argelia buscando una vida mejor. Llegó a París para escapar
de la pobreza, de la marginación y la falta de futuro. Logró un trabajo
de baja cualificación, tuvo hijos y también nietos. Ellos ya eran
franceses, tuvieron derecho a la educación y a la sanidad, pero para
ellos ya no era suficiente tener un techo digno y agua caliente en casa.
Vivían en un país en el que no lograron integrarse, en barriadas con
muchas familias como la suya, sin un ascensor social que les asegurara
el futuro. Su paraíso estaba roto. Buscaron una utopía y fue la peor de
las posibles.
Esta
historia se ha repetido millones de veces en los países de Europa
occidental. La gran mayoría de las veces termina formando bolsas de
pobreza y exclusión. En el peor de los casos, acaba en las redes de
captación de grupos terroristas, criminales, radicales o fanáticos, que
ofrecen lo que la sociedad en la que viven no ofrece: sentido de
pertenencia, identidad, objetivos vitales y búsqueda de ilusión; pero
también mentiras, autodestrucción y muerte.
Los atentados
de París y la operación antiterrorista en Bélgica han puesto a Europa
frente al espejo. Los emigrantes de segunda o tercera generación, ya
ciudadanos europeos de pleno derecho, están en el punto de mira. La
falta de integración, es decir, la exclusión social, es el problema que
subyace y el que necesita ser arreglado cuanto antes. Está
indisolublemente asociado a la creciente desigualdad que golpea, como
consecuencia de la crisis, a Europa.
Las
personas necesitan esperanzas que llenen la vacante de la desilusión.
Aferrarse a una utopía, a un proyecto ilusionante que implique la
realización personal y colectiva es fundamental. Ahora, en tiempos de
crisis, es más evidente que nunca. No es casual que emerjan opciones
populistas de todo signo, pero tampoco que los grupos terroristas
extiendan sus redes de captación por la sociedades europeas. El debate
sobre la emergencia yihadista está de nuevo en lo más alto de las
prioridades, y las decisiones políticas debieran saber leer la situación
sin caer en la tentación del enfrentamiento entre culturas.
Francia
estima que más de 1.200 personas están implicadas en las redes
yihadistas sirias. Reino Unido en torno a 600, Alemania 550 personas.
Bélgica ha exportado ya 400 ciudadanos a la combatir por la guerra santa
en Siria. Lo mismo ocurre en otros países europeos, como España. Otros,
como los asesinos de París, han actuado en suelo europeo. La labor de
seguimiento de los servicios de inteligencia es crucial, pero no lo es
menos detectar las causas profundas para encontrar soluciones duraderas.
Éstas no son policiales ni legales, son sociales y a largo plazo.
El
esfuerzo occidental, por ello, debe ir mucho más allá que la defensa de
la libertad de expresión y la coordinación policial. También del falso
debate entre libertad y seguridad. Si la seguridad condiciona las
libertades que caracterizan al mundo occidental, el fanatismo podrá
apuntarse un tanto. Del mismo modo, si avanza la islamofobia, el racismo
o la xenofobia, Occidente habrá sufrido una derrota. Las palabras de
Angela Merkel junto al primer ministro turco, haciendo suya la
afirmación del expresidente Christian Wulff sobre el islam, junto al
cristianismo y al judaísmo, como “parte de Alemania”, marcan el camino a
seguir. Debemos ser capaces de convivir e integrar a los musulmanes de
primera, segunda o tercera generación en las sociedades europeas. No se
ha conseguido hasta ahora. Pero la convivencia no es importante solo
dentro de nuestras sociedades. El mismo principio debe aplicarse a nivel
global. La convivencia, respeto y tolerancia debe llegar a la escena
internacional, de manera que se conforme un marco inclusivo donde
avanzar hacia el desarrollo social de los países islámicos y se rechace
claramente a los fanáticos. El cristianismo necesitó siglos para llegar
al nivel de desarrollo del que hoy goza, lastrado por disputas internas y
los fundamentalismos destructivos. Afortunadamente, hoy, son problemas
del pasado.
La
religión no es sólo una fe o una creencia, también es una institución,
un lenguaje e incluso un mercado donde se compite por creyentes. El
radicalismo terrorista trata de consolidarse como única institución
verdadera del Islam, imponiendo su lenguaje para copar todo el mercado
musulmán. El Estado Islámico y Boko Haram se suman hoy a Al Qaeda,
enzarzados en una lucha interna por liderar el yihadismo global y atraer
a musulmanes de todo el mundo hacia sus filas. El Estado Islámico, las
fallidas transiciones árabes (con la excepción de Túnez) y la violencia
en Siria, Irak, Libia o Yemen cambian el tablero global en el que debe
analizarse la nueva emergencia del terrorismo yihadista.
Las
revueltas árabes se produjeron en un contexto de estancamiento social,
desempleo y hastío de las dictaduras imperantes en Oriente Medio y el
Norte de África. El fracaso, con la excepción tunecina, deja a millones
de jóvenes sin expectativas, frustrados por lo que pudo ser y no fue. La
ilusión está rota dentro y fuera de los países musulmanes. La yihad,
como cualquier otro mensaje simplista, radical y reduccionista, es capaz
de seducir a mucha gente sumida en la desesperanza. La vacante que deja
el desánimo se puede ver fácilmente cubierta con fanáticos que posan
ante banderas negras. No debemos permitirlo.
Las
intervenciones militares occidentales han demostrado sobradamente su
fracaso, como demuestra el caso afgano o iraquí. Occidente debe ser
consciente de que hay un conflicto dentro del mundo musulmán que no se
puede ganar con bombas ni intervenciones extranjeras. Deben ser los
propios musulmanes moderados, la gran mayoría, la que venza. Debemos
encontrarlos, acercarnos, apoyarlos e integrarlos. Dentro y fuera de
nuestros países. Son la gran esperanza de paz para un contexto tan
volátil e inestable como el que nos rodea.
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