sábado, 17 de enero de 2015

EN LA MUERTE DE LOS BLASFEMOS


una carta abierta a Carlos Lozano, director del semanario Voz

El 7 de enero, luego de los ataques a Charlie Hebdo, el semanario Voz publicó el artículo "Yo no soy Charle" en el que afirma que la revista es "fundamentalmente, un monumento a la intolerancia, al racismo y a la arrogancia colonial”. En esta carta abierta, el director de El malpensante cuestiona esa afirmación.
Estimado señor Lozano:
Lo diré de inmediato para evitar suspicacias y malentendidos: no creo que ser partidario del hashtag “Yo soy Charlie” otorgue algún tipo de superioridad moral. En estos días he leído a gente que proclama exactamente lo contrario sin caer por eso en una inquietante exculpación de los asesinos ni en los más aberrantes delirios interpretativos. David Brooks en el New York Times, Víctor Lapuente Giné en El País o Scott Long en A Paper Bird han ofrecido no solo agudos argumentos para decir que ellos no son Charlie, sino para marcar una saludable distancia con quienes, escupiendo en la tumba de las víctimas, hasta parecen alegrarse con la muerte de los blasfemos. Sin ir muy lejos, Florencia Saintout, directora de la facultad de Periodismo de la Universidad de la Plata, no tuvo reatos en trinar apenas se supo del atentado que “los crímenes jamás tienen justificaciones pero sí contexto”. Dicho de otra forma: que si bien el acto es digno de repudio, debemos entender que los hermanos Chérif y Said Kouachi tenían razones “comprensibles” para enojarse y fusilar a un indefenso grupo de caricaturistas.
Así pues, mi desacuerdo con el artículo “Yo no soy Charlie”, publicado por ustedes el pasado 7 de enero en la página web del semanario, proviene de algo distinto a que ofrezca “una perspectiva contraria a la hegemónica” (son las palabras de uno de mis contertulios en Facebook). Mi desacuerdo nace de que el autor de la nota apenas conoce la revista y aun así se atreve a decir que “es, fundamentalmente, un monumento a la intolerancia, al racismo y a la arrogancia colonial”.
Yo tampoco soy un lector asiduo de Charlie Hebdo. Mi nivel de francés es básicamente ortopédico y por lo tanto mal haría en fingir que estoy familiarizado con el estilo, los temas o las tramas editoriales de la revista. Con todo, en más de una ocasión leí artículos de Charlie Hebdo que me recomendaban con la idea de traducirlos para El Malpensante y nunca me dio la impresión de que hubiera en ellos algo similar a lo que enuncia el señor Gutiérrez. Ni en la risueña columna “Oncle Bernard”, en la que se fustiga sin tregua a banqueros y economistas, ni en los informes sanitarios de Patrick Pollet, donde se insiste en la importancia de tener excelentes hospitales públicos, ni en las reseñas literarias de Philippe Lançon, tan atentas a los libros extranjeros, en particular a los de América Latina y el Oriente Medio, vi asomarse nunca las orejas de ese lobo despiadado y segregador.
Con estos ejemplos, que podría abultar en forma considerable, trato de que usted entienda que Charlie Hebdo no es una revista monomaníaca, interesada únicamente en que los ciudadanos árabes y africanos sean su saco de boxeo. Charlie Hebdo es parte de una muy seria tradición satírica en Francia, a la cual se conoce como gouaille. La palabra, que cabe traducir con el sabroso vocablo “guasa”, es una forma populista y anárquica de obscenidad, cuyo propósito explícito es desmoronar todo lo que en este mundo se crea sagrado, intocable, digno de veneración. Las imágenes de María Antonieta como un monstruo marino, los curas sorprendidos en flagrante delicto con monjas, los diablos que se echan pedos frente al Papa o los retratos de Luis Felipe hechos por Daumier, en los que el soberano francés se va convirtiendo cuadro a cuadro en una pera, son parte de esa tradición de burla procaz y descarada. Pero Charlie Hebdo también es una publicación periodística moderna, con secciones y material escrito de muy amplio registro. Por eso en sus páginas confluyen, además de dibujos salaces y deliberadamente ofensivos, preocupaciones típicas de la izquierda y la extrema izquierda, del ecologismo, del psicoanálisis, de la defensa de los animales, del anarquismo y –tópico en el que me detendré más adelante– de la erotomanía. Me arriesgo a decir que usted y sus colaboradores publicarían gustosísimos en Voz no pocos de esos artículos porque la agenda de Charlie Hebdo es, en algunos aspectos, la agenda que ustedes han tenido en Colombia.
En vez de tener en cuenta esta larga herencia, el señor Gutiérrez se limita a comentar una portada –¡una sola entre las casi 1.500 que se han publicado! –, a citar unos datos históricos sin mucha conexión entre sí y a emitir un veredicto inapelable: Charlie Hebdo es “una representación degradante y caricaturesca del mundo islámico”. Si en vez de esos juicios definitivos hubiera tenido los ojos abiertos a la hora de escribir, si hubiera dedicado unos minutos a informarse, habría descubierto un aluvión de noticias que contradicen su sentencia. Por ejemplo, que Georges Wolinski, uno de los dibujantes asesinados, nació en Túnez. Por ejemplo, que Jeannette Bougrab, la compañera sentimental del director ahora muerto, es de origen árabe y está al frente del Comité Francés para la Igualdad de Oportunidades. Por ejemplo, que Mustapha Ourrad, uno de los editores asesinados, era argelino. Por ejemplo, que la revista difundió en numerosas ocasiones el trabajo de caricaturistas turcos sometidos a censura. Por ejemplo, que Charlie Hebdo fue una de las primeras publicaciones francesas en alertar sobre los problemas de marginamiento en los banlieues.
No solo eso. Si el señor Gutiérrez conociera mínimamente la revista, se podría haber respondido sus propias preguntas. “No se me olvida”, dice con la voz trémula, “que en el metro de París, a comienzos de los sesenta, la policía masacró a palos a 200 argelinos por demandar el fin de la ocupación francesa de su país, que ya había dejado un saldo estimado de un millón de ‘incivilizados’ árabes muertos”. Pues bien: los de Charlie Hebdo tampoco lo habían olvidado. En 2011, cuando se conmemoraron los 50 años de ese episodio, varios miembros de la redacción participaron en un álbum de homenaje a la memoria de los argelinos asesinados por la policía ese 17 de octubre de 1961. Le pregunto: ¿por qué guarda silencio al respecto? ¿Por qué omite que en 2009 el antiguo director, Philippe Val, despidió al dibujante Maurice Sinet por una columna considerada, ahí sí, racista y que esa decisión fue respaldada por numerosos intelectuales de izquierda?
Y sobre todo: ¿por qué, si la revista es un supuesto “monumento a la intolerancia, al racismo y a la arrogancia colonial”, Gutiérrez se hace el de la vista gorda con las innumerables viñetas de Cabu (otro de los dibujantes asesinados) en las que sin ambages se condenan los controles migratorios, las políticas xenófobas de Jean-Marie Le Pen, el intervencionismo militar en el extranjero o los desmanes policiales contra la gente del norte de África? (He aquí dos ejemplos)

        

Por sus orígenes, por sus relaciones personales, por el tipo de periodismo que hacen y por los temas que tratan, es evidente que a los miembros de Charlie Hebdo les interesa el destino de los inmigrantes en Francia. Pero, en vez de tener en cuenta ese hecho, en vez de ofrecernos una descripción de lo que efectivamente publica el semanario, el señor Gutiérrez prefiere elevarse a los cielos de la especulación y afirmar, como si fuera lo más obvio del mundo, que las sátiras de la revista tienen como propósito último “justificar las invasiones y bombardeos a países del Oriente Medio”.
Déjeme decirle que en esta deriva hacia la alucinación el señor Gutiérrez no está solo. Después de leer decenas de artículos, sigo perplejo con la forma en que un amplio grupo de intelectuales de izquierda porfía en desestimar todos los hechos comprobados sobre este caso y oír sólo sus lisérgicas voces interiores. Aunque un vocero de Al Qaeda le envío el pasado 9 de enero un nota al reportero Jeremy Scahill en la que reconoce la autoría del ataque; aunque hay indicios de que uno de los hermanos Kouachi recibió entrenamiento militar en Yemen y tuvo una entrevista con el antiguo reclutador de la organización, el señor Thierry Meyssan, director de la Red Voltaire, ampliamente venerado en las páginas de Voz, sigue afirmando que “lo más probable es que quienes dieron la orden [de matar a los dibujantes de Charlie Hebdo] estén en Washington”. Un concejal del Polo también piensa lo mismo: “Fue la CIA”
Le pregunto, señor Lozano: ¿puede alguien considerar sin reírse que el presidente Obama sea el autor intelectual de una masacre en que murieron los principales miembros de una revista de humor que sólo conoce un grupo ínfimo de personas en Estados Unidos? ¿Puede alguien darles crédito a políticos que piensan como si todavía estuviéramos en un mundo regido por el conflicto entre rusos y norteamericanos?
No es esta reactualización de los marcos mentales de la Guerra Fría lo que me ha dejado estupefacto. Lo que más me ha desconcertado, señor Lozano, es que sólo por tomar partido en esta discusión un número inmenso de personas está dispuesta a renunciar alegremente a conquistas que han costado siglos. Usted sabe tanto como yo que la blasfemia –es decir, el derecho a poner en duda a Dios, el derecho a poner verdes a los poderosos, el derecho a disentir de las opiniones autorizadas– ha sido una seña distintiva de la izquierda en toda su historia. Sin embargo, ahora resulta que un buen número de los autoproclamados izquierdistas no sólo está de acuerdo con imponer nuevos límites a la libertad de expresión, sino que encima quiere someternos a los más férreos designios de la corrección política.
Juzgue usted si no. El señor Gutiérrez afirma que “no se trata de inocentes caricaturas hechas por librepensadores sino de mensajes... cargados de odio, que refuerzan un discurso que entiende a los árabes como bárbaros a los cuales hay que contener, desarraigar, controlar, reprimir, oprimir y exterminar”. Con diferentes maculaturas, es la tesis que predomina en muchas publicaciones de izquierda a lo largo y ancho del mundo. En Jacobin, en The Hooded Utilitarian, en la red Voltaire, en Slate, en Rebelión, oímos una y otra vez que Charlie Hebdo es una “publicación racista”, una “revista de blancos privilegiados que se burlan de la gente pobre”, una publicación que acude al sexismo y a la homofobia para “provocar a los musulmanes”.
Dediqué en estos días un tiempo considerable a examinar el material gráfico de Charlie Hebdo que circula en la red y a sopesar si en efecto merecía esos epítetos. Me parece que no; yo diría, tratando de ser más exacto, que en los dibujos de Charlie Hebdo hay un homenaje constante a la tradición hiperbólica y antirrealista del gouaille. La misma insolencia escatológica que antes se aplicó al régimen monárquico ahora se aplica a los políticos, a los banqueros y a los miembros más exaltados de las tres principales religiones monoteístas. Es importante notar que “los musulmanes” de Charlie Hebdo no son individuos específicos, con marcas precisas de edad, raza, rasgos o vestuario, sino estereotipos construidos sobre unos pocos elementos gráficos (la túnica, el turbante, la barba). Ese recurso, presente en toda la literatura y el dibujo satírico desde la Antigüedad, también se aplica a “los católicos”, representados por el Papa cuando no por un cura, y a “los judíos”, siempre perfilados con trajes negros, sombreros alones Stetson, kipas y crespos largos.

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