"NO HAY NADIE A CARGO"
LETRAS LIBRES
Moisés Naím (1952) dirigió durante catorce años la revista Foreign Policy, antes de integrarse en 2010 al Carnegie Endowment for International Peace en Washington, D. C., como senior associate en el departamento de economía internacional. También es director y presentador del programa de televisión Efecto Naím. En 2013 fue incluido por Prospect en la lista de los intelectuales más destacados del mundo y este año fue reconocido como un global thought leader por el Gottlieb Duttweiler Institute por El fin del poder (Debate, 2013, publicado originalmente en inglés por Basic). En este libro Naím, acostumbrado a desafiar la sabiduría convencional, ve en el nuevo (des)orden mundial no una reconfiguración del poder de los Estados-nación, sino una mutación mucho más profunda que atañe al poder mismo y a lo que hasta ahora habíamos comprendido como tal.
Moisés Naím (1952) dirigió durante catorce años la revista Foreign Policy, antes de integrarse en 2010 al Carnegie Endowment for International Peace en Washington, D. C., como senior associate en el departamento de economía internacional. También es director y presentador del programa de televisión Efecto Naím. En 2013 fue incluido por Prospect en la lista de los intelectuales más destacados del mundo y este año fue reconocido como un global thought leader por el Gottlieb Duttweiler Institute por El fin del poder (Debate, 2013, publicado originalmente en inglés por Basic). En este libro Naím, acostumbrado a desafiar la sabiduría convencional, ve en el nuevo (des)orden mundial no una reconfiguración del poder de los Estados-nación, sino una mutación mucho más profunda que atañe al poder mismo y a lo que hasta ahora habíamos comprendido como tal.
¿Qué es el poder?
Es la capacidad de una persona o una organización para hacer que otros hagan o dejen de hacer algo, ahora o en el futuro.
En El fin del poder, usted ha dicho que el poder ya no es lo que solía ser.
Primero
debo aclarar de qué hablo. No soy ingenuo y mi argumento no es que el
Vaticano, el Pentágono, Goldman Sachs, Google, el gobierno de México o
China no tengan poder. El argumento de mi libro es que quienes hoy en
día tienen poder pueden hacer menos con él que quienes los precedieron
en esos cargos o en esos roles.
“El poder se ha hecho más fácil de obtener, más difícil de usar y más fácil de perder”, escribió. ¿Por qué sucede esto?
Porque
las barreras que protegen a los poderosos se han debilitado, se han
hecho más fáciles de penetrar. No es que quienes tenían poder lo hayan
perdido sino que se ven más restringidos en su capacidad para
utilizarlo. Tienen más retadores, más rivales. Y los sujetos de su poder
tienen más posibilidades de rechazarlo, ignorarlo o evadirlo. Por todo
esto el poder es ahora más efímero.
Muchas personas piensan que lo
más importante que le ha pasado al poder en términos de su degradación
tiene que ver con internet y otras tecnologías de comunicación e
información. Por supuesto, han sido importantes, pero no hay que perder
de vista que estas tecnologías son instrumentos y los instrumentos
requieren de usuarios y esos usuarios tienen motivaciones e intenciones,
de ahí que lo que es vital entender es qué determina o moldea la
intencionalidad de quienes utilizan esas tecnologías.
Usted
analiza estas fuerzas o motivaciones y las agrupa en tres grandes
“revoluciones”: la revolución de “el más”, “la de la movilidad” y “la de
la mentalidad”.
La revolución de “el más” simplemente
intenta condensar el hecho de que vivimos en un mundo de proliferación,
de abundancia, de que hay más de todo, hay más personas, más países, más
organizaciones internacionales, más empresas, más redes internacionales
criminales, más filantropía, más medicinas y más armas, hay más de
todo.
Pero no solo hay más de todo, sino que ese más se
mueve más: se mueve la gente, se mueven las ideas, se mueven las
empresas, el dinero, los productos, la información, las religiones, los
grupos terroristas. Todos somos vecinos, a pesar de que nuestro vecino
esté del otro lado del planeta. Esta es la revolución de la movilidad
que al combinarse con la revolución “del más” nutre la revolución de la
mentalidad. El mundo de hoy está lleno de gente con expectativas,
aspiraciones, valores, tolerancias y repudios que no existían antes con
tanta intensidad.
Estas tres revoluciones
han permitido que lo que usted llama “micropoderes” reten continuamente a
los grandes poderes o al poder como solíamos conocerlo. Esto le genera a
usted, por un lado, cierta confianza, pero también escepticismo. ¿A qué
se debe ese sentimiento encontrado?
Si todas las tendencias que describo en El fin del poder son
correctas, ¿qué pasaría? Mi primera respuesta es que esta es una
excelente noticia. Lo que describo es un mundo de más oportunidades, sin
duda. Es un mundo donde un grupo de jóvenes se puede reunir y promover
una nueva iniciativa que logre tener un impacto político enorme, o es
una empresa que desde un garaje consigue financiamiento y desarrolla
tecnología o una organización que ayuda a los demás o lucha contra un
problema importante. Es un mundo en el cual los marginados, los
históricamente excluidos de las mesas de las decisiones, tienen mayor
oportunidad de que su voz e intereses sean representados. Al lado de
esto que es tan buena noticia, hay un área que es preocupante: estas
tendencias, en el ámbito de la política nacional, están teniendo efectos
negativos que resultan en gobiernos a los cuales les es muy difícil
gobernar. El mundo de hoy se ha vuelto considerablemente más
ingobernable porque hay una proliferación de lo que Francis Fukuyama ha
llamado vetocracia. Esto es: sistemas políticos con una
sobrepoblación de protagonistas que detentan una pequeña cuota de poder.
Si bien el poder de cada uno no es suficiente para imponer su visión o
sus preferencias, sí lo es para bloquear las iniciativas ajenas. Esto lo
hemos visto en Estados Unidos, en Europa y en América Latina, en donde
se traba el juego político.
¿No es
paradójico que históricamente las luchas por las democracias hayan
buscado fragmentar y repartir el poder y que ahora sea esa misma lucha
la que tiene desempoderados a todos?
Sí, es una paradoja.
Para que funcione una democracia no basta con que haya elecciones
libres y justas. Es necesario, entre otras cosas, que después de los
comicios la división de poderes sea real. Una democracia no solo la
define lo que sucede el día de las elecciones sino lo que pasa todos los
días entre una elección y otra. Es importante que ninguna institución o
individuo tenga el poder absoluto. En muchos gobiernos de América
Latina hay una guerra abierta contra esos pesos y contrapesos, y ha sido
evidente en los intentos de cambiar constituciones para concentrar el
poder. Lo hemos visto en el Ecuador de Rafael Correa, en la Nicaragua de
Daniel Ortega, en la Argentina de Cristina Kirchner y, por supuesto, en
la Venezuela de Hugo Chávez.
Y, al tiempo que institucionalmente
vemos una intención para concentrar el poder, hay una sociedad en
efervescencia que de manera constante sale a la calle a protestar. En
Brasil, Chile, México, Venezuela y Colombia vemos marchas que buscan
reivindicaciones sociales o cambios políticos. Vemos gente en la calle
enfrentada a las brigadas de choque, tomas de autopistas, barricadas en
las principales arterias de esos países. En estos momentos la sociedad
se está expresando no solo a través de los votos.
Y esto, por principio, no le parece mal. Lo que a usted le preocupa es el tema de la gobernabilidad.
Me
parece bien que autócratas y dictadores se vean más limitados en su
capacidad de abusar de la población. Es algo a lo que debemos darle la
bienvenida. Mi preocupación no es solo con los dictadores, sino también
con las democracias que no logran funcionar porque se transforman en vetocracias.
Una
de las metas del liberalismo era la lucha en contra del poder
jerarquizado y centralizado, pero ahora parece que el poder se ha
segmentado a tal punto que se ha puesto en jaque la gobernabilidad
misma. Si la gobernabilidad está en peligro, pero queremos que estos
micropoderes sigan existiendo sanamente, ¿cuál es la alternativa?
Una
alternativa, que es mi recomendación y que sé muy bien que no es fácil
de aceptar, es la de mejorar, fortalecer, modernizar y adecentar los
partidos políticos. Pocas instituciones hoy en día son tan despreciadas y
vilipendiadas como los partidos políticos. Han dejado de ser el hogar
natural de los idealistas. Las personas decentes sienten que los
partidos políticos son antros de corrupción, oligarquías excluyentes que
no permiten la entrada de nuevas ideas y de nuevos protagonistas. Poca
gente piensa que los partidos están al servicio del país o de los
intereses colectivos. Muchos solo existen para enriquecer a sus
dirigentes y militantes. Se han ganado su mala reputación, pero la
solución no está en las ong que
se dedican a un tema único, ni en los grandes movimientos catárticos
que salen a protestar a las calles. La energía política, la
participación, tiene que terminar en algo concreto que puede ser un
cambio en las políticas públicas, un cambio en las instituciones, un
cambio en la manera de gobernar, o un cambio de los gobernantes. Todo
eso es lo que en teoría deben hacer los partidos políticos. Interpretar,
agregar y canalizar las preferencias y necesidades de la comunidad a la
que sirven. No puede existir una democracia sin partidos políticos.
Curiosamente los partidos políticos son una de las instituciones cuyas barreras de entrada se mantienen muy altas.
Esa
es una preocupación muy mexicana. En otros países los partidos
políticos monolíticos, permanentes, potentes, históricos e impenetrables
–como los que ahora hay en México– desaparecieron. Los partidos
políticos no están exentos de las mismas fuerzas que están minando el
poder de los grandes bancos, las grandes maquinarias militares, las
grandes organizaciones religiosas o las más poderosas empresas.
¿No
resulta contraintuitivo que ahora que se ha logrado fragmentar y
dispersar el poder se nos pida que confiemos en los partidos políticos?,
¿la idea de dejarlos afianzar las riendas para que nos bien gobiernen?
No.
Y quiero aclarar que de ninguna manera estoy diciendo que debamos
fortalecer a los partidos políticos existentes con todos los vicios que
acumulan y que los hacen antipáticos o inaceptables para la gran mayoría
de la sociedad. Estoy argumentando que la gente honesta y comprometida
del mundo tiene que inscribirse y participar en partidos políticos o
crear nuevos partidos que no tengan los defectos de los partidos
tradicionales. Deben tomar las virtudes de las ong,
los movimientos y las redes sociales y combinarlas con aquellas
propiedades que solo tienen los partidos políticos. Los partidos deben
ser más dinámicos y ágiles, más horizontales, más innovadores y más
transparentes y más capaces de recoger el sentido y las necesidades de
la población y transformarlos en un plan de acción y agendas para
gobernar.
Imagino que inevitablemente
sucederán casos como el Movimiento 5 Estrellas, de Beppe Grillo en
Italia, que logró un gran éxito en las elecciones pero su nula
experiencia gobernando los ha metido en aprietos.
Que
también es la misma experiencia del Partido del Hombre Común en India,
creado a finales de 2011. Tuvieron un gran eco entre los votantes, pero
les ha sido difícil gobernar y han perdido influencia. En el mundo están
proliferando los partidos y micropoderes que repudian a los partidos
políticos tradicionales, muchos de ellos disputan seriamente el poder de
los poderes tradicionales. Lo vemos en Gran Bretaña con el partido ukip. Y en Venezuela: Hugo Chávez era un micropoder que logró desmantelar partidos políticos que parecían permanentes e intocables.
En El fin del poder cita
a Zbigniew Brzezinski, exasesor en Seguridad Nacional durante el
gobierno de Jimmy Carter, sobre la era posthegemónica y a Randall L.
Schweller sobre la nueva era de la entropía y por qué el nuevo orden mundial no será ordenado. Y en Efecto Naím se lee una entrevista en la que Richard Haass,
exasesor de Colin Powell, declaraba que “sin Estados Unidos no hay
orden mundial”. ¿No hay cierta nostalgia por el fin de las hegemonías?
¿Una preocupación porque en medio de la constante fragmentación del
poder parece que ya nadie tiene la sartén por el mango?
Niego y rechazo que tenga nostalgia por la hegemonía. Mi respuesta a eso está en esta gráfica que aparece en el libro
En el extremo izquierdo el poder está lo más concentrado posible. Ese
es el mundo de los monopolios y los dictadores. A medida que el poder
se va difuminando –moviéndose a la derecha– los poderosos ya no tienen
la capacidad de hacer lo que les dé la gana. ¡Y eso es bueno para la
sociedad! Pero llega un momento en que puedes caer en el punto extremo
de la derecha, que es la anarquía, el caso de países fallidos, como, por
ejemplo, Somalia. Ahí no hay hegemonía de nadie y si nadie tiene el
poder de imponer un mínimo de orden y la capacidad de hacer respetar las
leyes y el Estado no puede desempeñar funciones básicas, eso se llama
un “Estado fallido”. No es lo mismo la nostalgia por la hegemonía que la
preocupación por las anarquías.
Entiendo
la preocupación sobre la fragmentación del poder político, pero ¿hay
algún tipo de fragmentación del poder que no solo sea deseable sino que
deba fomentarse?
Absolutamente, cada vez que se pueda.
Ningún monopolio es bueno, ni en política, ni en economía, ni en ciencia
o cultura o deporte. La competencia es siempre deseable.
Me he
concentrado en el poder político porque la emergencia más grande que
tiene la humanidad no ocurre debido a la parálisis en la toma de
decisiones en el poder nacional, sino en la toma de decisiones urgentes a
nivel global. Estoy pensando en la capacidad que ha mostrado el mundo
para actuar frente al cambio climático, para enfrentar la proliferación
de armas nucleares o las turbulencias financieras. A medida que las tres
revoluciones han ido profundizándose, ha aumentado la cantidad de
problemas que no son susceptibles de ser solucionados o mitigados por un
país actuando solo. Ni siquiera las superpotencias en solitario logran
enfrentar con éxito estos grandes retos globales. Necesitamos un mundo
con mayor capacidad para actuar en concierto, pero precisamente esa
capacidad de actuar en conjunto ha menguado porque a nivel nacional los
gobiernos que se sientan en las mesas internacionales a negociar
acuerdos con otras naciones están muy debilitados. Un ejemplo que
ilustra esto: tenemos a los gobernantes reunidos alrededor de una mesa
para discutir cómo disminuir sus emisiones de co2, una
gran amenaza para la humanidad, sobre eso no hay duda científica. Sin
embargo, aunque el mundo conoce la amenaza climática, no puede actuar
colectivamente sobre esta cuestión, porque las decisiones implican
costos para los países y esos costos son políticamente impopulares.
Quienes se sientan en las convenciones internacionales saben que una vez
que se dieron la mano y llegaron a un acuerdo, cada uno debe volver a
sus países y enfrentar a los micropoderes, a la vetocracia y a
los partidos políticos tal y como los conocemos. Y por supuesto ellos
saben que de regreso en su país no cuentan con el apoyo político para
autorizar el acuerdo al que llegaron en las reuniones internacionales.
En el fondo mi preocupación son las grandes emergencias que enfrenta la
humanidad y que no están siendo atendidas con la eficacia y la velocidad
necesarias.
Esta entrevista es parte de un dosier que se llama “El nuevo desorden mundial”...
Decir
que el mundo está pasando por convulsiones que no tienen precedentes no
es sorpresa para nadie. Basta oír las noticias o leer los periódicos.
Ha habido, además, una gran cantidad de textos que abordan el tema. ¿Qué
tiene en común el análisis de esos textos? Que están en su mayoría
focalizados en las actuaciones de los Estados-nación. En cambio lo que
enfatizo, y de eso trata El fin del poder, es que los
Estados-nación son influidos por las tres revoluciones de tal manera que
no son susceptibles de ser intervenidos directamente por un gobierno.
Un titular que diga “El mundo está alborotado” no me va a impresionar.
El titular más realista es “No hay nadie a cargo”. ~
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