Una revisión de los 16 convenios rubricados por los mandatarios de Colombia y Venezuela nos deja ver la descarada comedia que protagonizan los dos presidentes, cada uno para convencer a los suyos de que la relación binacional, gracias al esfuerzo presidencial, lleva viento en la popa. Por razones diferentes, pero coincidentes en los resultados, a cada uno de los jefes de Estado le conviene proclamar ante sus electores que ahora, como nunca antes, las dos naciones sí van a emprender una senda de cooperación y de integración que hará del binomio un ejemplo en la región. La realidad es otra bien diferente.
El elemento esencial de medición de cuánto mejor se comporta una relación entre países es el desempeño de su intercambio comercial. Y ninguno de los dos, ni Santos ni Chávez, parece entender que la confianza para vender y para comprar, que la confianza para invertir, no se decreta ni se vuelve imperativa porque se incluya en tratados o en convenios gubernamentales, así estos estén rubricados por el mismo Espíritu Santo.
Que Hugo Chávez no entienda en qué consiste una carta de crédito no honrada o unos dividendos no repatriados, pasa porque al teniente coronel lo ocupan otro tipo de cavilaciones. Pero que a quien fue ministro de Comercio de su país se le pase por alto que las relaciones económicas no las arman, de una manera estable y perdurable, los gobiernos, sino los empresarios y sus trabajadores, es más de lo que los observadores podemos digerir.
A ambos, y a sus equipos de achichinques, sería bueno que alguien les refresque que si los intercambios bilaterales alcanzaron no hace tanto tiempo la abultadísima suma de 7 millardos de dólares entre los 2 lados del Arauca no fue sino porque los hombres de negocios de ambas riveras, poco a poco y a lo largo de años, le pusieron el pecho a construir la confianza mutua y a generar un entramado de relaciones que de comerciar originalmente pasó a invertir, a agregar valor y a ganarse la buena pro del consumidor del país vecino.
Hace falta algo más que unas órdenes de compra del Gobierno para tela de uniformes o para sacos de clinker; más que la promesa de facilitación turística, o que los planes para montar una planta de andamios industriales o de equipos de refrigeración. Los acuerdos para combatir el narcotráfico sirven de relleno y las quiméricas promesas de poliductos también, si se quiere.
Pero no nos ufanemos de la interacción que no tenemos, porque la relación sigue herida de muerte y nadie, salvo los actores privados de ambos lados, tiene la capacidad de repararla.
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