La economía aérea y la “caotización”
MIGUEL ANGEL SANTOS
No se trata tanto de que el billete de mayor denominación equivale a cincuenta centavos de dólar a tasa paralela, o a cuatro dólares de tasa Sicad-II. La parte más confusa es que cuando pagas con él, con frecuencia te responden: ¿No tienes nada más pequeño? Es parte de la enorme confusión que se ha apoderado de nuestra economía. Nicolás Maduro, un día antes de fin de año, concentró la atención del país en lo que debía ser un anuncio de emergencia ante la crisis económica que atraviesa el país y el vendaval que se avecina. No fue así. Ha dicho muy poco, más allá de anunciar que no aumentaría la gasolina y de repetir que “los que escribieron esto se encargarán de explicárselo a la gente en detalle” (revelando que ha tenido muy poco que ver con el programa, acaso ocurre ahí lo mismo que en el resto de las decisiones que le corresponden).
Maduro sí ha hecho una referencia correcta, aunque en el proceso le haya parido una nueva palabra a la RAE: caotización. Ha dicho que el proceso de precios se ha “caotizado”, “estamos ante la caotización de los precios”. No hay nada que alcance a explicar más el caos que ha traído consigo la revolución que el desajuste en el sistema de precios. Hace pocos días, en medio de las compras navideñas, di con un par de zapatos importados cuyo precio era 8.600 bolívares, algo sí como 50 dólares a tasa paralela. Visto así, era una verdadera ganga. Lo dejé pasar, como suelen hacer quienes reniegan de las compras innecesarias. En el proceso, pude aprender en carne propia que demorar las decisiones de consumo en una economía que no ofrece certezas en cuanto al abastecimiento y la inflación puede resultar fatal. Unos días después volví y los encontré remarcados a nada menos que 32.500. Es decir, algo más de 200 dólares a tasa paralela. Unos días atrás me hubiesen costado la mitad de su precio en Estados Unidos, ahora costaban prácticamente el doble.
Pero hay más. Algunos familiares y amigos que me acompañaban empezaron a proferir amenazas enfrente del sorprendido dependiente que apenas comenzaba con parsimonia la jornada. Como solemos hacer, no iban dirigidas a él directamente, pero la elevación patética de la voz en neutro lo acusaba. ¡Sinvergüenzas! ¡Los voy a denunciar ante el Indepabis! ¡Especuladores! También hicieron alusión a otras siglas que presumo, cuestión de contexto, hacían referencia a entes del Estado encargados de fiscalizar precios, perseguir comerciantes, y “garantizar” el margen de máxima ganancia. Fue una suerte de iluminación al impacto de quince años de retórica chavista en la psique del consumidor venezolano. Si ese es el estado mental de la clase media, imagínese usted el de los sectores populares.
Hemos perdido la noción de libertad económica, la idea de que la mejor estrategia contra la inflación es la competencia, y de que cada quien es libre de vender al precio que mejor la parezca, y cada quien es libre de decidir dónde comprar. Tiene su sostén. El proceso sigue arrojando productores y comerciantes a la trilladora revolucionaria. El sistema cambiario se ha convertido en el gran elector, en el mecanismo a través del cual el gobierno decide quién sobrevive y quién no. Conseguir dólares a tasa oficial, intermediarlos, se ha convertido en el único negocio del lugar. La actividad productiva principal es apenas ahora una excusa para buscar divisas e intermediarlas en el mercado paralelo con márgenes de ganancias que vienen expresados en cientos por ciento.
En ese contexto, los productores han sido arrasados, y quedan apenas un puñado de comerciantes, productores y vendedores asociados de alguna u otra forma a la revolución. Responden a un sistema de incentivos muy particular, como otrora lo hicieran los empresarios de la cuarta ante las oportunidades de rentabilidad infinita que ofrecía el capitalismo de Estado en el contexto de una economía cerrada. Los precios ya no tienen ningún sentido relativo, y han perdido su función como señales de asignación de recursos y de esfuerzos. En el fondo, el fracaso económico de la revolución tiene su origen en su falta de confianza en el sistema de precios, en la ignorancia de la fuerza de los precios como promotores de la eficiencia económica.
Ese es el mayor daño que ha hecho el control de cambio, pero también ha creado poderes económicos de facto que sostienen a la revolución. Es decir, quienes más se benefician de nuestra ruina económica son también quienes sostienen al gobierno. Por esa razón no hay ajuste, por esa razón la gran revolución cambiaria no será levantar el control, sino subir los niveles de las diferentes tasas múltiples, y mantener las brechas que hacen posibles las rentabilidades que a su vez garantizan los soportes. Hasta donde se aguante.
Más allá de los mecanismos internos que haya escogido la revolución para ir aproximándose poco a poco hacia su implosión, me preocupa la distorsión en nuestras propias convicciones. Me preocupa que lo que tenemos que promover es un sistema con el que nunca, nunca antes, hemos experimentado. En Venezuela jamás ha prevalecido la libre empresa, con numerosos comerciantes por rubros, que garantizan la estabilidad de precios –dentro de un sistema de reglas claras– a punta de competencia. Trascender desde lo que tenemos hoy a ese sistema no será fácil; la transformación verdadera debe empezar en la mente de cada uno de los venezolanos, en nuestra concepción del hecho económico y, sobre todo, en la idea que tenemos de la relación entre el Estado y el ciudadano. Nuestros males son legítimos, pero hemos venido utilizando desde hace tiempo los remedios equivocados. Transformar nuestra economía en cierta forma nos exige exponernos a una serie de principios que no nos vienen de manera natural. Es una suerte de réplica de la República Aérea a la que se refería Bolívar, en el mismo sentido, pero en economía. En ese proceso, es fundamental el papel de las élites, económicas, sociales, políticas, empresariales. Ahí está el dilema de Mafalda: los presidentes deberían asistir al colegio, sí, pero… ¿quiénes serían los profesores? Es un dilema que debemos romper si de verdad queremos dar a luz a una nueva república. Nos guste o no, los pueblos siempre terminan haciendo espejos de sus élites.
@miguelsantos12
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